Monday, November 8, 2010

Unas pocas palabras sobre el Discurso Sobre el Espíritu Positivo, de Auguste Comte: Breve Reseña.


Por: Constanza Goldschmidt Plate.


Introducción.

“Tanto los sucesos naturales como nuestro propio devenir histórico están regidos por leyes universales. Debemos buscar estas leyes y utilizarlas en provecho de la humanidad; para lograrlo necesitamos una perspectiva científica positiva que parta de la observación empírica de los fenómenos y nos permita llegar desde ahí a entender las leyes subyacentes. A la luz de tal ciencia es que hemos de abordar los problemas sociales y morales.” Tal sería una forma de poner en pocas palabras el rol que asigna el francés Auguste Comte (1798- 1857) a su “ciencia positiva”, que defiende en su obra Discurso sobre el Espíritu Positivo. Pero, ante todo, ¿de qué se trata eso de “espíritu positivo”? Tal es la pregunta que nos esforzaremos por responder en primer lugar, haciendo una revisión de los puntos expuestos en el Discurso, para luego intentar situarlo en su contexto histórico y realizar por último una breve reflexión.  

Ley de los Tres Estados.

El estado positivo de investigación científica al cual aspira Comte es, como cabria imaginar, difícil de obtener, y constituye sólo la cima del largo camino de nuestra inteligencia, que está así sujeta a un paulatino progreso. El recorrido del mismo desde sus inicios hasta su pleno desarrollo es explicado por Comte mediante la llamada “Ley de los Tres Estados”, que, como su nombre lo indica, establece que hay tres estados en la inteligencia humana, como otros tantos peldaños de la escalera hacia la mejor ciencia posible.  Estas tres etapas están presentes tanto en la historia de la especie humana como en la vida de cada individuo en particular; para efectos de claridad los tomaremos como pasos en la evolución de la raza humana como un todo.

El primer estado, el infantil, es el estado teológico o ficticio, propio de los albores de la humanidad cuando velábamos por conocer las causas esenciales de las cosas y pretendíamos estudiar las cuestiones más abstrusas, más inaccesibles. El fetichismo primero, el politeísmo luego, y por fin el monoteísmo, nos proporcionaron en nuestra “niñez científica o mental” las respuestas que buscábamos. Un segundo paso, necesario para no dar un salto demasiado brusco de la inmadurez a la virilidad intelectual, fue el estado metafísico o abstracto, que se diferencia del primero por reemplazar los entes sobrenaturales (en la explicación de la intimidad de los fenómenos) por abstracciones personificadas, lo cual nos permite llamar ontología a la metafísica que hace aquí las veces de “ciencia”. Finalmente, llegamos al estado positivo, único estado maduro de la ciencia y culminación de nuestro proceso de desarrollo científico. Este estado positivo se caracteriza por dedicarse sólo a la observación (única base de conocimiento real-mente accesible), siendo nuestros estudios siempre relativos a nuestras condiciones personales y del progreso social. El espíritu positivo que representa la madurez del hombre es ya incompatible con la teología inicial: hemos superado totalmente nuestras fallas y carencias iniciales.


Idoneidad del Espíritu Positivo.

El espíritu positivo, nos dice nuestro autor a continuación, es sin duda el verdadero espíritu filosófico: basta una somera revisión de las principales acepciones de la palabra “positivo” para darse cuenta de ello. Si hablamos de “positivo, real, no quimérico”, recordamos que nuestro espíritu filosófico se consagrará a estudios realmente al alcance de nuestras capacidades y no a los insondables misterios que nos ocupaban antes; si hablamos de “positivo, útil”, recordamos que deseamos mejorar constantemente nuestra calidad de vida con nuestros estudios, y no satisfacer curiosidades vanas; y así cosa parecida sucede con “positivo, cierto”, “positivo, preciso” y “positivo, no negativo”.Es asimismo cuestión clara la afinidad entre espíritu positivo y buen sentido universal: sus atributos son los mismos, y el verdadero espíritu filosófico no hace más que extenderlo sistemáticamente a todas las especulaciones realmente accesibles.


Orden Necesario de los Estudios Positivos. 

Así se titula el III Capítulo de la III Parte de nuestro Discurso, y constituye el tema que hemos de tocar a continuación. Aquí plantea el filósofo dos Leyes que hemos de seguir si queremos que los estudios positivos sean “(…) un indispensable punto de apoyo, a la vez mental y social, a la elaboración filosófica que debe determinar gradualmente la reorganización intelectual de las sociedades modernas.” (Discurso sobre el Espíritu Positivo, § 68.)La primera es la Ley de Clasificación, que “consiste en clasificar las diferentes ciencias, según la naturaleza de los fenómenos estudiados, según su generalidad y su independencia decrecientes o su complicación creciente, de donde resultan especulaciones cada vez menos abstractas y cada vez más difíciles, pero también cada vez más eminentes y completas, en virtud de su relación más íntima con el hombre, o más bien con la Humanidad, objeto final de todo el sistema teórico.” (Discurso sobre el Espíritu Positivo, § 70.) Esta prescripción nace de la necesidad de ordenar las ciencias de modo que cada una sea un apoyo para la otra, y a la vez ordenarlas históricamente, de más antigua a más nueva. En muy estrecha relación con esta Ley está la Ley Enciclopédica o Jerarquía de las Ciencias, que divide la filosofía natural (preámbulo de la social) en tres estadios- astronomía, química y biología- y establece un orden jerárquico entre las seis ciencias principales, a saber: matemática- astronomía- física- química- biología- sociología, siendo imposible partir con otra ciencia sino la matemática e igualmente impensable terminar de distinto modo que con la sociología.


Contexto Histórico.

El positivismo de Comte considera, como ya hemos visto, que la única forma de instaurar un buen orden social es por medio de la razón y la ciencia, sin echar mano de nada distinto de ella, siguiendo una línea de Francis Bacon que luego continuó L’enciclopédie francesa.  Comte nos ofrece todo un proyecto social, el proyecto positivista,  como respuesta a las propuestas revolucionarias e ilustradas de Monsieurs  Voltaire y Rousseau, culpables (según nuestro autor) de la creación, en el contexto de la Revolución Francesa, de utopías irresponsables, incapaces de prestar a la humanidad orden moral o social alguno. Recordemos brevemente las ideas de estos dos filósofos atacados por Comte:

Voltaire no tiene gran fe en la razón humana; la cree capaz de corregir y hacerse cargo de ciertos prejuicios e errores, pero impotente contra los males del hombre, males que sólo del hombre provienen. Es para Voltaire el hombre mismo el que genera la ruindad, mezquindad y miseria en que se mueve, y no hay progreso capaz de cambiar la situación. Cree en la libertad de culto y pensamiento y en el respeto a todos los individuos, y llama a la lucha contra la tiranía, la intolerancia y cosas por el estilo, pero ni el progreso ni la razón humana reciben de él una mirada de benevolencia.  

Rousseau, por su parte, sostiene que la bondad, inocencia, libertad y felicidad humanas son propias de nuestro primigenio Estado de Naturaleza, y que la civilización en todas sus formas no hace más que corromper ese bello y feliz estado. Este pesamiento recibe el nombre de “mito del buen salvaje”. La desigualdad entre los hombres no es otra cosa que el resultado de la propiedad privada y las leyes creadas para defenderla. Lo que debe hacerse para remediar la situación es buscar una educación tendiente a volver parcialmente al Estado de Naturaleza y crear, a la vez, un nuevo Contrato Social en la misma dirección. Desde este nuevo Contrato entre el individuo y la comunidad surgiría una Voluntad General, mayor que la suma de las voluntades individuales, que ha de dar origen a la soberanía, indivisible e inalienable, por un lado, y a una libertad civil e igualdad donde antes sólo había libertad individual, por otro.


Una breve Reflexión.

Aunque la diferencia entre las posturas de estos dos autores salta a la vista, también lo hace la enorme diferencia existente entre las posturas de ambos y la de Comte, que, lejos de concordar con el pensamiento de cualquiera de ellos, aboga por una alianza entre proletarios y filósofos para superar, con ayuda del espíritu positivo, la aguda crisis que el autor ve en su tiempo. Es preciso decir que nuestro autor demuestra una fe bastante mayor que sus dos congéneres en la raza humana en general, entendida ésta sobre todo como una raza eminentemente racional, ya que pensar que un salvaje es aún mejor que un hombre completamente civilizado, o que la ruindad humana seguirá existiendo sin importar cuánto intervenga la razón, no demuestra gran estima hacia esta última… y con ello no se demuestra gran estima, o si se quiere gran fe, a la raza humana, si tenemos en cuenta la definición de “ser humano” como “ser eminentemente racional” que nos viene ya de Aristóteles… Sin duda nuestro autor se muestra más benevolente con su raza y es, al mismo tiempo que positivo, más optimista que nuestros ilustrados detractores frente a la desastrosa situación a la que se ve enfrentado. Su apuesta frente al problema que tiene enfrente- el de la gran crisis general de su tiempo- es sobre todo una apuesta por el hombre- el ser humano- y lo que precisamente más de humano hay en él, la razón. Sin duda su proyecto es ambicioso, y el ideario ilustrado y revolucionario que Rousseau y Voltaire vienen a representar es una opción con muchas ventajas  y que también pueden mostrar mucho de humano, pero tiene sentido frente a la situación en que se inserta. 


En cuanto a sus Leyes- Ley de los Tres Estados, Ley Jerárquica-, sin duda hablan de un espíritu preciso y ordenado, que da cuenta de la seriedad que el autor le da al problema que desea solucionar y cuán urgente le parece encontrar dicha solución. Hay aquí una propuesta de trabajo arduo y sistemático, y un llamado al hombre a alcanzar lo mejor de sí, lo cual no es tarea fácil. Sólo lo mejor del hombre- la razón-, y en su estado más elevado, y dirigida de la mejor forma, logrará sacar al mismo hombre de su crisis; así, la confianza de Comte se transforma en llamado y exigencia. Las cosas deben hacerse bien si se quieren resultados.  

Otro rasgo peculiar a Comte es su apelación a los proletarios, a las masas. En efecto: “Con el fin de marcar mejor esta tendencia necesaria, una íntima convicción, primero instintiva y luego sistemática, me ha determinado desde hace mucho tiempo a mostrar siempre la enseñanza expuesta en este Tratado como dirigida sobre todo a la clase más numerosa, a quien nuestra situación deja desprovista de toda instrucción regular, a causa del creciente desuso de la instrucción puramente teológica, que, reemplazada provisionalmente, sólo para los cultos, por una cierta instrucción metafísica y literaria, no ha podido recibir, sobre todo en Francia, ningún equivalente parecido para la masa popular.” (Discurso sobre el Espíritu Positivo, § 61.)  La razón para esta elección de público es expresada apenas un poco más abajo: “(…) es fácil reconocer, en general,  que, de todas las porciones de la sociedad actual,  el pueblo propiamente dicho debe de ser, en el fondo, la mejor dispuesta, por las tendencias y necesidades que resultan de su situación característica, a acoger favorablemente la nueva filosofía, que al fin debe encontrar allí su principal apoyo, tanto mental como social.” (Discurso sobre el Espíritu Positivo, § 61.) Esta táctica parece inteligente, pues sin duda gana bastante quien sabe aprovechar las disposiciones naturales de un grupo tan numeroso como “el pueblo propiamente dicho”. Comte ve esas disposiciones, y se apresura a utilizarlas a favor suyo.

Queda ahora sólo una última cosa por plantear: ¿tiene razón nuestro filósofo al depositar tal grado de confianza en sus congéneres, o haría mejor en no hacerlo tanto? Esta pregunta surge sobre todo a la luz de nuestros tiempos, cuando la idea de “progreso” (con todo su sentido teleológico, con la idea de la búsqueda de la perfección humana detrás) parece haber desaparecido hace tiempo. Sin duda alguna, el mundo que nos rodea, con sus tecnologías cambiando a velocidades que dan vértigo y cuyo devenir continuo apenas sí nos es dado seguir, no nos parece ni remotamente encaminarse hacia un futuro de personas más completas y más íntegras como tales, y el continuo mejoramiento de nuestras técnicas, ciencia y tecnología no nos merecen el nombre de “progreso”, desde luego no como lo entendería Comte de todos modos. A la luz de esto, se diría que el filósofo se enreda en quimeras propias de su tiempo, largamente superadas, y que poco o ningún sentido tiene su forma de pensar ahora, a un siglo y medio de su muerte. Sin embargo, aún admitiendo esto, no veo ninguna razón por la que la razón humana- gran pilar del pensamiento positivista expuesto en el escrito- haya de ser puesta en duda. Aún somos humanos, y como tales, nos distingue la razón, cuya posesión nos sitúa por encima de las otras criaturas con quienes compartimos el mundo. Mientras exista razón, podemos argüir, podremos usarla, y creo que nadie se opondrá a decir que un pueblo entero, o mejor aún la Humanidad entera, con una razón bien entrenada y bien utilizada, podría superar grandes crisis y enormes problemas…  Podría alguien, por supuesto, oponerse a la idea de que nuestra razón y nuestra inteligencia (que ya no nuestra especie como tal) tengan algo así como tres estadios sucesivos por los que han pasado y pasan en un progreso, pero sin duda sería llegar demasiado lejos negar que la razón pueda llegar a ser una poderosa herramienta… más aún, cuando ha probado, y muchas veces, serlo, tanto para los mejores y más altos propósitos como para otro son tanto. Sin duda, algo para pensarse… aunque una discusión mayor del asunto está lejos de caber en las pocas y apretadas líneas de una breve reseña como esta, y habremos de dejarla para otra ocasión más propicia.    


Conclusión

Podemos concluir que Comte nos presenta en el escrito arriba reseñado una interesante reflexión sobre la grave crisis de su tiempo y una solución a él basada en una gran fe en el hombre y en la razón que- para bien o para mal- lo define. El filósofo se revela aquí como un espíritu ordenado y riguroso, amante del hombre y preocupado de él y de su futuro, sabedor de que la única forma de sobrellevar los mayores problemas del hombre (como la gran crisis a que se enfrentaba) es poner en movimiento lo mejor del hombre, con sentido, método y orden.