Revista Chilena de Derecho, Vol. 18. N° 1, pp. 7-25 (1991)
Bernardino Bravo Lira
Profesor de Historia del Derecho
RESUMEN
Por los años 1860 se completa en Chile la disolución de la antigua comunidad política, constituida por cuerpos menores, en una nueva sociedad política, compuesta de una suma de individuos, iguales entre sí y con los mismos derechos. Entre ellos no se reconoce otra distinción que la de la riqueza. La fortuna determina la posición social de cada uno. Se trata, pues, de una sociedad de clases, las cuales se conciben de modo cuantitativo, como capas horizontales. Se distinguen así fundamentalmente tres: la clase alta compuesta por los ricos, la baja, por los pobres y la media por los que no caben ni entre los unos ni entre tos otros.
El estudio intenta mostrar que a esta transformación corresponde otra en el plano de la representación. Al declinar las agrupaciones intermedias la población se atomiza, de suerte que las antiguas formas de representación gremial son desplazadas por las nuevas de representación electoral, a través del sufragio.
La huella de la Ilustración es duradera, sobre todo en países como los iberoamericanos o los centroeuropeos[1]. La mentalidad ilustrada se resiste a morir. Todavía es muy fuerte en la segunda mitad del siglo XIX, cuando se abre paso el ideal positivista de orden y progreso. En esta época las transformaciones se precipitan. La comunidad política acaba por disolverse en una sociedad política o de clases. La minoría ilustrada se convierte en oligarquía. El absolutismo ilustrado —monárquico o monocrático- deja paso al gobierno de partido -oligárquico— y las formas de representación gremiales, a las electorales. Con ello llegan a su culminación las grandes transformaciones iniciadas en el siglo XVJH bajo el signo de la Ilustración[2].
DUALISMO ESTADO-SOCIEDAD
La comunidad política, con su polaridad cabeza-cuerpo, como elementos complementarios, se disuelve en una sociedad política o de clases, compuesta de simples individuos y contrapuesta al poder político. Cobra forma así la dualidad Estado-sociedad que prevalece hasta los años 1920[3]. Dentro de este marco, el absolutismo ilustrado cede paso al gobierno del partido y se impone sin contrapeso la representación electoral o mayoritaria sobre la gremial o abreviada.
Toda una cadena de contraposiciones está ligada al dualismo Estado-sociedad. Ellas caracterizan esta época: público-privado, Estado-particulares, gubernativo-judicial, político-social. Con estas parejas de términos se alude a dos esferas de acción, que se suponen netamente separables. Una tiene por sujeto al Estado, y la otra, al individuo. Su expresión primaria es en un caso la ley, entendida como declaración de voluntad soberana, según la define el Código Civil en 1855[4] y, en el otro, el contrato, entendido, conforme al mismo código, como un acto por el cual una parte se obliga para con la otra[5], vale decir, como declaración de voluntad individual.
De este modo se tiende a identificar, por un lado, lo público con lo político, representado por el Estado y, en concreto, por el gobierno y la legislación, y, por otro, lo privado con lo social, representado por los individuos, y concretamente por las partes contratantes y el contrato[6]. A lo público, reducido a lo gubernativo, se contrapone a lo judicial, reducido a lo privado, vale decir, lo que es controversia entre partes, y de resolución por los tribunales.
SOCIEDAD POLÍTICA Y REPRESENTACIÓN ELECTORAL
Los grandes afectados por esta transformación son, naturalmente, los cuerpos y poderes que componían la comunidad política y que no encuentran lugar dentro de esta sociedad política o de clases. No encajan ni dentro de la esfera privada ni dentro de la pública. Al desaparecer estas agrupaciones intermedias, la población se atomiza. Queda convertida en una polvareda de individuos iguales entre sí y con los mismos derechos. La sociedad política no es más que una suma numérica de ellos, lo que arroje el censo de población.
Así lo proclama el Código Civil al definir a las personas. Según él "son personas todos los individuos de la especie humana, cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o condición"[7]. Esta definición es, a primera vista, paradójica. Según se sabe, la noción persona aplicada al hombre significa dueño de sí mismo, único, singular, irrepetible, y, por lo mismo, irreemplazable. Individuo, por el contrario, significa tan sólo lo numéricamente uno, es decir, uno más dentro del género de que se habla -sea la humanidad, la nación, la clase social-; en suma, uno cualquiera, intercambiable por definición.
Pero los términos del Código Civil están muy próximos a los del código carolino, promulgado sesenta y seis años antes por Carlos IV, para los esclavos americanos. Allí se emplea la expresión "individuo del género humano" y se equiparan en muchos aspectos a los esclavos con las personas libres[8]. La definición del Código Civil tiene este mismo sentido igualitario. Lo dice él expresamente, al descartar diferencias cualitativas entre los individuos, tales como: edad, sexo, estirpe o condición. Por otra parte, la definición no desconoce las diferencias de estado que son propias de las personas y que permitían a los juristas castellanos e indianos definirla como "el hombre considerado en su estado"[9].
El Código Civil no es más que un hito en el largo camino para someter toda la población a una legislación uniforme. Ya en 1833 la Constitución habla en este sentido de igualdad ante la ley. La entiende como eliminación de privilegios, esto es, estatutos especiales para personas o sectores determinados. Así lo dice expresamente al consignar como primera de las garantías constitucionales "la igualdad ante la ley. En Chile no hay clase privilegiada"[10].
Curiosamente esta igualdad que se quiere tan completa tiene una excepción en el plano político y nada menos que en materia electoral. Es lo que enseña Jorge Huneeus Zegers, el primer constitucionalista de la época. Según él "esta igualdad no tiene otras excepciones que las que determina la misma constitución para el ejercicio de los derechos políticos: del derecho electoral y de la elegibilidad"[11], o sea, ante la ley, los chilenos son iguales en todo, menos en el plano electoral.
ABOLICIÓN DE LOS FUEROS PERSONALES
En la antigua comunidad política las cosas eran distintas. Ella es un cuerpo diferenciado, cuyos miembros tienen diversos papeles, cada uno el propio. En atención a ello, militares y eclesiásticos gozan de un fuero especial, que comprende un derecho y unos tribunales propios, distintos del fuero ordinario que rige para los demás, esto es, civiles y laicos. Detrás de estos fueros personales hay raíces estamentales. Ya en el siglo XIII las Siete Partidas recogen la distinción entre oradores, defensores y labradores, vale decir, clérigos, militares y común, según la función que cada cual cumple dentro de la comunidad[12].
En la sociedad política no se reconoce otra distinción que la de los haberes, según la cual se diferencian entre sí las clases sociales: alta, media y baja, con toda la gama intermedia. Por eso, a medida que se desvanece la comunidad política y cobra forma la sociedad política o de clase, se suceden los intentos de eliminar los fueros personales. Ya no se les ve razón de ser. Según el mismo Huneeus ellos "no tenían otro objeto que conceder un verdadero privilegio, notoriamente infundado, a dos clases del Estado: los clérigos y los militares[13].
Ya en 1845 se formula una iniciativa para suprimir el fuero militar. A la misma respondió el ministro de Guerra que convendría en ello siempre que se aceptara que "ningún habitante de la República gozará de fuero particular en las causas civiles ni en las criminales, por delitos comunes que no tengan conexión con el desempeño de obligaciones peculiares del empleo o cuerpo a que pertenezca"[14]. No obstante, entonces se abolió, o mejor, se redujo, sólo el fuero militar. Sólo treinta años más tarde se hizo otro tanto con el eclesiástico por la ley orgánica de tribunales de 1875. Es de notar que, restringidos, ambos fueros subsisten hasta hoy.
LEGISLACIÓN UNIFORME
Ahora bien, la supresión de los fueros no es más que un paso hacia la uniformidad de la legislación, aplicable a toda la población. Este es uno de los grandes fines de la codificación. Ella se contempla en el medio siglo que corre desde la entrada en vigencia del Código Civil en 1857 y la del Código de Procedimiento Penal en 1907. El derecho codificado es, en cierto modo, la expresión más genuina de la sociedad política como sociedad de clases, compuesta por una suma de individuos, iguales entre sí y con los mismos derechos[15]. Dada esta uniformidad entre sus miembros, pierden sentido en ella las formas de representación diferenciadas, es decir, abreviada -por la sanior pan- o gremiales. En cambio, cobran gran relieve las formas de representación cuantitativas, o sea, mayoritarias —por maior pars - o electorales.
EL INDIVIDUO FRENTE AL ESTADO
Paralela a la codificación es la reducción de la Judicatura a la resolución de conflictos entre partes, es decir, a los asuntos de derecho privado. En consecuencia, se elimina su papel de protección de los gobernados frente al gobierno. Así lo dispone el artículo Io de la Ley Orgánica de Tribunales: "la facultad de conocer las causas civiles y criminales, de juzgarlas y hacer ejecutar lo juzgado pertenece exclusivamente a los tribunales que establece esta ley"[16]16. Por tanto, la Judicatura queda reducida a la justicia civil y criminal. Lo que deja indefensos a los ciudadanos frente al gobierno, salvo en lo que sea su libertad de movimiento, tímidamente protegida por un recurso de amparo ante los tribunales.
Durante la discusión de la mencionada ley, el diputado Ricardo Letelier intentó evitar que se despojara a los ciudadanos de los restos de protección contra el gobierno, nacida bajo la monarquía absoluta y perfeccionada en su fase ilustrada que habían sobrevivido hasta entonces. Propuso que, al enunciarse la competencia de la Corte Suprema, se consignara, en primer lugar, antes de la de administrar justicia entre partes, la de: "Proteger y hacer cumplir y reclamar a los otros poderes por las garantías individuales y judiciales"[17]. Es decir, que se mantuviera esta competencia contemplada en la Constitución de 1823, que hasta entonces seguía vigente.
Más adelante, varios diputados, José Clemente Fabres, el mismo Letelier y Domingo Santa María, hicieron ver que el proyecto dejaba sin efecto el artículo 16 de la Constitución de 1823 que rezaba: "El poder judicial protege los derechos individuales, conforme a los preceptos siguientes..."[18]. Con lo cual se venía a privar a los individuos de una verdadera garantía para el caso de ser atropellados por las autoridades a pretexto de medidas administrativas.
"El celo o la ojeriza disimulada de un intendente o de un gobernador, como de un subdelegado, puede poner en conflicto la propiedad particular y producir un verdadero despojo. La apertura de un camino. La construcción de una escuela u otras medidas de esta especie que entran en la esfera administrativa, pueden causar un vejamen y un atropello y no ser muchas veces más que un escudo para cometerlos. Para tales situaciones, que no son raras sino frecuentes, el proyecto no sólo no franquea ningún arbitrio, sino que, lejos de eso, consigna el artículo 40, que servirá para inhabilitar la acción de la justicia y para negarle su competencia aún en caso de despojo violento"[19].
En definitiva, todas estas enmiendas y objeciones fueron desechadas. Posteriormente, autores como Jorge Huneeus Zegers abogaron porque se restableciera el papel de la Judicatura como protectora de los ciudadanos frente al gobierno. "Desearíamos, pues, que lo dispuesto en el artículo 143 de la Constitución, tocante a la libertad de movimiento, se hiciera extensivo a todos los habitantes del Estado que tuvieren que reclamar no sólo por haber sido ilegalmente arrestados, sino por haber sido vejados o atropellados en el ejercicio de cualquiera de sus derechos individuales".
Concretamente que: "la Corte Suprema pudiera -comosucedió hasta 1874-proteger, hacer cumplir y reclamar a los otros poderes por las garantías individuales y judiciales, según disponía el artículo 146 de la Constitución de 1823, en su inciso 1°, que hasta entonces había regido como Ley de la República, y que vino a derogar, según algunos, la Reforma Constitucional de 1874; y, según otros, la Ley Orgánica de Tribunales, que no incluyó esta atribución entre los que hoy comprenden a ese tribunal".
Según Huneeus, "bueno sería que a !a acción del Congreso, en materia de garantías individuales, se agregase en todo caso la del primer tribunal de la República. Ello ha sucedido durante años entre nosotros, sin perjuicio alguno para nadie, y con notoria ventaja para los ciudadanos"[20].
Tampoco fue escuchada la voz de Huneeus. Sólo un siglo después de la Ley Orgánica de Tribunales de 1876, el Acta Constitucional 3 de 1976, restableció un recurso de protección en favor de toda clase de personas, naturales y jurídicas[21]. Su amplitud excede, incluso, de los antiguos recursos de la época de la monarquía ilustrada[22]. Pero son también otros los tiempos. La hora de la sociedad política pasó y -como veremos— adviene la de la comunidad consocional.
El precio de una neta diferenciación entre lo privado, como la esfera de acción de los individuos, y lo público, como la del Estado, es esta neutralización de la Judicatura frente al gobierno. Ya no puede interponerse entre él y los gobernados para proteger a estos últimos. El gobierno sólo queda sometido a la Judicatura cuando actúa en el plano privado, en calidad de parte. No cuando ejerce el poder. El constitucionalismo no comparte la preocupación del absolutismo por proteger efectivamente a las personas frente a los posibles excesos del gobernante. Prefiere creer que con una adecuada visión de poderes tales excesos no serán posibles. Un tanto ingenuamente, deja al individuo aislado e indefenso frente al Estado, a merced de los gobernantes[23].
SOCIEDAD DE CLASES Y OLIGARQUÍA
Pero no sólo lo deja indefenso frente al poder, sino también frente a los poderosos. La sociedad política es eminentemente individualista y, por tanto, oligárquica. No puede ser de otro modo, desde que, como sostiene el mismo Huneeus: "la igualdad ante la ley debe ser tan perfecta, que ésta no puede reconocer diferencias entre unos y otros habitantes del Estado, por ningún motivo, ni pretexto[24]. Es decir, la igualdad entre los componentes de la sociedad de clases significa ausencia de estatutos protectores para determinados grupos o sectores y ausencia de tales grupos o sectores intermedios, donde sus miembros encuentren ayuda mutua y amparo frente a los poderosos. De ahí que la contrapartida de la igualdad de derechos entre los gobernados sea la transformación de la minoría ilustrada en oligarquía.
Esto es, a grandes rasgos, lo que sucede en Chile entre los años 1850 y 1880. Hasta entonces el país había vivido, más bien en calma, bajo un gobierno propiamente nacional, al modo ilustrado, situado por encima de teorías y banderías e identificado por los grandes intereses de la patria, el que contaba con el respaldo de toda o casi toda minoría dirigente. Sus fines se condensaban en la trilogía Dios-Patria-Ley, consagrada en la Constitución, al igual que en Brasil, o que en el Dios-Patria-Fueros, mexicano. Esta era la versión iberoamericana de la trilogía Dios-Patria-Rey de Carlos III y el carlismo en España o de Kleist en Alemania.
En 1856 la unidad de la minoría ilustrada se quiebra de pronto y definitivamente y ella pasa a articularse en partidos políticos. De inmediato su actitud frente al gobierno cambia. En lugar de aglutinarse en torno a él y sostenerlo, comienza a disputar al Presidente sus poderes. Se abre así la lucha entre los partidos y el Presidente por el poder y con ello el avance gradual hacia el gobierno del partido, que viene a ser la institucionalización de la oligarquía.
LOS PARTIDOS POLÍTICOS
El surgimiento de los partidos se produjo en Chile a raíz de la llamada cuestión del sacristán, un conflicto jurisdiccional entre la Corte Suprema y el Arzobispo de Santiago. Pero venía preparado desde antes por una larga fermentación política.
En 1857 el clima estaba maduro para la formación de partidos políticos. La nueva generación, nacida entre 1817 y 1837, no había sufrido la experiencia de la anarquía y desgobierno anteriores a 1830. En cambio, se encontraba bajo el influjo del romanticismo europeo, del liberalismo parlamentario, del utramontanismo y del laicismo.
Uno en pos de otro se constituyeron en 1857 tres partidos, el conservador clerical; el liberal, que abogaba por debilitar el poder presidencial, y el nacional -llamado también monttvarista-, conservador, pero legalista y defensor de la preeminencia presidencial. Pero eso no fue todo. Un acercamiento entre conservadores y liberales, para hacer frente a los nacionales, despertó resistencia entre algunos liberales, que se llamaron radicales. Motejados de rojos, ya en 1863 estos radicales empezaron a fundar asambleas en distintas ciudades del país[25].
Un factor contribuyó poderosamente a la consolidación de los partidos, el religioso. La pugna entre clericales y anticlericales arrastró al campo de los partidos a miles de personas que no eran capaces de comprender ni de interesarse por cuestiones puramente políticas. AJ sentirse afectadas en sus creencias, se movilizaron cívicamente en torno a los partidos.
Los cuatro partidos antedichos dominan la escena política durante todo un siglo, hasta los años 1950. No son simples bandos o facciones como las que hasta entonces, a menudo, habían dividido a la minoría dirigente. Son permanentes. Tienen mayor consistencia institucional: dirigentes y fines estables y una organización, cada vez más sólida y ramificada. Su meta es alcanzar al gobierno para realizar desde allí su ideario.
Desde el primer momento disputan al Presidente sus poderes. En general, su acción se encamina a conseguir el manejo del Congreso y a usar de él para demoler la preeminencia presidencial, tal como se hallaba establecida desde 1830. Un capítulo fundamental de esta pugna es la lucha por arrebatar al Presidente el manejo de las elecciones.
DESLIZAMIENTO HACIA EL GOBIERNO DE PARTIDO
En este sentido el surgimiento y la acción de los partidos revela un vuelco en la actitud de la minoría dirigente frente al gobierno. Ya no se contenta, como dice Edwards, con "reinar sin gobernar"[26]26. No se contenta con sustentar al gobierno, como había aprendido a hacerlo bajo la monarquía ilustrada y había vuelto a hacerlo bajo la República, desde tiempos de Portales. Ahora, organizado en partidos el núcleo rector, pretende ejercer él mismo el gobierno. Esto determina una transformación del régimen de gobierno. Se produce un deslizamiento hacia el gobierno de partido, bajo formas parlamentarias, del que la oligarquía y los partidos son, a la vez, agentes y usufructuarios.
Así lo comprendieron desde muy temprano los contemporáneos. "En el régimen parlamentario y democrático —se lee en Doce de Febrero en 1958— es imposible la existencia de un gobierno que no se apoye en la mayoría de la nación. O gobierna con ella, en cuyo caso debe afiliarse en el partido dominante, bien se llame liberal, conservador o fusionista, o la resiste, en cuyo caso no le queda otro arbitrio que apelar a la fuerza"[27].
De su lado los nacionales, contra quienes iban dirigidas estas líneas, no se andaban con remilgos frente a los fusionistas, esto es, liberales y conservadores. Los tratan de aspirantes a puestos y favores: "Los unos aspiran al destino; los otros, si bien no lo necesitan, porque la fortuna les ha dado los recursos que no saben emplear, anhelan por conservar ascendiente sobre la autoridad (el gobierno) para exigir de ella, les proteja su ambición, otorgándoles tales o cuales privilegios, tales o cuales negociaciones"[28].
Años más tarde, Manuel Antonio Matta contrapone, a su vez, los radicales -el verdadero liberalismo, a quien se trata de vituperar con el epíteto de rojismo- a los otros partidos "monttvaristas y fusionistas, representantes del pasado con sus vicios, sus corruptelas y peligros"[29], que confían sólo en la intervención presidencial en las elecciones.
Esta pugna por el gobierno entre los partidos y el Presidente se prolonga por varias décadas. Sólo se decide por la revolución de 18911 con la victoria de los partidos[30].
PARTIDOS Y GOBIERNO DE PARTIDO
La lucha presenta dos características fundamentales. Por un lado, se trata en el seno de la minoría dirigente, entre fracciones de ella. Por otro, se libra en torno a la trilogía que servía de fundamento al gobierno nacional, que la oligarquía y los partidos tienen que demoler para imponer su predominio.
A esta luz, el deslizamiento hacia el gobierno de partido y su, sobre todo, implantación, a partir de 1891, tiene un sentido muy claro. No es otra cosí que la institucionalización de una oligarquía. Con ello se pone término al gobierno nacional, al modo ilustrado, identificado con los intereses de la patria, que tuvo sus grandes representantes en un Portales y en un Montt. Como dice Edwards: "Los hombres de la escuela de Portales y de Montt eran, sin saberlo, herederos de la tradición monárquica española"[31] o, mejor, indiana, diríamos ahora. La contraposición entre este gobierno nacional y el partidismo no pasó inadvertida en su tiempo. Al respecto, nada tan decidor como el reproche que hizo en 1871 el diputado Vicente Reyes al ministro Eulogio Altamirano en plena Cámara: "Su Señoría no puede hablar sin suponer que los que usamos la palabra venimos animados no por el patriotismo, sino con el único objeto de hacer cargos al gobierno por puro espíritu de partido, por animosidad contra los hombres de gobierno que ocupan puestos públicos en la actualidad"[32].
Los partidos definen sus propias posiciones en función de la trilogía Dios-Patria-Ley del gobierno ilustrado. Pero también aquí hay un vuelco. Ya no se la afirma como algo indiscutido, sino que, por el contrario, se la convierte en objeto de disputa entre ellos. Así en lo religioso, unos combaten por la confesionalidad del Estado y otros por inconfesionalidad. En lo político, mientras unos están por un gobierno en cierto modo nacional, otros están simplemente por un gobierno de partido. Finalmente, en lo económico-social, unos se pronuncian por la regulación impuesta por el gobierno mediante la ley, y otros, por dejarlo todo o casi todo entregado a los propios interesados, mediante el contrato[33].
De este modo, el deslizamiento hacia el gobierno de partido culmina en 1891 en el Estado liberal parlamentario. Allí el gobierno es, en principio, neutral, de suerte que permite el libre juego de las creencias en materia religiosa, de las opiniones en materia política y de las voluntades en materia económico social.
La clave de este gobierno de partidos bajo formas parlamentarias es la distinción entre Jefe de Estado y Jefe de Gobierno. El Presidente queda reducido al papel de Jefe de Estado, casi sin poderes de gobierno. Estos se radican en el gabinete, cuyo jefe, por ende, lo es del gobierno. Para permanecer en funciones, el gabinete necesita contar con el respaldo de los partidos que forman la mayoría en el Parlamento. De esta suerte los jefes partidistas, que componen y descomponen esa mayoría, son los árbitros del gobierno.
LA LEY DE HIERRO DE LA REPRESENTACIÓN ELECTORAL
La lucha por el poder entre la minoría dirigente, articulada en partidos, y el Presidente se libra, en buena medida, en el terreno electoral. Esto confiere a la representación mayoritaria un relieve que hasta entonces, bajo el manejo del gobierno, no había tenido. Después de 1859 ya no hay más enfrentamientos armados ni guerras civiles hasta la de 1891. La pugna política se encauza principalmente por la vía electoral.
Hasta los años 1860 el gobierno no tuvo dificultad en manejar las llamadas elecciones populares. Esto era asunto suyo y así lo reconocían todos. Hasta tal punto que quienes aspiraban a un cargo de elección popular no acudían al electorado en busca de votos, sino al ministro o al Presidente, para que los incluyera en la lista oficial. De esta suerte el Presidente velaba porque la elección de la mayoría recayera sobre la saniorpars.
Todo esto cambió desde que la minoría dirigente se fraccionó en partidos y comenzó a luchar contra la máquina electoral del Presidente. En los comicios parlamentarios de 1858 hubo por primera vez, lucha electoral entre el gobierno y partidos opositores, en este caso, la fusión liberal conservadora. La oposición obtuvo entonces más diputados que nunca: 15 sobre 72. En adelante, el Presidente no pudo ser el gran elector —como lo llama Edwards—, amo y señor de los comicios populares. Debió renovar y perfeccionar la máquina electoral para enfrentar a las modestas máquinas electorales montadas por los partidos opositores.
Pero lo más decisivo fue que debió poner su poder electoral al servicio del o los partidos de gobierno. Es decir, se vio arrastrado a la contienda partidista. Se transformó, en expresión del mismo Edwards, en el gran interventor[34].
Lo que ocurre es que la política misma cambia de signo. Deja de ser asunto de todos, cada uno según sus medios, y se convierte en asunto de partido, reservado a la delgada capa de sus dirigentes. Esta política partidista, de salón y di pasillo, es muy distinta del arte del buen gobierno, abierto a todos, conforme i las aptitudes, intereses y posibilidades de cada uno. Se reduce, por así decirlo, i una lucha por llegar al gobierno y mantenerse en él todo el tiempo posible.
Esta lucha es eminentemente oligárquica. Sólo está al alcance de aquellos a los que se concede el derecho a voto —entre un 5 y un 1% de la población en esta época-. Y aún dentro de esta pequeña minoría, todo está sujeto a la ley de hierro de la representación electoral. Conforme a ella, hay una diferencia insalvable entre electores y elegidos: los elegidos mandan, los electores obedecen. Es cierto que pueden votar, de vez en cuando, pero no lo es menos que deben obedecer en todo momento a los que resulten elegidos.
En otras palabras, la representación mayoritaria se presta naturalmente para ser manejada desde arriba —por el gobierno o por los dirigentes partidistas—, a diferencia de la representación abreviada. Allí, por lo menos, el representante no es un tercero ajeno a sus representados. Es uno más dentro del grupo y está, por ende, ligado a ellos, tanto por una cierta comunidad, como por una cierta dependencia.
El electorado es, en cambio, una muchedumbre de individuos anónimos sin nada o casi nada en común. En lugar de constituir una comunidad de hombres unidos entre sí, por lazos concretos, como la vecindad, la profesión y demás, es una especie de cuerpo artificial y, a menudo, demasiado grande, al que le falta una cabeza. En otras palabras, el electorado no tiene dirección propia. Necesita recibirla de fuera.
Hasta los años 1850 la recibió del Presidente. Con el surgimiento de partidos, apunta una nueva posibilidad distinta a la anterior: que la recibe de ellos. La pugna entre ambos será larga y difícil, pero, como sabemos, los partidos acabarán por arrebatar su poder electoral al Presidente en 1891.
LA LUCHA POR EL ELECTORADO
A fines de los años 1850 el electorado no pasaba de unos 22 mil individuos sobre 1,5 millones de habitantes. Para la mayoría de ellos el voto no significaba gran cosa. Después de todo, su vida no cambia por el hecho de que cada cierto tiempo echen una cédula dentro de una urna electoral.
Por el contrario, para el gobierno y para los partidos, si no el voto, los votos en grandes cifras son algo vital. Les permiten legitimar su posición dominante, dentro de una sociedad de clases que, en principio, es igualitaria. En su seno no se reconoce otra superioridad que la del número, lo cual vale tanto para los votos como para la riqueza.
Aunque en esta sociedad política todos son iguales, no todos mandan. Esto está reservado sólo a unos pocos. Pero esa delgada minoría gobierna en nombre de la mayoría, en virtud de la representación electoral. Gracias a ella se opera una especie de transferencia del poder, de los electores a los elegidos. Por eso, lo que importa es que haya elecciones; no como sean, más o menos falsificadas o fraudulentas.
En esta época, lo mismo bajo el manejo del gobierno que, después, de los partidos, las elecciones serán normalmente una farsa. Naturalmente los perjudicados por el fraude reclamarán contra él, pero no dejaran de practicarlo, a su vez, cuando les favorezca a ellos. En materia de elecciones lo que cuenta es ganar. No importa cómo sea. Ni a qué precio, siempre que haya dinero suficiente. No hay dolo en materia de elecciones, tal parece ser la regla de oro de ellas en el período 1860-1924 y aún después.
LOS UNGIDOS DEL PUEBLO
La explicación de esto no es difícil- Pero rebasa el campo de la política concreta y linda con la mitología política. Dentro de esta sociedad política, cuyos miembros, en principio, son iguales entre sí, el voto y las elecciones no son simplemente un procedimiento para hallar o nominar al titular de un cargo u oficio. Son una manera de conferirle poder. Dentro de esta sociedad política, que no es más que una suma de individuos iguales entre sí, son una forma de perforar esa igualdad sin quebrarla.
En esta sociedad de clases, las dos esferas, pública y privada -del Estado y de los individuos-, se articulan entre sí mediante una visión contractualista de la sociedad y del poder. Es decir, no sólo se supone que la sociedad misma es esa suma de individuos iguales entre sí. Además se supone que ellos mismos la han constituido, mediante un pacto o acuerdo -más o menos como una sociedad anónima—. En consecuencia, se supone, igualmente, que también el poder de sus gobernantes proviene, como la propia sociedad, de los componentes de ella, mediante una delegación, que se renueva periódicamente; a través de elecciones —casi como en una sociedad anónima- el directorio es designado por la asamblea de accionistas.
Por este camino, el voto acaba por adquirir un valor mítico a los ojos de electores y elegidos. En número suficiente, no sólo nomina para un cargo, sino que confiere poder. Las elecciones se convierten así en una especie de rito del poder, por el cual éste, difuso en una muchedumbre anónima, como la luz al comienzo de la creación, se concentra en el elegido. En virtud de ello, el elegido aunque lo fuera por la más remota e ínfima circunscripción, puede hablar y actuar por el pueblo. Se ha convertido en su representarle.
Esta transfiguración tiene para muchos un contenido sacral. En este sentido, se califica a los elegidos, incluso por la prensa, de ungidos del pueblo. Han recibido el óleo sacrosanto del sufragio mayoritario que los coloca por encima de los simples mortales.
LAS ELECCIONES
Se comprende el interés del Presidente y de los jefes partidistas por las elecciones. En ellas está en juego mucho más que los votos. Algo por lo que vale la pena derrochar millones. Algo muy difícil de conquistar y de retener: el poder.
Por eso ponen tanto ardor en la contienda. Lo que se refleja inmediatamente en el valor, incluso venal, del voto, que sube muy por encima del que llegó a tener mientras el Presidente detentó el monopolio del manejo de las elecciones.
Tal es la razón por la cual ni el Presidente ni los jefes partidistas se fijan demasiado en las formas del acto electoral. Les basta con que se celebre regularmente, en las fechas previstas. No les importa cómo, es decir, los medios de que cada uno se valga para tratar de captar la mayoría. Las elecciones populares se convierten así en sinónimo de manejos turbios, violencia y corrupción. En este aspecto las cosas empeoraron desde que se eliminó la intervención presidencial y la contienda se libró sólo entre los partidos, como sucede a partir de 1891.
Todos los manejos y ardides son lícitos, con tal que resulten. Ciertamente hay reclamos. Pero, incluso éstos, forman parte de la dramatización electoral, del mismo modo que las declaraciones de que el acto cívico fue limpio y ordenado y de que en él se respetó la libre expresión de la voluntad del pueblo. Nadie se engaña con tales palabras.
Desgraciadamente no podemos entrar aquí en la novelesca crónica de estas elecciones populares. Allí el elector está expuesto a toda suerte de peripecias, pintorescas si se las mira con humor: retención de calificaciones, suplantación de personas, encerronas; incluso en recintos policiales, para no hablar de palizas y cohecho.
Al comenzar los años 1860 el electorado comprendía en Chile aproximadamente un 1,5% de la población. Había 22.000 electores sobre 1,5 millones de
habitantes. En 1324 los inscritos representaban un 7,7% de la población. Eran 302.000 sobre 3,9 millones de habitantes[35].
En ese mismo período de 64 años (1860-1924) el electorado fue convocado a elecciones casi 30 veces. Dejando de lado las municipales, hubo 22 elecciones parlamentarias (1861, 64, 67, 70, 73, 76, 79, 82, 85, 88 y después de la revolución, 1891, 94, 97, 1900, 03, 06, 09, 12, 15, 18, 21 y 24) y 8 presidenciales (1866, 71, 76, 81, 86, y después de la revolución, 1891, 1896, 1901, 06,10,15 y 20). Las presidenciales eran indirectas. Los votantes sufragaban por electores de presidente, quienes, a la vez, elegían al jefe de Estado.
PODER ELECTORAL DEL PRESIDENTE
La situación inicial, de manejo de la llamada a elecciones populares por el Presidente, ha sido descrita, no sin exageración, por uno de sus críticos, José Victorino Lastarria: "Según el censo electoral de 1862 habían inscritos en los registros de calificación: 1) 5.534 agricultores, de los cuales, alo menos, cuatro quintos son ciudadanos que, por su condición moral y social, están a merced de las influencias de los agentes del gobierno y no conocen la importancia del sufragio...; 2) 3.734 artesanos que están, como los agricultores, enrolados en la Guardia Nacional y, por consiguiente, bajo su dirección, y aún bajo la presión de los agentes del Ejecutivo, siendo, además, efectivo que la mayor parte tiene ideas falsas de la dignidad y de la importancia del sufragio...; 3) 1.850 empleados públicos y 1.100 empleados particulares, cuya mayor parte lo son de las municipalidades, que acostumbran a calificar a sus dependientes y sirvientes como empleados particulares.
"A estos ciudadanos empleados es necesario agregar 337 militares y 55 marinos; y todos ellos juntos forman la base fundamental de la capacidad eleccionaria del gobierno o del círculo que los tiene...; todos estos guarismos dan la enorme suma de 12.620 ciudadanos sufragantes..."[36]36. Sobre un total de calificados ascendente ese año 1862 a 22.261.
Oligarquía y ampliación del electorado.
Ante esta situación, la oligarquía, a través de los partidos, se interesa por montar sus propias máquinas electorales para oponerse a la del gobierno y, sobre todo, por ampliar el electorado, a fin de incluir en él a sus propias clientelas y aminorar así el poder electoral del Presidente.
La Constitución de 1833 establece un sufragio censitario. En 1874 mediante una ley, en apariencia interpretativa, se lo transformó prácticamente en universal para los varones, sin otra exigencia que saber leer y escribir y, en el hecho, al menos firmar.
La Constitución rezaba: "Son ciudadanos activos con derecho a sufragio, los chilenos que habiendo cumplido veinticinco años, si son solteros, y veintiuno, si son casados, tengan alguno de los siguientes requisitos..."; que, en suma, eran una propiedad, capital, renta o remuneración mínima fijada por la ley[37]37. Ese ingreso se había fijado en 200 pesos anuales para Santiago y 150 para provincias, suma notoriamente baja, a fin de facilitar la inscripción de los miembros de las guardias cívicas, en su mayoría artesanos, menestrales, mozos de tiendas y almacén. Así en 1872 el diputado Domingo Arteaga Alemparte podía decir: "En Chile, fuera de los mendigos y los vagos, nadie deja de tener la renta constitucional"[38]. El problema era acreditarla.
En vista de ello, el diputado conservador Zorobabel Rodríguez sugirió: "Teniendo presente que en Chile no hay persona que sepa leer y escribir y que no tenga la renta constitucional que la ley requiere para ser elector, creo que tal vez convendría hacer que se tuviera como presunción de derecho de la renta, el saber leer y escribir"[39]. Esta idea prosperó, y desde la ley de 1874, pudo inscribirse sin limitaciones todo el que supiese leer y escribir[40]40.
Los efectos de dicha ley son muy significativos. Por de pronto, el electorado se dobló en 1876. De 49.047 inscritos en 1873, lo que equivalía a un 2,44% de la población del país, pasó a 106.194, en 1876, es decir, un 5,12% del total de habitantes. Este porcentaje se mantuvo más o menos estable hasta 1891. Entonces había 134.119 inscritos, lo que representaba un 5,15% de la población[41].
Un análisis de los nuevos inscritos en 1876 revela, en primer término, un aumento de los campesinos. De constituir un 33% del electorado pasaron a ser cerca de un 50%. Igualmente, crecen en forma notoria los inscritos, entre la población común de las ciudades y regiones mineras. Es decir, la ampliación del sufragio no se produce principalmente en ciudades y entre la gente más cultivada, sino en los medios rurales, donde los terratenientes dominan sin contrapeso.
No nos encontramos, pues, ante ningún interés popular por la ampliación del sufragio, sino, por el contrario, ante un interés claramente oligárquico.
OLIGARQUÍA Y LIBERTAD ELECTORAL
Así lo confirma, por lo demás, la propia ley, al entregar la organización de los comicios a los mayores contribuyentes del lugar. El gobierno se opuso a esta solución. Según el ministro Eulogio Altamirano ella era: "completamente inaceptable, sobre todo en una República, en una democracia. Este llamamiento ciego hecho, no a los más dignos, sino pura y simplemente a los más ricos, es algo que no se puede conciliar con las ideas modernas, más bien, con el derecho moderno"[42].
De su lado, el diputado Domingo Santa María no se declaró satisfecho con la ley. La consideró simplemente como un avance en la lucha contra la intervención presidencial: "Es una ley de transacción y no de transición, ley arrancada a la omnipotencia del gobierno por el grito general del país, que de arlos atrás conocía que no podía luchar con el gobierno ni confiar su personería a los ciudadanos de su simpatía"[43].
Como observo el diputado Luis Urzúa, la llamada libertad electoral, en nombre de la cual se combatía la intervención presidencial en los comicios, no era más que una máscara, tras la cual se escondía la oligarquía, impaciente por hacerse con el manejo de las llamadas elecciones populares. "El Cabildo y el Congreso -dice en 1878 son fruto de la intervención (presidencial) y para corregir esto se trata de dar el poder electoral a los usufructuarios mismos. Esto sí es oligarquía y de la peor especie"[44].
Esto mismo fue lo que, en definitiva, se impuso en la revolución de 1891. Allí los partidos, junto con derrotar al Presidente Balmaceda, sepultaron para siempre la intervención presidencial. Queda, entonces, claro: "que la libertad electoral sólo significa, en el fondo, cambiar un manejo eleccionario (el del Ejecutivo) por otro (el de los partidos), o sea, de las fracciones oligárquicas"[45]45. Es decir, las elecciones llamadas populares dejaron de ser dirigidas por el poder, para serlo por los poderosos, por las oligarquías partidistas.
"Naturalmente — señala Gonzalo Vial— nadie imaginaba que los electores votaran por quien ellos mismos quisiesen; lo perseguido era trasladar el control de los comicios del Ejecutivo a las colectividades políticas, vale decir, a la clase alta..., no pareció preverse que ese control -sin tener ya como respaldo el prestigio presidencial, ni la burocracia, ni la fuerza pública - requeriría un fraude generalizado y complejo, ante el cual la antigua intervención (presidencial) palidecería..."[46].
CACIQUES ELECTORALES
Las prácticas electorales se reacondicionaron con asombrosa rapidez de acuerdo a la nueva situación. Las municipalidades sustituyeron a los mayores contribuyentes en las inscripciones electorales, la recepción de los sufragios y su recuento. A su vez, los antiguos agentes presidenciales fueron reemplazados por un personaje local, el cacique o agente electoral del partido o del caudillo.
"Los partidos armaron en cada distrito sus respectivas máquinas para manipular los comicios"[47]47. Lo que dio relevancia a los caciques locales y a los núcleos dirigentes de provincia. "Ellos, en globo, capturarían el control electoral del municipio y serían lo que antes era el funcionario gubernativo; con ellos debían tratar y 'llegar a términos', los partidos, la oligarquía. No aspiraban las élites locales, ni les cabía aspirar, al poder supremo, que la clase rectora ya ejercía sobre el país entero. Mas, en su propio nivel, se tornarían indispensables y trocarían los votos, que esa clase necesitaba, por innumerables privilegios y beneficios"[48].
Frente a los electores mismos, el nervio de toda esta red fue el dinero, la compra de votos y el personaje clave, el cacique.
Los caciques eran hombres de vastas conexiones en el medio lugareño, solían ser regidores o alcaldes y su misión era "garantizar a su partido o caudillo una cuota de sufragios. Para ello se contaba con sus amistades, influencias y conocimiento de la región; se contaba, además, con que no vacilaría en usar el cargo municipal y cualquier otra arma -incluso la violencia— si era necesario aderezar favorablemente una elección.
"De este modo, el cacique impedía se inscribieran los enemigos políticos, hacía votar a los muertos; falsificaba escrutinios y se robaba actas y urnas.
'Tero el fraude liso y llano (tuttí) no era bastante. El cacique necesitaba ser localmente un poder; además, debía recompensársele por sus desvelos. Para ese efecto se entró a saco en los cargos municipales y en todo otro puesto público que pudiera completar la máquina; empleados de correo, de juzgados, profesores, carrilanos y personal de estación en las vías férreas, oficiales de registro civil, etc. El cacique era así un constante gestor de beneficios para su localidad o sus cuentes, beneficios, claro, de cargo fiscal o municipal"[49].
COHECHO
En seguida está el cohecho, la compra de votos, uno de los instrumentos más eficaces de la oligarquía para mantener bajo su dominio las llamadas elecciones populares durante el más de medio siglo, desde los años 1890 hasta los 1950, en que las maneja sin contrapeso.
Al principio, el cohecho escandalizó. Ya en 1904 el político Julio Zegers comparaba la intervención electoral del gobierno, como se practicaba hasta 1891, con el mercado de votos implantado por los partidos bajo el nombre de libertad electoral: "La verdadera causa de la diferencia entre los antiguos y los nuevos gobiernos, está en que la intervención oficial, inspirada en elevados propósitos políticos, favorecía la elección de ciudadanos honestos y patriotas; y la elección libre, de nuestros días, maleadas, por el mercado de votos, es inescrupulosa en las designaciones"[50]50.
Luego, el cohecho se institucionalizó. El propio electorado lo exigió. Tal es el caso de muchos que, acostumbrados a recibir una gratificación, protestan cuando no se les da. "Exigieron su pago aún quienes antes -controlados por medios distintos del dinero— votaban *bien* y gratis". Tal es, por ejemplo, el caso de los campesinos. "Se llegó a ver (cuenta Galdames) pueblos enteros apedreando las casas de los caciques de todos colores políticos, cuando un acuerdo entre los partidos imponía 'lista única'...; haciendo innecesario comprar votos"[51].
El costo de los cargos de elección popular se disparó. Según Ramón Subercaseaux, en 1906, por una senaturía podía pagarse de 30 a 300.000 pesos[52]. Por 1910 una diputación cualquiera no podía adquirirse por menos de 50.000. Por el voto se pagaba 15 pesos, pero en una elección reñida, como fue la senatorial por La Ligua, entre José Balmaceda y José Pedro Alessandri, en 1915, su valor sobrepasó los 2.000 pesos. Manuel Rivas Vicuña recuerda que: "el precio mínimo de un voto era 2.000 pesos. Las autoridades dieron garantías y la elección fue correcta [53]. Es decir, la fuerza pública aseguraba la tranquilidad para que el mercado operara normalmente y triunfara el mejor postor.
EL POLÍTICO DE MULTITUDES
Aunque con altibajos la marea del fraude y del cohecho subía de modo incontenible, de una a otra elección. Ya en 1912 se advierte una reacción, contemporánea a la de Sáenz Peña en Argentina. Hombres de diversos partidos promueven una Liga de Acción Cívica que propicia una reforma electoral. Ella fue aprobada en 1914[54]. Sirvió para disminuir los fraudes, pero no el cohecho, que adquirió proporciones colosales.
La aplicación de las reformas mostró que, al menos, parte del electorado, comenzaba a votar según su propio criterio, bueno o malo, pero distinto del pretendido por las máquinas partidistas[55]55. Un primer anuncio de ello fue el rotundo triunfo de la Alianza Liberal en las elecciones parlamentarias de 1918. Le siguió la elección presidencial de 1920, indecisa de entre un político de gabinete al estilo parlamentario, Luis Barros Borgoño, y un político de multitudes, Arturo Alessandri Palma.
A partir de entonces, y por más de tres décadas, desde 1920 hasta 1953, la máquina electoral de los partidos tendrá que renovarse para hacer frente a este nuevo contendor, el caudillo político, con arrastre personal superior a los partidos, representado por Alessandri y por Ibáñez. Pero esa es ya otra época, la de crisis de la oligarquía y del Estado liberal parlamentario.
GOBIERNO DE PARTIDO Y ABSOLUTISMO ILUSTRADO
Antes de concluir, conviene recalcar que esta sociedad de clases y este gobierno de partido tenían raíces ilustradas. En gran medida eran la culminación de una serie de transformaciones que se inician al mediar el siglo XVIII bajo el signo de la Ilustración.
Por eso no es de extrañar que gobierno de partido y absolutismo ilustrado tengan mucho en común. Hasta aquí hemos debido insistir más bien en el contraste entre ambos, a fin de perfilarlos mejor. Pero entre uno y otro hay mucho en común, más de lo que una contraposición demasiado escolar deja ver.
Lo capital es que ambos coinciden en concentrar la actividad política en el gobierno y la minoría dirigente. Dejan al pueblo, por tanto, al margen o relegado a un remoto tercer plano del que, en el mejor de los casos, sale por un instante cuando deposita su sufragio. Pero en el absolutismo ilustrado, es el gobernante quien tiene primacía y la minoría dirigente cumple el papel de soporte de un gobierno nacional. En el gobierno de partido, a la inversa, la minoría dirigente ocupa el lugar central, se sobrepone al gobernante y lo convierte en mero intérprete o instrumento suyo, vale decir, de los partidos y tendencias que operan en su interior. En otras palabras, aquí también el gobierno se ejerce desde arriba, como en el absolutismo ilustrado, pero no por gobernantes con sentido nacional, sino por hombres de partido. La política pasa a ser un asunto de partido. No se concibe otra política que la partidista y ésta, a su vez, se convierte, como en el Chile de comienzos de siglo, en el deporte de la oligarquía.
DERRUMBE DEL GOBIERNO DE PARTIDOS
Esta es una de las claves para comprender el derrumbe del gobierno de partido bajo formas parlamentarias en 1924. El malestar venía de lejos. Sin entraren detalles, hay que señalar que el costo social de ese gobierno de partido era muy alto, demasiado elevado para lo que estaban dispuestos a pagar los más desheredados. Con la crisis de la industria salitrera y luego la Gran Depresión de 1929, se tornó insoportable.
Tras una fachada halagadora en lo económico y en lo político, se escondía una realidad sórdida, más aún, aterradora. Nunca en Chile fue más próspero que entonces, gracias al salitre. Nunca se gozó en Chile de libertades públicas tan amplias. Nunca, en fin, alcanzó la política tanto refinamiento como en esta época, en la que, según hemos visto, constituye un verdadero deporte para la oligarquía. Pero este impecable juego partidista dio mayor importancia a los intereses doctrinarios y electorales de los propios partidos que a los grandes problemas nacionales y, en particular, a la cuestión social. Como ha mostrado recientemente Gonzalo Vial, la miseria de gran parte de la población llegó a extremos pavorosos[56]56. Este abandono sólo comienza a repararse con algunas leyes sociales bajo la presión militaren 1924.
A partir de entonces el Estado comienza a dejar de lado esa neutralidad en materia económico-social, propia del dualismo Estado-sociedad.
CRISIS DE LA SOCIEDAD DE CLASES
Anterior a esta reacción estatal es la de los propios afectados. Ya desde los años 1850 empresarios y operarios, esto es, gente de toda condición, funda sociedades y agrupaciones para promover sus propios intereses. En el seno de ellas renace la representación gremial o abreviada. Así, al tiempo de producirse La crisis de la oligarquía y del Estado liberal parlamentario, había en Chile un pujante movimiento asociativo en todos los sectores de la población, salvo los medios rurales[57].
Como se ve, el desgaste de las oligarquías partidistas no es algo aislado. Forma parte de todo un conjunto de transformaciones históricas que tienen lugar en Europa y en Iberoamérica por los años 1920. Aquí no podemos entrar a analizarlas. Tampoco hace falta. Basta con apuntar que, según todos los indicios, nos hallamos ante el término de un ciclo histórico[58].
La sociedad de clases entra en crisis y con ella el dualismo Estado-sociedad, la representación electoral, el Estado liberal parlamentario y la propia oligarquía.
En una palabra, desde los años 1920 parecen invertirse las tornas. El siglo XIX había sido una época de retroceso de la monarquía y, en general, de las formas de gobierno unipersonal o monocráticas, de individualismo y declinación de la representación gremial y, como contrapartida, de consolidación de la oligarquía, a través de la representación electoral y del gobierno de partido, bajo formas parlamentarias. El siglo XX es, en cambio, una época de renacer de la monocracia y de los cuerpos intermedios y, por tanto, de la representación gremial así como de crisis de la oligarquía, la representación electoral y el gobierno de partidos bajo formas parlamentarias.
Este cambio de signo está preñado de sentido. Es señal de que el intermedio oligárquico, de la sociedad de clases y la representación electoral, llega a su fin y de que se ingresa a una fase ulterior, en la que encontramos una nueva forma de comunidad, no ya política como la antigua, sino consocional, en cuyo seno la representación electoral y representación gremial conviven, se combinan y, tal vez, también, se complementan.
[1] 1 CASSIRER, Ernst, Die Philosophie der Aufklärung, Tubinga* 1932, trad. castellana, Madrid, 1943. HAZARD, Paul, La crise de la concience europiene, 1680-1715. Paris, 1932, trad. castellana (Julian Marias), Madrid, 1946. El raiamo, La pensfc europiene au XVI11 stiele, Paris, 1963, tiad., castellana, Madrid, 1966. KOSELLECK, Reinhardt, Kritik und Krise, Ein Beitrag zur Pathogenese der bürgerliche Welt, Munich, 1959, trad. castellana, Madrid, 1965. VAUAVEC, Fritz, Geschichte der Abenländischen Aufklärung, Viena, 1961, trad. castellana, Madrid, 1964. GAY, nota 26. VENTURI, Franco, Settecento riformatore De Muratori a Beccaria, Turin, 1969, CHAUNU, Pierre, La civüisation de VEurope des Lu-miires, Paris, 1971. PLONGERON, Bernard, Theologie et politique au sicle des Lumiires 1770-1820, Ginebra, 1973.
[2] a BRAVO LIRA, Bernardino, Puebto y representaciön en la Historia de Chile, en Revis-ta Chflena de Derecho 17, Santiago, 1990, pp. 7-20-
[3] 3 Sobre la genesis y sentido de la contraposiciön Estado-sociedad, BRUNNER, Otto, Land und Herrschaft. Viena, 1965, esp., pp. 115 ss., BÖCKENFÖRDE, Ernst-Wolfgang, Lorenz von Stein als Theoretik der Bewegung von Staat und Gessellschaft zum Socialstaat, en BRUNNER, Otto, Festschrift, 1963. El mismo (ed.), Staat und Gesseltschaft, Darmstadt, 1976. ANGERMANN, Erich, Das Auseinandertreten von Staat und Gesseüschaft im Denken des 18, Jahrhundert en Zeitschrift f., Politik 10,1963. RIEDEL, M., Bürgerliche Gesselsschaft und Staat bei Hegel, Ncwicd, 1970. ENGELHARDT, Ulrich y otros (cditoics), Soziale Bcwe gung und politische Verfassung, Stuttgart, 1976.
[4] Codigo Civil, art. 1.
[5] Id., art. 1438.
[6] 6 MOHL, Robert von, Encyklopädie der Staatswissenschaft, Friburgo, Brisgovia, 1872. En Chile, HUNEEUS ZEGERS, Jorge, Discurso sobre la Ley Orgänica de Tribunales, CD 13, agosto, 1974; ahora en El mismo, La Constitution ante el Congreso, 3 vols., Santiago, 1879-80, lp.488.
[7] Cödigo Civil, art. 35. Ver, ültimamente, FUEYO LANERI, Fernando, Instituciones de Derecho CivilModerno, Santiago, 1990.
[8] • Real eedula 31 de mayo de 1789, preämbulo texto en 1.EVAGG1, Abelardo, I* condiciön juridica del esclavo en lä Epoca hispdnica, en Revista de Historia del Derecho, 1; Buenos Aires, 1973.
[9] 9 ASSO Y DHL RIO, Ignacio Jordan de y DE MANUEL RODRIGUEZ, Miguel,//»rf-tuciones de Derecho Real de Castiila, Madrid, 1771, 1,5. ALVAREZ, Jose Maria, Institutionen de Derecho Real de Castiila e Indios, Guatemala, 1818-20,1, 3,1.
[10] Constituciön de 1833,art. 12, nümero 1.
[11] HUNNEUS, La Constitution..., nota 6,1, p. 47.
[12] Stete Partidas, 2, XXI, Prölogo.
[13] HUNEEUS,nota6,l,p.48
[14] Senado, 21 de julio de 1845, en SCL 37, p. 170.
[15] 15 BRAVO LIRA, Bernardino, Metamorfosis de la legalidad. Forma y destino de un ideal dieciochesco, en RDP 31-32, 1982. EI mismo, La codißcaciön en Chile (1811-1907) dentro del marco de la codificaciön europea e hispanoamericana, en REHJ 12,1987-88.
[16] l* Ley sobre organizacion y atribuciones de tribunales, 15 de octubre de 1875. BALLESTEROS, Manuel Egidio, La ley de Organization v atribuciones de los tribunales de Chile, 2 vols., Santiago, 1890.
[17] CD, ll de agosto de 1874.
[18] Constituciön Politica del Estado de Chile, 1823, art. 116, nümero 1.
[19] CD, 3 de septiembre de 1874.
[20] HUNEEUS, nota 6, pp. 357-58
[21] Acta institucional 3, 11 de septiembre de 1976. De ahí pasa a la Constitución Política de la República de Chile (1980), art. 20.
[22] SOTO KLOSS, Eduardo, El recurso de protección. Orígenes, doctrina y jurisprudencia, Santiago, 1982.
[23] BRAVO LIRA, Bernardino, Derechos civiles y derechos políticos en España, Portugal e Hispanoamérica, Perspectiva histórica en RDP 39-40, 1986, ahora en El mismo, Poder y respeto a las personas en Iberoamérica, siglo XVI a XX, Valparaíso, 1989.
[24] HUNEEUS. nota 6. p. 48.
[25] 29 Para esto y lo que sigue, BRAVO LIRA, Bernardino, Orígenes, apogeo y ocaso de los partidos políticos en Chile, ¡857-1973, en Política 7, Santiago, 1985, con bibliografía, ahora en El mismo, De Portales a Pinochet: Gobierno y régimen de gobierno en Chile, Santiago, 1985.
[26] EDWARDS VIVES, Alberto, El gobierno de don Manuel Montt 1851-1861, Santiago, 1932.
[27] Doce de febrero, Santiago, 27 de febrero de 1858,
[28] El Pueblo 3. Valparaíso, 25 de febrero de 1858.
[29] MATTA, Manuel Antonio, El país y los partidos, en La Voz de Chile, Santiago, 2, febrero de 1864.
[30] SALAS EDWARDS, Ricardo, Balmaceda y el parlamentarismo en Chile, 2 vols., Santiago, 1915 y 1925. YRARRAZAVAL, José Miguel, El presidente Balmaceda, 2 vols., Santiago, 1940.
[31] EDWARDS VIVES, Alberto, La fronda aristocrática, Santiago, 1928; numerosas ediciones posteriores, cito, 1936, p. 100.
[32] CD. Legislatura extraordinaria, 1871.
[33] BRAVO LIRA, nota 23.
[34] EDWARDS VIVES, nota 31.
[35] 11 Falta bibliografía- Útil información. HEISE GONZÁLEZ, Julio, El período parlamentario, 1861-1925, vol. 2 (único aparecido), Santiago, 1982. VALENZUELA J., Samuel, Democratización vía reforma la expansión del sufragio en Chile, Buenos Aires, 1985.
[36] CD, 7 de octubre, 1869.
[37] Constitución, nota 10, art. 8.
[38] CD. 18 de junio de 1872.
[39] CD. 16 de junio de 1872. Ver también sesión 10 de junio de 1872.
[40] Ley, 12 de noviembre de 1874.
[41] Valenzuela, nota 35.
[42] CD. 13 de junio de 1872.
[43] SANTA MARÍA, Domingo, Ideas del gobierno político de Chile, en Subscripción de la Academia de Bellas Letras a la estatua de don Andrés Bello, Santiago, 1874, pp. 291 ss.
[44] CD. 23 de julio de 1878.
[45] VIAL CORREA, Gonzalo, Historia de Chile, 1891-1973, 4 vols., publicados, Santiago, 1981-87, l. pág. 86.
[46] Id., p. 556.
[47] Id., p. 586.
[48] Id-, p. 217.
[49] Id., p. 587.
[50] ZEGERS, Julio, ¿De quién es la culpa?, en el Ferrocarril, 14 de diciembre de 1904.
[51] VIAL CORREA, nota 45,1, pp. 588-9.
[52] SUBERCASEAUX, Ramón, Memorias de ochenta años, 2 vols., Santiago, 1936, 2, p.202.
[53] RIVAS VICUÑA, Manuel, Historia política y parlamentaria de Chile, 3 vols., Santiago, 1964,1, p. 579
[54]. Ley N" 2.883, 21 de febrero de 1914.
[55] VIAL CORREA, nota 45. 2, p. 531.
[56] ld.,esp.,l,pp.745u.
[57] Falta un estudio sobre el tema. BRAVO LIRA, Bernardino, El movimiento asociativo en Chile, 1924-1973, en Política, 1, Santiago, 1982. El mismo, Imagen de Chüe en el siglo XX: Cultura, sociedad, instituciones, Santiago, 1988.
[58] BRAVO LIRA, Bernardino, El renacer monocrátlco en Iberoamérica durante el siglo XX. Raíz y razón del presidencialismo, en Revista de Derecho, 184, Concepción, 1986.