Thursday, May 19, 2011

Estado oligárquico y violencia institucional en los albores del siglo XX chileno.


Felipe Delgado Valdivia.


Cuestión social y violencia en Chile.


La sociedad chilena trazada desde la última mitad del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo siguiente es una sociedad atravesada por la conflictividad. La afirmación de Marx en cuanto a que “la violencia es la partera de la Historia”, sería una tesis más que sugerente para aproximarse a las tensiones sociales que tipificaron la problemática de la cuestión social en Chile a comienzos del siglo XX1. James O. Morris ha sido uno de los pocos especialistas que, a partir de la realidad chilena, ha sugerido una definición formal sobre la problemática de la “cuestión social”:


“Las consecuencias sociales, laborales e ideológicas de la industrialización y urbanización nacientes: una forma dependiente del sistema de salarios, la aparición de problemas cada vez más complejos pertinentes a vivienda obrera, atención médica y salubridad; la constitución de organizaciones destinadas a defender los intereses de la nueva “clase trabajadora”; huelgas y demostraciones callejeras, tal vez choques armados entre los trabajadores con la policía o militares, y cierta popularidad de las ideas extremistas, con una consiguiente influencia sobre los dirigentes de los trabajadores”2.


El proceso de modernización que instaló a Chile definitivamente dentro de las coordenadas del capitalismo mundial resonó de modo estridente en la dimensión social de nuestro país3. La alteración tanto de los modos de vida como de las relaciones sociales se verificó en la agudización de las contradicciones sociales que, a escala intraclase, derivaron en un extremado y recurrente ejercicio de la violencia.

La violencia es un fenómeno transversal a la sociedad chilena de comienzos del siglo XX. La protesta popular encarnada en amotinamientos urbanos, huelgas generales, asonadas peonales, boicots y destrucción de maquinaria por parte de los obreros resumen el carácter violento que adquiere la resistencia popular frente al trastoque de las relaciones sociales de producción, resultado de la modernización capitalista que interviene en el ámbito productivo y laboral. Por otro lado, el remanente de fuerza de trabajo que se automargina del proceso de proletarización escoge el bandidaje, el salteo, el robo y el abigeato como vías de escape a este proceso, resultando ser alternativas con un evidente potencial de violencia y transgresión.

En respuesta a la violencia popular, el Estado chileno diseñó estrategias de control social encaminadas a contener toda forma de resistencia y alteración al orden impuesto. A simple vista, el Estado es quién posee las atribuciones necesarias para emprender este desafío.

El Estado chileno de comienzos del siglo XX es una construcción política de las clases dominantes, quiénes logran hacerse del control de éste ejerciendo el monopolio de la violencia, esto con el objetivo de salvaguardar sus intereses económicos4. Por tanto, en virtud de las fracturas sociales que asoman en el período, el Estado oligárquico ejerció un tipo de violencia que, dada su procedencia, alcanzó la categoría de institucionalizada.

La huelga general de 1890, la huelga de la Compañía de Vapores de Valparaíso en 1903, la huelga de la carne en Santiago en 1905, la matanza obrera en la Escuela Santa María de Iquique en 1907, a la que se suman la matanza en la sede de la Federación Obrera de Magallanes, en Punta Arenas en 1920, en la oficina salitrera San Gregorio en 1921 y en la oficina La Coruña en 1925, son evidencias históricas de la lógica causa – efecto que operó dentro de la relación entre las protestas populares y el Estado, sirviendo de trasfondo político para el desarrollo de la violencia social en Chile en los albores del siglo XX.

Las primeras décadas del siglo pasado han sido reconocidas por algunos representantes de la historiografía marxista nacional como los “años sangrientos” o la “época heroica” del movimiento popular chileno, esto por los embates y vapuleos que sufrió a consecuencia de una serie de episodios que sellaron a sangre y fuego su progresiva escalada reivindicatoria.

Entre 1890 y 1910 la protesta popular fue amagada con particular virulencia por la represión estatal, de sobremanera hacia la década de 1910. Las huelgas y protestas urbanas de 1903 y 1905 parecen sintonizar con la progresión lógica de un ciclo represivo aventurado por el Estado chileno y que se ve coronado con los lamentables sucesos acontecidos en la Escuela Santa María de Iquique en 1907.

En esta época queda claramente establecido que el ejercicio de la violencia era el método para imponer las razones de Estado esgrimidas por el proyecto oligárquico. De acuerdo a las reflexiones del historiador alemán Friedrich Meinecke, la fuerza y el ejercicio de la violencia parecieran ser elementos fundantes en la construcción del Estado moderno. Según Meinecke “sin las bárbaras concentraciones de poder, tejidas con terror y crueldad, de déspotas y castas primitivas, no se hubiera llegado, en efecto, a la fundación de Estados”5. Se desprende de las palabras de Meinecke que los medios físicos de que dispone el Estado se tornan necesarios para garantizar su conservación y extinguir cualquier signo atentatorio en contra su existencia6. De acuerdo a esta óptica, el Estado chileno, por lo menos hasta 1930, habría cumplido a cabalidad la evolución clásica con que un cuerpo social y político accede a la categoría de Estado moderno. A fines del siglo XIX y comienzos del próximo, el Estado oligárquico chileno consagró como ideales de su razón de Estado la expansión territorial, administrativa y económica del país; la estabilidad política de la nación lograda gracias a la imposición de un régimen parlamentario; la cohesión social alcanzada mediante el disciplinamiento social y moral de gran parte de la población y, finalmente, el reforzamiento del rol primario exportador de la economía chilena.

El reconocimiento y elogio a aquellos “próceres” que han hecho eco de la razón de Estado impuestas por la nación chilena, nos lleva a mirar, de un lado, el modo “maquiavélico” del accionar del Estado chileno para esta época, el cual ensalza y reconoce la figura de quienes, en honor a la “razón de Estado”, la impusieron de manera unilateral y por la fuerza, apelando a un bien supremo que no era sino la expansión y robustecimiento del Estado – nación en Chile, conminando al sometimiento y acatamiento a todos quiénes encarnaran la figura tanto del enemigo externo como del interno. Desde los héroes de la Guerra del Pacífico hasta el tristemente celebre Julio Silva Renard, general a cargo de sitiar y luego masacrar a los hombres, mujeres y niños apostados en la Escuela Santa María de Iquique en 1907. Todos forman parte de la pléyade de personajes reconocidos por su labor patriótica y servicio al país.

Por otro lado, se debe cautelar que la simple exhortación del carácter marcadamente represivo del Estado chileno no obedecería necesariamente a un examen crítico de la cuestión. La violencia de Estado constituye una respuesta institucional frente al grado creciente de insubordinación social que se verifica en tiempos de la “cuestión social” en Chile; no es solamente una vía de solución parcial o sesgada de parte de las autoridades frente a la problemática aludida. Es más, como método para la razón de Estado, la violencia institucional se instaló con mayor sistematización y efectividad en aquellos puntos del país donde la dinámica productiva y el conflicto capital – trabajo merecen particularmente la atención e interés del poder central por constituirse en regiones pivotes del desarrollo económico del país.

La resolución de conflictos por la vía de la violencia y la represión no era meramente una disposición unilateral del Estado oligárquico chileno ni de sus clases dominantes. Esto último cabe analizarlo en virtud de un Estado que no comprendió y que no disponía de la capacidad reflexiva para interpretar dichos fenómenos, ni mucho menos de los mecanismos institucionales para reaccionar en forma adecuada. Ciertamente ello no fue una actitud inocente de las oligarquías, pero tampoco encarnó una inclinación hacia la maldad. Estaban demasiado ocupadas entre ellas y sus propios intereses, como para preocuparse del resto de la población. Cuando advirtieron que la “paz veneciana”, por ellas consagrada bajo el parlamentarismo, podía fracturarse producto de las tensiones sociales, respondieron con violencia y brutalidad.

La ecuación violencia popular – contraviolencia institucional adquirió particular agresividad durante los años de la “cuestión social”. El grado de intensidad alcanzado por la práctica represiva del Estado se dio en relación proporcional con los niveles de movilización, protesta y transgresión detectados para el bajo pueblo. Esto vendría a explicar la particular virulencia con que operaron los dispositivos de control social a la hora de amagar todas las manifestaciones de resistencia popular. El imaginario de la “cuestión social” en Chile no hubiera adquirido una dimensión global sin comprender la relación casual establecida entre la rebeldía popular y la violencia institucionalizada.

Otro de los factores que sirven para entender el extremismo con que operó la violencia institucional para esta época se encuentra en la ausencia de una legitimidad social y política que pudiera reconocerse en la clase dirigente7. Frente al descrédito y a la percepción de vacuidad con que operaba el régimen parlamentario, la oligarquía chilena trató de imponer sus términos al resto de la población mediante el uso y abuso de la coerción social. Johannes Messner, uno de los tantos estudiosos sobre la problemática de la “cuestión social”, señala que al comprobarse la ausencia de un orden político y jurídico que tienda a resolver los conflictos propios de la “cuestión social”, ésta comienza a ser dominada por intereses de grupo8, que encauzan el proceso hacia un antagonismo de clase. Esta aseveración de Messner retrata fielmente el rol asumido por las clases dominantes en Chile respecto a la “cuestión social” en un primer momento. En nuestro país “la cuestión social no existe; lo que existe es una crisis moral” era el particular diagnóstico hecho por el político radical Enrique Mac – Iver en 1900, para explicar las convulsiones sociales de aquellos años. Esta frase se ha vuelto paradigmática en la historia de Chile y sirve para recrear la mentalidad de una elite que, recién comenzado el siglo XX, reducía la “cuestión social” a un estado de decadencia y relajo que entraba en contradicción con el espíritu industrioso que debía reinar en un momento económico tan crucial para en el país. Amén al bienestar general del país, que en la época no era sino la prosperidad de la oligarquía nacional, el fenómeno de la “cuestión social” se debía perfilar hacia la lógica del disciplinamiento y la moralización de la población9, sin exceptuar, si era necesario, el uso de la coerción social.

Recién pasada la década de 1910 un sector de la elite observó que para resolver los problemas devenidos de la “cuestión social” era necesario formular reformar laborales y legislativas que fueran en ayuda de los sectores populares, antes de esto los problemas se resolvían bajo la lógica del enfrentamiento intraclase.10.


El Estado chileno frente a la transgresión social.


Al verificar la construcción del Estado chileno a lo largo de nuestra historia, adquiere sentido la afirmación de Hannah Arendt en cuanto a que “la violencia es, por naturaleza, instrumental”11. El Estado chileno se ha construido a partir del consenso de que la violencia es un instrumento legítimo para lograr el orden en la nación. Para esto ha dispuesto de la organización de las Fuerzas Armadas como forma para aplacar cualquier forma residual de resistencia al orden establecido. El monopolio de la violencia en el Estado, particularmente ejercido por las Fuerzas Armadas, ha sido un rasgo permanente dentro de la historia institucional de Chile. De acuerdo a esto y a las consideraciones teóricas acerca de la violencia, ésta cohabitaría íntimamente con el poder12, incluso, para muchos autores, sería la más flagrante manifestación de éste”13.

La violencia en términos generales ha sido definida como una modalidad cultural, conformada por conductas destinadas a obtener el control y dominación sobre otras personas. La violencia opera mediante el uso de operaciones que ocasionan daño o perjuicio físico, psicológico o de cualquier otra índole14. Pareciera ser que bajo esta definición se encuentra el leit motiv del Estado oligárquico chileno a comienzos del siglo XX.

Ahora bien, como práctica institucionalizada, la violencia de Estado ha sido profusamente estudiada por la ciencia política y la sociología criminal que la entienden como la organización de las fuerzas represivas en forma sistemática y con patrones iguales de comportamiento bélico y técnico15. Tal empresa no puede ser llevada a cabo más que por el Estado que cuenta con los elementos necesarios para articular la sistematización de todas estas estrategias de compulsión social. Esta empresa deberá tener un efecto psicológico en la sociedad, que es el de infundir respeto a las atribuciones coactivas del Estado, confiriéndole un carácter ejemplificador e implacable en su realización. Los soportes institucionales de que dispone la violencia de Estado, léase fuerzas de orden público y orden jurídico, refuerzan aún más este carácter y lo aproximan a la identificación certera de cada forma de transgresión social. De acuerdo a estos elementos, algunos autores ven en la violencia institucional un mecanismo de “contraviolencia preventiva”16.

Tras el efecto psicológico procurado por la violencia institucional hay también un sentido simbólico o fetichista. Tanto el resultado psicológico como la dimensión simbólica de la violencia se sintetizan en la espectacularidad del escarnio público, a partir del cual se diseñan un conjunto de operaciones que pasan a formar parte de una “ritualidad punitiva”. Esta liturgia del castigo reconoce que “el ritual de la ejecución pública era un elemento concomitante necesario de un sistema de disciplina social donde muchas cosas dependían del teatro”17.

A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX la violencia institucional en Chile fue la herramienta que tuvo el Estado a su disposición para combatir las tensiones sociales y políticas derivadas de la cuestión social. Bajo la lógica de la disuasión, la violencia institucional disolvería cualquier estertor político o social proveniente de aquellos grupos resistentes al orden oligárquico.

Dentro de las estructuras de poder desplegadas por el Estado, la función policial –sea secreta o regular- y los cuerpos militares resultan ser los estamentos encargados de llevar a efecto la llamada violencia institucional que el Estado diseñó para frenar las invectivas sociales desestabilizadoras del statu quo, operando como los mecanismos catalizadores que deben, de una u otra forma, disolver cualquier síntoma de transgresión social.

Con el robustecimiento del Estado chileno durante la década de 1870, las preocupaciones por el control social pasaron a formar parte importante de las prioridades que se asignaba el gobierno. En este sentido, es importante señalar que en 1884 el Estado chileno reforzó su posición a nivel nacional gracias a la ocupación del antiguo Departamento norteño de Tarapacá, como consecuencias de su victoria en la Guerra del Pacífico, lo que obligó a una mayor capacidad de intervención estrechando bastante los márgenes de la violencia popular instituida hasta ese momento18.

En materia jurídica, la dictación del Código Penal en 1874 le confirió una cobertura legal a las estrategias de compulsión social, tratando de revertir las deficiencias y la vaguedad en que operaba la antigua legislación y que obstaculizaba su adecuado funcionamiento19.

Con la aparición de problemas más complejos ligados a la industrialización y a la urbanización naciente, se notó una disminución considerable de los crímenes de sangre y, de manera general, de las agresiones físicas. Los delitos contra la propiedad parecen reemplazar a los crímenes violentos; el robo y la estafa, a las muertes, heridas y golpes; la delincuencia difusa, ocasional pero frecuente del “bajo pueblo” se encuentra sustituida por un espiral delictivo más limitado pero “autoguarnecido”20.

A medida que la sociedad chilena entraba en proceso de definición capitalista, las conductas delictivas se iban “reinventando” en su accionar; el atentado dirigido contra la integridad física de un particular o en contra los bienes que se consideran comunitarios fue siendo sobrepasado por los delitos en contra la propiedad privada, siendo el fiel reflejo de que los códigos de conducta de una sociedad variaban a partir del valor colectivo que se le confería a ciertos elementos. En el caso del delito, y antes de la perpetuación del modo capitalista de producción, el cuerpo era casi el único bien accesible en donde el reflujo criminal y el arsenal punitivo descargaban toda su impetuosidad. Para describir la relación cuerpo – castigo resulta muy elocuente narrar la siguiente escena:


“Era costumbre que el verdugo parodiase este terrible tratamiento; dos de sus ayudantes llevaban a pocos pasos del reo un brasero bien preparado, en el que aquél calentaba unas enormes tenazas y se dirigía a quemar las carnes del condenado; entonces los sacerdotes que componían la comitiva, que eran los regulares de Santo Domingo, lo cubrían con sus capas que quedaban llenas de agujero”21.


Con el advenimiento de la “era del capital”, el delito y las conductas levantiscas son la respuesta espontánea del “bajo pueblo” a una situación ante la cual no han asimilado todavía reaccionar de manera más organizada. Pero una vez afianzada la organización de las formas de resistencia popular y a medida que consolidaban las relaciones sociales de producción, la trasgresión social fue al acecho de toda forma de propiedad privada apreciándola como un medio de vida para subsistir, amenazando así la piedra angular del pensamiento liberal, registrándose un incremento considerable de los delitos como el robo o de aquellos que iban dirigidos en contra la propiedad.

En lo referido a las protestas urbano - industriales, estas también fueron percibidas, por parte del Estado, como un síntoma más de insubordinación social, porque producían la tensión entre el capital y el trabajo, que terminaba en huelgas, boicots y destrucción de los medios de producción.

La criminalidad en el campo, sobrevivió como resabio de patrones conductuales precapitalistas en donde el derecho comunitario y el goce colectivo de los bienes constituían el modus vivendi dentro de su realidad mundo22. El abigeato, por ejemplo, es de vieja formación y refleja, además, cuestiones económicas y sociales, pero básicamente indica una mentalidad de sociedad ganadera con profundas raíces donde se tiende a menospreciar la propiedad privada y se valorizan los bienes comunes. Señala a la vez un tipo de personalidad independiente (o más bien desarraigada), desafiante y aventurera23.

La fórmula que se conjugaba antes de 1880 entre debilidad estatal y relaciones sociales en proceso de definición, configuraba una constelación más que propicia para los arranques de violencia social y delictual24.

Progresivamente, el problema del orden social comenzó a definirse en términos territoriales más restringidos como preocupación de los funcionarios locales más que del poder central de cada departamento. Esto se vio reflejado en la conformación de las policías rurales en 1881.

Las consecuencias económicas del triunfo chileno en la Guerra del Pacífico fueron notables; el país se había transformado en propietario de una de las regiones mineras más ricas del mundo. Entre 1879 y 1889 las exportaciones del salitre aumentaron alrededor de un 70 % convirtiéndose este producto en el eje del desarrollo nacional. Los ingresos fiscales pasaron de $ 15.398.568 a 28.419.417 en 1880, llegando en 1890 a $ 53.202.54825.

El veloz incremento de los ingresos fiscales producto del valor de los impuestos y aranceles aduaneros, creó un cuadro de prosperidad para la nación. Con las ganancias pecuniarias que significaba el salitre, el Estado pudo emprender la construcción de importantes proyectos de obras públicas. La simple enumeración de las obras realizadas, sobretodo durante el gobierno de Balmaceda, ilustra el formidable impulso que los ingresos generados por la minería dieron a la vida económica de nuestro país: tendido de más de mil kilómetros de líneas férreas, preparación de gran cantidad de caminos, construcción de numerosos edificios públicos (Intendencias, hospitales, escuelas, etcétera), tendido de líneas telegráficas y servicios de agua potable, construcción de muelles y otras instalaciones portuarias, etcétera. Un nuevo Ministerio, el de Industria y Obras Públicas, simboliza este afán de progreso y desarrollo económico encarnado en el sector más dinámico y moderno de la oligarquía nacional26.

El fenómeno de la violencia, subsumido bajo los cambios que preludiaron el tránsito de la sociedad chilena por el umbral de la modernidad, se manifestó como el engendro ilegítimo de aquel torrente de progreso sobre el cual se deslizaba el país. La adscripción definitiva al modo de producción capitalista apremió para urdir un nuevo entramado coercitivo concordante con las formas modernas de compulsión laboral.

Durante gran parte del siglo XIX, las opciones disciplinarias se debatieron entre la intimidación y la eficacia productiva, haciendo frecuente en el binomio punición – moralización los devaneos producto de esta tensión.

La instauración de un nuevo modo de producción conspiró para incentivar un proceso de desocupación masiva, malestar y desorden. Quienes estaban acostumbrados a trabajar al ritmo solar y de las estaciones, por más que este modo de trabajo sea duro, se resistían a la disciplina que exige la fábrica y la máquina que, aunque posiblemente no sea más dura, aparece como tal, por desconocida. Todos quienes rehuyen a la proletarización forzosa pasan a engrosar las filas del peonaje itinerante que recorre el país. Bajo la óptica de la opinión pública constituyen una turba de ociosos y vagabundos malavenidos, que si bien no representan un potencial delictivo consumado, lo son en estado germinal.

La proletarización forzosa y la asalarización de la fuerza de trabajo van recreando un contexto en el cual la violencia se deslizará desde el ámbito administrativo al propiamente laboral27. La reconfiguración de la identidad popular en el marco del trabajo urbano factibilizó sus medios de resistencia gracias a un discurso reivindicativo que cooptó las lógicas de su violencia desatada. La inserción del mundo popular a estrategias de integración subordinada le permitió el acceso a ciertas prebendas político-sociales que motivaron su creciente participación en el activismo político28. Este tipo de efervescencia social más domesticada, llevó a las formas de control social a hacer hincapié en el perfil subversivo de quién alentaba a la multitud. Esto queda más que claro al revisar el Artículo 123 del Código Penal, el cual dictamina:


“Los que tocaren o mandasen tocar campanas u otro instrumento cualquiera para excitar al pueblo al alzamiento i los que, con igual fin, dirijiesen discursos a la muchedumbre o le repartieren impresos, si la sublevación llega a consumarse, serán castigados con la pena de reclusión menor o de estrañamiento menor en sus grados medios, a no ser que se merezcan la clasificación de promovedores”29.


El trastoque de las relaciones sociales de producción, el desarraigo a consecuencia de la migración campo – ciudad o el creciente proceso de aglomeración demográfica que se registra en los centros urbanos y mineros a lo largo de Chile, modifican la protesta y la insubordinación social que se venía practicando ya a mediados del siglo XIX. Frente a la pauperización en sus condiciones de vida, el trabajador urbano hace eco de las reivindicaciones expresadas por mancomúnales y otras organizaciones obreras adquiriendo un fuerte contenido político sus peticiones, por las cuales se movilizan a través de huelgas, amotinamientos, boicots en incluso asonadas peonales. Todas estas movilizaciones, en distinto grado, poseen un potencial de violencia que al momento de no ser atendidas sus demandas o al entrar en abierta tensión con los mecanismos de compulsión social y laboral estallan dejando caos y desorden social. Por tanto, la violencia es una práctica política pero en su modo constitutivo, que el Estado debe detectar para prevenir y para darle lógica y sentido a su ordenamiento jurídico30.

Las nuevas condiciones sociales, llevaron a que los comportamientos delictivos suscitados al interior de las sociedades preindustriales –léase vagabundeo o bandidaje- experimentaran un aggioramiento tanto en su tipificación como en su accionar. El vagabundeo, por ejemplo, ya no corresponde a una forma de transgresión tan explícita como sí a una categoría moral y económica que acicatea la no fijación al trabajo para escapar de los circuitos de la proletarización forzosa. Junto con lo anterior, el atentado en contra la persona o los crímenes de sangre, tan habituales y relevantes en épocas precapitalistas, se fueron relativizando conforme a su gravedad31. Tal es el caso del crimen de una tuberculosa mujer en que se señalaba que “el asesinato se perpetró sobre un cadáver [dada la grave enfermedad de la mujer], sin que en esta metáfora haya la menor exageración. Bastaría esta circunstancia para que el reo no fuera tenido por verdadero homicida […]”32. Finalmente estos delitos fueron relevados en favor de atentados contra la propiedad y el estallido de huelgas o motines populares.







 Trabajo preliminar presentado en el marco del proyecto de tesis de magíster “Estado oligárquico, violencia institucional y cuestión social en Chile”, dirigido por el profesor Igor Goicovic.

 Licenciado en Educación en Historia y Ciencias Sociales. Profesor de Estado. Estudiante del Programa de Magíster de Historia, Universidad de Santiago de Chile. Contacto: felipedelgado@vtr.net

1 Siguiendo esta idea matriz de Marx, Lenin sugiere que “el papel de la violencia –decía- se nos muestra singularmente grande en la historia, siempre que sea la expresión bruta y directa de la lucha de clases”. En Georges Sorel. Reflexiones acerca de la violencia. Alianza Editorial, Madrid, España, 1976. (1906), p. 374.

2 James Oliver Morris. Las elites, los intelectuales y el consenso: estudio de la cuestión social y del sistema de relaciones industriales de Chile. Editorial del Pacífico, Santiago, 1967, p. 79.

3 Sobre este tema en particular, prolíficos han sido los estudios que relatan las consecuencias sociales y económicas de la adscripción de Chile a un nuevo modo de producción. Aquellos trabajos que resaltan las implicancias de este proceso en la vida de los sectores populares y obreros pueden ser los de .Mario Garcés Durán. Crisis social y motines populares en el 1900. Ediciones Documenta / ECO – Educación y Comunicaciones, Santiago, 1991, pp. 137 – 231, y de Fernando Ortiz Letelier. El movimiento obrero en Chile. 1891 – 1920. Ediciones Michay S.A, Madrid, 1985. En el campo de las discusiones generadas en torno a la cuestión social, revelador es el trabajo de Sergio Grez. La cuestión social en Chile. Ideas y debates precursores. DIBAM, Santiago, 1995. Para revisar como la problemática de la cuestión social permeó hacia las clases dominantes véase el trabajo de Enrique Fernández. Estado y sociedad en Chile, 1891 – 1931. El Estado excluyente, la lógica estatal oligárquica y la formación de la sociedad. LOM Ediciones, Santiago, 2003. Finalmente el documentado trabajo de Luis Ortega. Chile en ruta al capitalismo: cambio, euforia y depresión 1850-1880. LOM ediciones, Centro de Investigación Diego Barros Arana, Santiago, 2005, nos aproxima a los elementos que contribuyeron a que la economía nacional se insertara al sistema capitalista.

4 Enrique Fernández. Op.cit…, p. 28.

5 En Friedrich Meinecke. La idea de razón de Estado en la Edad Moderna. Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1959. p. 6.

6 Ibíd. P. 15.

7 Véase Mario Garcés Durán. Op.cit..., pp. 141 – 142.

8 Johannes Messner. La Cuestión Social. Ediciones Rialp S.A, Madrid, 1960. p. 22.

9 En este sentido el sistema educativo pasó a formar parte importante de los mecanismos formales de disciplinamiento social. Al respecto véase Loreto Egaña. La educación primario popular en el siglo XIX en Chile. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, LOM ediciones, Santiago, 2000. p. 157.

10 Juan Carlos Yáñez Andrade. Estado, consenso y crisis social. El espacio público en Chile. 1900 – 1920. DIBAM, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Santiago, 2003. pp. 40 – 45.

11 Hannah Arendt. Sobre la violencia. Alianza Editorial, Madrid, 2005 (1969). p. 70.

12 Este vínculo violencia – poder ha sido bautizado por Hannah Arendt con el término alemán Gewalt o “violencia del poder”. En Étienne Balibar. Violencias, identidades y civilidad. Para una cultura política global. Gedisa Editorial, Barcelona, 2005. p. 109.

13 Hannah Arendt. Op.cit., p. 48.

14 Jorge Corsi y Graciela Peyrú (et.al). Violencias Sociales. Ariel, Buenos Aires, 2003. p. 20. Otros confieren una definición más fisiológica a la violencia como Muniz Sodré quién sostiene que ésta es una “composición psicobiológica del ser humano”. En Muniz Sodré. Sociedad, cultura y violencia. Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2001. p. 26.

15 Definición extraída de Julio Barreiro Violencia y política en América Latina. Siglo XXI editores, México, 1971, p. 110.

16 Étienne Balibar. op.cit., p. 112 – 113.

17 Extraído de E. P. Thompson. . Costumbres en común. Editorial Crítica, España, 1995 (1991). p. 63.

18 Julio Pinto Vallejos. Trabajos y rebeldías en la pampa salitrera. El ciclo del salitre y la reconfiguración de las identidades populares. (1850-1900). Editorial Universidad de Santiago, Santiago, 1998, p. 105.

19 Respecto a este tema, véase Benjamín Vicuña Mackenna en Memoria sobre el Sistema Penitenciario en general, y su mejor aplicación en Chile. En Anuarios de la Universidad de Chile, Dirección General de Prisiones Imprenta, Santiago, 1941. pp. 39 – 42.

20 Michel Foucault. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores, México, 1981 (1975). p. 79.

21 Citado por Benjamín Vicuña Mackenna en op.cit..., p. 34.

22 Toda esta cosmovisión económica “protocapitalista” E.P. Thompson la definió como rasgos de una “economía moral”. En E.P. Thompson. Op.cit.,... pp. 294 – 395.

23 Respecto a las condiciones de desarraigo del peonaje rural, es pertinente revisar la obra de Gabriel Salazar. Labradores, Peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX. LOM Ediciones, 3ª edición. Santiago de Chile, 2000, p. 151.

24 Julio Pinto Vallejos. op.cit.,…. p. 92.

25Hernán Ramírez Necochea. Balmaceda y la contrarrevolución de 1891. Editorial Universitaria, Santiago, 1958, p. 16.

26Sergio Grez Toso. De la “regeneración del pueblo” a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890). Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos. Ediciones Red Internacional del Libro, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Santiago, 1997. p. 565.

27 Julio Pinto Vallejos. op.cit,… pp. 148-149

28 Según LeBon (psicólogo francés), la creciente participación de las masas en la vida política, al extenderse el sufragio universal, suponía un peligro para la civilización. En Le Bon G. Psicología de las multitudes, Madrid, 1911, p. 35. Esta cita en Pedro Trinidad Fernández. . La defensa de la sociedad. Cárcel y delincuencia en España (siglos XVIII - XX), Editorial Alianza, Madrid, 1991. p. 264.

29 Código Penal de la República de Chile, 1874, p. 61.

30 Eduardo Grüner. Las formas de las espadas. Miserias de la teoría política de la violencia. Colihue, Buenos Aires, 1997, p. 31.

31 Para este tema véase Marcos Fernández Labbé, “La explicación y sus fantasmas. La representación del delito y la eximición de la responsabilidad penal en el Chile del siglo XIX”, Revista de Historia Social y de las Mentalidades. Nº 4, Universidad de Santiago de Chile, Santiago, 2000, pp. 116 – 117.

32 Solicitud de conmutación de Don José Vicente Labarca por homicidio. En Archivo Nacional de Chile, Ministerio de Justicia, Vol. 437, 12 de noviembre de 1874, doc. 30.