Saturday, April 3, 2010

Anverso y reverso del liberalismo en chile, 1840-1930


EDUARDO CAVIERES*

* Profesor del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Valparaíso y del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile.

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ABSTRACT

This article analyses the character of XIXth c. chilean liberalism. On the one hand, it was successful in placing chilean economy into the world economy of the period and in the modernization of enfraestructure. On the other hand, although there were important improvements related to the institutional framework of economic activities, there were no changes in social structure. In comparative perspective, the author stresses the need to look experiences of the past for better understanding the present.

I. CONTEXTUALIZACIÓN HISTÓRICA Y MARCO CONCEPTUAL.
LAS NECESIDADES DE LA MODERNIZACIÓN Y EL DEBATE IDEOLÓGICO
ENTRE CONSERVADURISMOS Y LOS DIVERSOS GRADOS DE LIBERALISMO

No hay duda alguna en pensar que, tendencialmente, la sociedad chilena (como la gran mayoría de las sociedades latinoamericanas de la época) durante el s. XIX vive un largo pero muy concreto proceso de liberalización de parte importante de sus estructuras tradicionales. Por un problema de conceptos, generalmente se observa la situación solo desde dos perspectivas de análisis: por una parte, desde la historia política, a partir del triunfo del liberalismo como maduración de un proyecto de gobierno desde la década de 1860; por otra, desde la historia económica, en relación con los crecimientos económicos de la mitad del siglo XIX y la sólida inserción, para esas décadas, de la economía chilena en la economía noratlántica. Con mucho menos énfasis se ha visto el problema desde perspectivas más globales, por ej., desde una visión ideológica de la sociedad o, en términos más concretos, en relación con la modernidad de entonces.

En realidad, Estado liberal, liberalismo y liberalización son conceptos relacionados que abarcan una realidad mucho más compleja que la simples miradas política o económica. Ellas forman parte de esa realidad, pero no en términos únicos o aislados. Muy por el contrario, podríamos pensar, hipotéticamente, que la propia independencia del país, dadas las circunstancias de la época y casi dialécticamente, tenía que desembocar en un pensamiento liberal que, a lo largo del siglo, se impusiera no solo sobre sus tradicionales oponentes conservadores, sino fundamentalmente sobre los rasgos tradicionalistas de la misma sociedad. Es en este sentido que el concepto de modernización se nos presenta como un concepto bastante plástico para entender, desde otras perspectivas, el problema del liberalismo desde una mirada lo más global posible.

Un primer problema relativo al tema se refiere, lógicamente, a las actitudes y comportamientos de las elites, y digo elites, para poder observar, desde el centro del poder, a diversos grupos que formando parte del mismo grupo dirigente, se diferencian, precisamente, por sus particulares visiones valóricas sobre la vida, la sociedad y el Estado. Desde este punto de vista, la aristocracia chilena del s. XIX es una y varias aristocracias a la vez. Por una parte, no logra superar sus viejos sentimientos señoriales que, reiteradamente, cada vez que se ha enriquecido por su participación en actividades mercantiles o mineras, le hace volver la vista hacia la tierra y a los valores asociados a ella. Por otra, siempre está abierta a la incorporación de nuevos miembros que le puedan inyectar los medios económicos que le permitan seguir subsistiendo como grupo dirigente. Así, siempre está en una situación mucho más dinámica de lo que se cree; acepta el cambio, siempre y cuando el cambio no perjudique su estabilidad y no derrumbe la construcción institucional que, a pesar de las diferencias e incluso de los momentos de conflictos entre aquellos que se sitúan en el ala liberal del poder y los ubicados en el ala conservadora del mismo, le permite seguir manteniendo un orden bastante específico.

Visualizando el grupo dirigente chileno del s. XIX como un solo grupo social dividido por diferentes percepciones en el plano político, podemos ver, en efecto, una sóla lógica de poder que se viene gestando desde fines del período colonial y que podría sintetizarse en un grupo social que de aristócrata busca transformarse en ciudadano. Obviamente, hay una interesante influencia de la Ilustración y el liberalismo europeo, que en algunos casos individuales no solo es manifiesta, sino que además es efectivamente sentida; pero es obvio, igualmente, que los grados de comprensión y de asumir el tal liberalismo fueron bastante amplios. A esa influencia liberal, se opone la entonces todavía vigente fuerza tradicional del clericalismo conservador, pero ello se podría observar como parte del juego cultural que implica el tener una posición con la cual enfrentarse a los dilemas y realidades sociales. Tal como fuera descrito hace bastante tiempo en un pequeño ensayo, ya clásico, a mediados de siglo, desde lo económico todos eran liberales, o al menos librecambistas1. Y no es de extrañar que, todavía a fines del siglo, por sobre las discusiones ideológicas o doctrinarias, y a pesar de otras circunstancias y de la entrada a la competencia partidista debido a nuevas disgregaciones políticas, seguían aún pesando los intereses económicos que daban, finalmente, consistencia al grupo como clase2.

En general, nuestras miradas actuales sobre el liberalismo del s. XIX recogen su carácter ilustrado en el sentido de observar, en dicho liberalismo, positivos elementos como la modernización del aparato político, la adopción de órdenes constitucionales, la secularización de algunas instituciones de la vida social, los relativos éxitos en el plano económico, etc. Incluso, en más de algún caso, se ha visualizado, en el conjunto de todos estos procesos, valoraciones más superiores y complejas como el haber sido la cuna de la República y de la democracia del s. XX3.

Hoy en día, la ecuación vuelve a repetirse y a reiterarse: democracia liberal y crecimiento económico son los fundamentos de la modernización de la sociedad. Desde esas miradas ilustradas de la sociedad, desde arriba, la ecuación tiene mucho sentido y más de algún fundamento. Desde una mirada crítica a la sociedad, desde abajo, pueden desconocerse porfiadamente avances importantes en la transformación de esa misma sociedad. ¿Alternativa de análisis? Primero, replantear el problema en términos de las circunstancialidades específicas del mismo tiempo en estudio; en segundo lugar, superar la dicotomía entre un proyecto político y un proyecto económico que no se ven traspasados por elementos ideológicos comunes a los sectores dirigentes; en tercer lugar, diferenciar entre una situación de modernización de la sociedad que, en sus resultados, sabemos se caracteriza por ser limitada, insuficiente e incompleta y un espíritu de modernidad que alcanza a los mismos sectores dirigentes, pero que no se proyecta concretamente a los otros sectores de la sociedad, lo cual, lógicamente, explica por qué, a pesar de los cambios, las continuidades históricas aparecen fuertes y decisivas a la hora de los balances de estos procesos.

II. CRECIMIENTO Y FLUCTUACIONES ECONÓMICAS.
LOS FUNDAMENTOS DE LAS POLÍTICAS LIBERALES Y DE LIBERALIZACIÓN.
EL PAPEL DEL ESTADO COMO GARANTE DEL SECTOR PRIVADO
Y COMO INVERSIONISTA EN INFRAESTRUCTURA

A lo largo del s. XIX, y por lo menos hasta las dos primeras décadas del presente, en términos del análisis de la economía nacional, aun cuando se puede hacer una caracterización del período en general, es también posible ubicar algunos subperíodos que, como sucede en toda situación en que se trata de establecer cronologías, requiere de algunos criterios que no siempre logran coincidir totalmente con los desarrollos que se intentan seguir. En el primer caso, lo que podemos observar es el uso de políticas económicas que, a pesar del llamado régimen liberal imperante, tendencialmente marchaban hacia una participación del Estado cada vez más fuerte y decidida tanto en asumir los gastos y costos de la modernización como en regular las actividades privadas e incluso en participar como inversionista en las actividades productivas. Obviamente que, en este sentido, es necesario recalcar que se trata de una tendencia de largo plazo que quizás nunca fue cuestionada ni sentida por la mayoría de los pensadores y hacedores de las políticas liberales, sino que fue el resultado de los propios requerimientos del proceso y, además, aunque muy contradictoriamente, por los propios intereses de los grupos más privilegiados por ese liberalismo y para los cuales el Estado, reconociéndoles su independencia en términos de la obtención de sus utilidades, podía, al mismo tiempo, ser el mejor socio para reducir sus costos de producción y, eventualmente, cargar con las pérdidas de sus ejercicios.

De esta manera se puede observar cómo, desde mediados de siglo, las obras de infraestructura caminera y especialmente las portuarias y el ferrocarril, como principal y más moderno medio de transporte, que podía poner en contacto el valle central del país con dos de los principales puertos exportadores y a través de estos con sus mercados externos, aunque surgieron a partir de la iniciativa privada, terminaron como obras estatales y convirtiéndose en las bases más importantes del continuo y siempre creciente endeudamiento externo del país con la banca londinense. En cambio, llama la atención que los ferrocarriles transversales del norte del país, tendientes a bajar la producción minera desde los faldeos cordilleranos hasta la costa para su embarque a los puertos ingleses, fuesen obra de las propias compañías privadas actuando en dicho sector. Del mismo modo, y como se tratará posteriormente, en especial desde los períodos de crisis económica que siguen a la de los años 1873-1876, cada uno de los diferentes grupos empresariales, que ya comenzaban a adquirir su propia fisonomía, presionan al Estado a objeto de obtener concesiones y beneficios particulares, pero con ello contribuyen a fortalecer al mismo Estado en términos de sus capacidades de regulaciones y decisiones económicas4.

Otra situación importante de observar en esta tendencia tiene que ver con las permanentes discusiones de las políticas tributarias. A lo largo de todo el período en estudio, el crecimiento del gasto fiscal, producto de los requerimientos sociales y materiales de la modernización de la época, produjo lógicamente permanentes déficit en donde ciertos principios liberales se enfatizaron para rechazar, incluso desde perspectivas doctrinarias, impuestos que fuesen a gravar en forma directa las rentas o utilidades de los sectores más beneficiados con el sistema económico entonces vigentes. Y, en este sentido, las discusiones no llevaron a demostrar las oposiciones entre conservadores o liberales propiamenta tales, sino a reforzar los presupuestos a través de los pocos excedentes de los ingresos ordinarios y del aumento de los ingresos extraordinarios por la vía de nuevos empréstitos. Para el liberalismo ilustrado, la expansión del sistema educacional era urgente, pero era el Estado quien debía asumirla. Para los productores, la salud de los trabajadores era un beneficio social que se traducía en potenciales crecimientos de la capacidad productiva, pero igualmente era el Estado quien debía protejerla y, en ambos casos, como en tantos otros, como por ejemplo los relativos a la expansión de la justicia o a la reorganización de la administración civil, era también el Estado quien debía estar a la cabeza de todo, pero con sus propios financiamientos y no con mayores cargas tributarias de las ya existentes5. A consecuencias de todo lo anterior, en pleno auge del liberalismo decimonónico, el aparato estatal comenzó a desarrollarse fuertemente posibilitando cada vez una más sólida presencia social del Fisco, la que terminó de madurar hacia mediados de la década de 1920. Y, además, no podemos olvidarnos de algunas experiencias que ya, desde fines del s. XIX, guiaban al Estado para asumir sus primeros roles como inversionista en sectores productivos propiamente tales.

Intentando periodificar todo este proceso global, un criterio a utilizar puede ser el de la relación crecimiento económico –aranceles aduaneros– política tributaria, relación que genera o refleja todos los otros ámbitos de la política económica en general. Bajo esta perspectiva de análisis podríamos distinguir cuatro momentos: primero, el que llega hasta c. 1860, con un débil pero positivo crecimiento económico, con una política económica pragmática, pero a la vez inconsistente entre un régimen políticamente conservador y una fuerte liberalización arancelaria tendiente a una apropiada inserción en los mercados externos a pesar de las declaraciones de principios de marcado carácter proteccionista. En segundo lugar, el período 1860-1873, de consistente e impactante crecimiento económico y de mayores coincidencias entre el establecimiento de un régimen políticamente liberal y un intenso debate para mantener un sistema económico desregularizado, lo que se manifiesta fundamentalmente en las políticas (o falta de políticas) tributarias.

El tercer período se extiende latamente entre 1873-c.1920, con subperíodos fluctuantes de crecimiento económico y con un extenso y las más de las veces infructuoso debate que se produce, al interior de un marco político crecientemente liberalizado, entre grupos de interés económico que se pronuncian por la defensa de unstatus arancelario liberal o la implantación progresiva de medidas proteccionistas que pudieran permitir el desarrollo de un sector industrial moderno y capaz de competir eficientemente bajo el alero del Estado. El período está cruzado por la economía del salitre, por la Guerra Civil de 1891 y por el surgimiento de los conflictos sociales de comienzos del s. XX. No obstante, ninguno de esos hechos logran cambiar, profundamente, las políticas tributarias existentes: en períodos de fuerte crecimiento económico, como el experimentado en forma inmediata a la Guerra del Pacífico, donde solo con los impuestos provenientes de la exportación del salitre el Estado no requiere de un mayor esfuerzo de los grupos dirigentes del sector privado; en momentos de crisis económica que se visualizan en las constantes fluctuaciones de los mercados externos, especialmente a partir de 1910, el Estado no está en condiciones de imponer nuevos gravámenes a esos mismos sectores. Sin embargo, las mayores complejidades de la economía y las propias debilidades que el sistema comenzaba a evidenciar, llevaban al Estado a una adecuación del liberalismo en vigencia. Finalmente, el cuarto período, 1920-1930, observa el comienzo de las regulaciones estatales, la creación del Banco Central, la adopción de medidas proteccionistas y el replanteamiento de los sistemas de tributación interna.

No hay grandes dudas en concluir que, el mayor auge del liberalismo, para todo el período analizado, se produjo en la década de 1860 y comienzos de la década siguiente, coincidiendo con un período muy especial de crecimiento económico y bastante bien ajustado entre la expansión del sistema productivo, particularmente en el sector minero cuprífero, y la propia del comercio exterior. Los índices económicos se trasladaron a categorías cualitativas en torno al funcionamiento de las instituciones y, a su vez, ellas se tradujeron en un discurso oficial y en gran parte de identificación nacional basadas en las fuerzas y potencialidades de la República, en ser los ingleses del Pacífico, en el comienzo del refinamiento y de la europeización de los grupos dirigentes, etc. No obstante, esa adecuada y por entonces exitosa inserción de la economía chilena en los mercados externos, restó proyecciones a las capacidades empresariales de la clase alta chilena, debilidad que en las primeras décadas del s. XX se endosaba a los sectores medios y populares del país.

En este sentido es que es necesario observar las relaciones entre crecimiento económico y régimen político liberal en una dimensión más amplia. Por una parte, desde las perspectivas institucionales en que se van construyendo las decisiones y opciones económicas propiamente tales; por otra, desde los significados y significaciones contemporáneas de los conceptos de políticas liberales y de liberalización de la sociedad, conceptos que no siempre son coincidentes, especialmente considerando los términos de una modernización siempre inconclusa.

III. CRECIMIENTO Y MODERNIZACIÓN ECONÓMICA. LA ADECUACIÓN DE
LOS MARCOS INSTITUCIONALES Y EL CÓDIGO DE COMERCIO DE 1865

El análisis de los marcos institucionales aparece hoy como fundamental para entender y explicar determinadas decisiones económicas, los grados de éxito alcanzados en la actividad y los comportamientos y actitudes sociales a que ello da lugar. Estos marcos no solo tienen que ver con inhibiciones o incentivos hacia la actividad privada, o con la dinámica de las inversiones e innovaciones productivas o mercantiles, sino también con una especie de estado de ánimo con que los sectores dirigentes de una sociedad observan sus posibilidades y limitaciones de crecimiento6.

Durante la primera mitad del siglo XIX, a pesar de la mantención de una institucionalidad económica lenta y limitada que, en sus lineamientos generales seguía representando parte importante de la vida económica colonial, pero, al mismo tiempo, en relación con los notorios avances alcanzados por la economía chilena tanto en sus esferas públicas como privadas, se manifestó una evidente aceleración de las posibilidades de crecimiento económico. En sus marcos jurídicos, la Ordenanza de Bilbao, sancionada en 1737 y recién introducida al país junto con la creación del Consulado de Santiago en 1795, a pesar de haber sustituido en la práctica a la Recopilación de Indias y haber producido reconocidos beneficios en su momento, junto con las primeras décadas de vida independiente, probó rápidamente ser ineficiente para las nuevas exigencias de una economía que rápidamente comenzaba a dinamizarse.

Por otra parte, para estos nuevos tiempos, se requería igualmente de una modernización en cuanto a instrumentos e instituciones económicas existentes. De partida, problema crecientemente fundamental fue la permanente falta de numerario de baja denominación causada en parte importante por la constante exportación de metal precioso. En la medida que los mercados internos y externos se ampliaron, fueron los comerciantes o algunas de las casas de comercio de mayor prestigio quienes debieron crear sus propias unidades divisorias para desarrollar sus actividades, pero también el Gobierno permitió la circulación de un tipo de moneda informal utilizada en pagos de cierta envergadura por Casas de Comisión de renombre que operaban tanto en los negocios de consignación como en el ámbito financiero. Por ej., la Casa de Walker Hermanos, establecida en la localidad minera de Freirina, en el norte del país, en la década de 1830 emitía papel moneda de diferentes valores y sin garantía de ninguna clase. De hecho, la primera ley monetaria republicana fue aprobada por el gobierno en 1832, pero solo para establecer las nuevas condiciones bajo las cuales se debería comprar el metal precioso para la acuñación de monedas. De allí en adelante, una serie de otras leyes promulgadas en 1836, 1838, 1839, 1843, 1851 y 1860 se orientaron a superar problemas puntuales referidos a cuestiones de peso, contenido de fino, nominaciones, relación legal oro-plata, etc.

Obviamente, los problemas de la moneda se vieron acompañados con la lenta generalización de otras formas de pago y de crédito como la letra de cambio, el pagaré o las garantías de crédito minero. No es que algunos de estos instrumentos no se conocieran en su uso. Por el contrario, el mismo Gobierno acostumbraba utilizarlos, ya que, para servir sus deudas o para recibir parte de sus ingresos internos, prefería letras de cambio documentadas por firmas extranjeras que operaban en el país como las de Huth Gruning & Co., Alsop & Co., Waddington Templeman & Co., Gibbs Crawley & Co. y algunas otras. Por otra parte, los bonos públicos emitidos por el Gobierno para hacer frente a la deuda interna fueron utilizados, a su vez, por los comerciantes como medios de pago o transferencia de fondos. El problema central de todas estas operaciones es que el sistema actuaba más bien de hecho que jurídicamente, y por ello, a pesar de los frecuentes problemas a que debía hacer frente en lo cotidiano de la vida económica, subsistía y crecía en medio de serios conflictos con las disposiciones de la Ordenanza de Bilbao o por la ausencia de una legislación pertinente.

Así, la paulatina liberalización del régimen económico que extinguía el sistema colonial, producía una buena cantidad de confusiones y debates, pero las respuestas jurídicas consistían mucho más en la entrega de soluciones parciales, y a veces hasta temerosas, que en una política tendiente a lograr una adecuación global a los nuevos requerimientos surgidos con la expansión productiva y mercantil de la época. Con todo, el crecimiento del comercio fue en sí mismo el más poderoso argumento para intentar una transformación más profunda del marco legal e institucional existente, tarea poco simple debido a las diferentes posiciones existentes. A la generalización en el uso de instrumentos como los anteriormente señalados, se dieron también los esfuerzos para ir generando las instituciones adecuadas que pudiesen guiar las transacciones de dichos valores. Ya en 1824, la autoridad trató de crear una Bolsa Mercantil en Santiago que actuara como liquidadora de valores en transacciones comerciales. Por su parte, las casas de Ossa y Cía. y la de Bezanilla McClure y Cía. llegaron a ser verdaderas instituciones bancarias sin conseguir su legalización como tales, y no debe olvidarse la frustrada experiencia del Banco de Arcos en 1849. A falta de la institucionalización respectiva, lo que más se acercó a una institución bancaria propiamente tal fue el llamado Banco de Depósitos y Descuentos de Valparaíso, el que, para poder funcionar, en 1855 debió conseguir del Congreso una ley especial mediante la cual se le concedían ciertos privilegios para facilitar el cobro de deudas y el descuento de letras de cambio. No obstante, por entonces, el crecimiento económico desbordaba las limitaciones del orden jurídico existente y ello hacían cada vez más urgente y ostensible la modernización del correspondiente marco institucional sobre la materia. Así, los años 1850 vieron la promulgación de la Ley de Sociedades Anónimas en 1854 y de la importante Ley de Bancos en 1860. Además, en septiembre de 1852, el Congreso autorizó al Presidente de la República para el estudio de una reforma profunda a toda la legislación económica existente y a su nueva codificación, lo cual vino a concretarse solo el 25 de noviembre de 1865 con la promulgación del Código Comercial, que vino definitivamente a reemplazar a la anteriormente mencionada Ordenanza de Bilbao7.

El 5 de octubre de 1865 el Presidente de la República envió al Congreso Nacional el Mensaje con el cual acompañaba el Proyecto de Código de Comercio. En sus consideraciones generales señalaba que la codificación de las leyes correspondía a una necesidad sentida por todos, reconocida por los hombres de ciencia y debidamente estimada por los sucesivos gobiernos republicanos, y que, por entonces, la legislación mercantil se manifestaba como imperiosa y apremiante para poder ubicar al país en contacto con las diversas naciones que deseaban buscar los beneficios del cambio de los respectivos productos. Recordaba que la legislación mercantil vigente se reducía a disposiciones dispersas provenientes de diversos cuerpos legales de la antigua metrópoli y que esas leyes, además de confundirse con otras de carácter civil, estaban

muy lejos de armonizar con los principios que ha proclamado la República en su gloriosa emancipación, de satisfacer las nuevas y crecientes necesidades de nuestra vida social, y mucho menos de favorecer los intereses que debíamos promover, para ocupar un puesto honroso entre las naciones civilizadas8.

Haciendo una breve historia de los principales cuerpos legales bajo los cuales se había desarrollado la actividad económica colonial y de las primeras décadas de vida independiente, la autoridad se refería a la legislación indiana, considerando que no podía satisfacer las legítimas aspiraciones del comercio, siempre ávido de libertad y franquicias; a la recopilación castellana y otros códigos españoles, como insuficientes para satisfacer las necesidades creadas por el tiempo y la civilización progresiva de los pueblos. Con respecto al Reglamento de Libre Comercio de 1778, al no suprimir las trabas que impedían el libre movimiento de la industria comercial ni introducir los principios a que debían ajustarse las contrataciones terrestres y marítimas, se concluía que no había aliviado la afligente situación del comercio, ni realizado mejora alguna en la legislación mercantil propiamente dicha. Finalmente, evaluando la Ordenanza de Bilbao, todavía vigente en ese momento, se reconocía que había sido considerada como el más favorable presagio de una era de ventura para el interés del comercio colonial dando sólidas garantías a la buena fe y al crédito, obligando a los comerciantes a llevar una contabilidad regular, sirviendo de norma a los tribunales consulares y llevando al país a no poder negar el merecido aplauso a su liberación del caos de la recopilación indiana. No obstante estos logros, el tiempo transcurrido desde la revolución de independencia había despertado en todos el legítimo deseo de una legislación más amplia y comprensiva:

Las luces que proporciona la libertad de examen descubrieron en la Ordenanza defectos que antes no se habían notado en ella, merced al favor con que había sido aceptada, y el estudio comparativo e imparcial de sus disposiciones con las que contienen los códigos de comercio que han visto la luz pública en el primer tercio de este siglo, vino a comprobar la efectividad de esa idea y a legitimar la tendencia del comercio hacia la codificación de nuestra legislación mercantil9.

En la línea de rescatar antecedentes importantes que fueron conformando el proceso a través del cual la economía del país se fue orientando hacia el liberalismo, el Mensaje enfatizaba que se debía un eterno recuerdo de gratitud al patriotismo de los prohombres de la revolución que el 21 de febrero de 1811 habían permitido el comercio con naciones amigas o neutrales y que en 1813 promulgaron el reglamento de apertura y fomento del comercio y navegación, ambas situaciones sobre la doble base de la libertad y la reciprocidad. Se agregaba que para llegar al momento de una codificación moderna y definitiva, había sido menester superar diversas etapas y condiciones: llegar a gozar plenamente de los beneficios de la paz, completar la organización política, situar a la República en la vía del progreso intelectual, dotarla de las instituciones que favorecen y estimulan dicho progreso, acumular los conocimientos indispensables para realizar la gran obra del progreso con debido acierto. La reunión de dichas condiciones no podía esperarse, "sino de la lenta y poderosa acción del tiempo y de la gradual difusión de las luces"10.

En el análisis de las condiciones enumeradas en el párrafo anterior, es posible observar, más que una actitud doctrinaria definida por el liberalismo económico y sus reales significaciones, una visión altamente ilustrada de la sociedad que concebía al liberalismo a través de un concepto culturalmente mucho más amplio que el de sus contenidos puramente técnicos. No hay que olvidar que Jean Courceille-Seneuil, el economista liberal francés contratado por el Gobierno de Manuel Montt, recién estimulaba al estudio y al análisis económico propiamente tal y que, precisamente, el Código estaba creando el escenario institucional correspondiente para asumir dicho liberalismo. En todo caso, queda claro que no solo para el Presidente de la República y sus colaboradores, sino también para un sector importante de la clase dirigente de la época, las actividades económicas habían superado los espacios jurídicos existentes y que el progreso a que ellas daban lugar era parte de una obra de mucha mayor envergadura: la difusión de las luces. Quizás a partir de esta situación es que se puede entender parte de las contradicciones y de los anversos y reversos del liberalismo del siglo XIX: por una parte, la pragmática conducción de la realidad económica propiamente tal; por otra, una confianza en la historia y en el progreso que con sus propios juegos estaban llamados a corregir los errores que se podían ir cometiendo. De ello daba cuenta el último párrafo del mismo Mensaje:

Al presentaros, de acuerdo con el Consejo de Estado, el adjunto proyecto, estoy muy lejos de suponer que él sea una obra perfecta en todo sentido, porque sé que nada sale de las manos del hombre que merezca semejante epíteto; pero me asiste la más íntima confianza de que él mejora considerablemente la condición de nuestras instituciones comerciales y las coloca en la vía del progreso. La experiencia y el aumento gradual de nuestras luces nos descubrirán los errores que él contenga y los vacíos que deje; y conociéndolos, será fácil corregir los unos y los otros sin correr los peligros que traen consigo las transiciones irreflexivas y violentas de una legislación a otra11.

También en dichas palabras es posible entender algunas de las ideas principales que se contemplaron para enunciar las disposiciones generales del Código y que dominaban todas las materias del cuerpo legal. En primer lugar, los límites del imperio de la legislación y de la aplicación de la ley común y de la costumbre en los casos no específicamente determinados, costumbre que para ser acreditada debía cumplir con una serie de requisitos y ser presentada en juicio a objeto de remover sus inconvenientes de incertidumbre y vacilación. Ello permitiría "mirar sin recelo la libertad en que queda el comercio para introducir nuevos usos dentro del círculo de lo honesto y lo lícito". En segundo lugar, los actos del comercio tratados en la forma más amplia y segura de la jurisdicción mercantil, pero sin caer en la crítica dirigida a los códigos que reservan la noción de esos actos a las leyes que reglamentan la competencia de los juzgados de comercio. En este caso, el proyecto del nuevo Código, "ha huido del peligro de las definiciones puramente teóricas, y en vez de definir los actos de comercio, los ha descrito prácticamente, enumerándolos con el debido orden, precisión y claridad". Esta última cuestión aparecía claramente traducida en los Arts. 4 y 6 del cuerpo legal al señalar que las costumbres mercantiles suplen el silencio de la ley y servirán de regla para determinar el sentido de las palabras y frases técnicas del comercio y para interpretar los actos o convenciones mercantiles12.

El Código estaba compuesto por las Consideraciones generales, cuatro libros y un título final. El Libro I, subdividido en cuatro títulos, se refería a la calificación de los comerciantes y del Registro de comercio, a las obligaciones de los comerciantes, a los corredores y a los martilleros. Precisaba que "son comerciantes los que, teniendo capacidad para contratar, hacen del comercio su profesión habitual" (Art. 7) y clarificaba la situación de los hijos de familia y de las mujeres en sus diferentes condiciones civiles y en sus grados de capacidad en el comercio (Arts. 11 y 14). Acorde con los nuevos tiempos de la vida económica, se dio también importancia a los corredores de comercio. Dado el fuerte desarrollo mercantil y la importancia de estos agentes auxiliares en cuanto a facilitar y acelerar las transacciones del sector, la Ordenanza contenía muchos y muy importantes preceptos acerca de su ejercicio, preceptos desarrollados con la máxima amplitud para que en la práctica los corredores se pudiesen desenvolver plenamente13.

El Libro II, con 17 títulos, estaba dedicado a los contratos y obligaciones mercantiles en general. El primero de sus títulos, trataba en especial la prescripción del Código Civil en aquellas materias relativas a obligaciones y contratos en general aplicables a negocios mercantiles (Art. 96). El Tit. VI se ocupaba con cierta prolijidad de una actividad considerada básica para el desarrollo de las actividades económicas: la comisión, considerada como una de las creaciones más útiles de los tiempos modernos.

Ella permite al comerciante realizar las más vastas especulaciones con celeridad y economía, sin separarse de su domicilio mercantil, ni abandonar la dirección personal de sus negociaciones; pone en comunicación a los comerciantes de las diversas naciones del globo, y estrecha sus relaciones de interés con el vínculo de los servicios recíprocos; asegura el acierto en las operaciones más riesgosas, aprovechando el conocimiento que tiene el corresponsal de las costumbres y necesidades de cada localidad; facilita el oportuno empleo del crédito en el extranjero, mediante el envío de mercaderías que lo garantizan; y por decirlo todo de una vez, la comisión subroga ventajosamente y bajo todos respectos las dispendiosas factorías que creaba el comercio para mantener el tráfico con los países lejanos14.

La importancia dada a los negocios de comisiones se puede valorar en dos dimensiones. Por una parte, desde la experiencia factual del desarrollo de la economía chilena postindependencia y de su apertura hacia los mercados externos, evidentemente que la mayor influencia en la modernización del sector provino desde el funcionamiento de las casas de comisión o de consignación inglesas, quienes jugaron un rol apreciable en la dinamización y expansión del sector importador-exportador del país. Posteriormente, las principales casas de comercio chileno que surgieron en ese proceso de expansión de la economía, siguieron el mismo modelo de negocios y reprodujeron el sistema hacia los mercados internos. Por otra parte, en el funcionamiento de estas casas de comisión, se visualizaban los logros alcanzados por las economías más pujantes de la época, las bondades del libre comercio entre las diversas naciones del globo y la superación de las limitaciones propias de un estado económico de factoría. El desarrollo de las especulaciones financieras, el movimiento de mercaderías a gran escala, el manejo de los riesgos, la regularización de los accesos al crédito, etc., se contaban entre algunos de los principales beneficios aportados por el desarrollo de las actividades de comisión. En las amplias actividades de las casas de comisión se materializaba la modernidad del liberalismo. Junto a las casas y negocios de comisión, el Código mostró también especial consideración respecto a las compañías comerciales. Debe recordarse que solo en noviembre de 1854 se había promulgado la Ley de Sociedades Anónimas, dando vida legal en el país a la institución económica más capacitada para la expansión financiera. Ello dice relación con el hecho que, a partir de esos años, el sector mercantil, hasta entonces el más dinámico de la economía chilena, comenzó a ceder paso al sector financiero que se fue organizando rápidamente. Salvo pequeñas supresiones que no afectaban el carácter del texto, algunos agregados para perfeccionarlo y ciertas modificaciones en la redacción, la Ley de 1854 fue incorporada plenamente al Código, aduciendo que la conveniencia de esta "tiene a su favor la práctica de algunos años, y se ha creído prudente mantener su letra y espíritu en toda su integridad"15. Específicamente, el Art. 424 definía la sociedad anónima como la persona jurídica formada por la reunión de un fondo común suministrado por accionistas responsables hasta el monto de sus respectivos aportes, administrada por mandatarios revocables, y conocida por la designación del objeto de la empresa. El Art. 468 prohibía a las compañías anónimas extranjeras establecer agentes en Chile sin la autorización del Presidente de la República, y los Arts. 427, 433 y 436 entregaban al mismo Presidente de la República diversas funciones de control sobre dichas sociedades.

Además de las sociedades anónimas, el Tit. VII reconocía la existencia legal de las sociedades colectivas y en comandita, subdividía a estas últimas en simples y por acciones, daba valor jurídico a otro tipo de compañías conocidas como sociedades accidentales y aunaba las normas vigentes para la creación de cada uno de estos tipos de compañías en cuanto a su constitución bajo escritura social como también en aquellos aspectos relativos a razón social, partición de ganancias, administración, prohibiciones, nulidades y disolución.

Los restantes títulos del libro trataban sobre seguros, contratos en cuenta corriente, de los diversos instrumentos de crédito como la letra de cambio, libranzas, pagarés, vales, cartas de crédito, etc., y también sobre el prestamo, los depósitos, el contrato de prenda y la fianza.

El Libro III, formado por 8 títulos, estaba dedicado al comercio marítimo y, por tanto, definía lo que debía entenderse por naves mercantes y propietarios y regulaba contratos, fletamentos, riesgos y daños en el transporte, prestamos, seguros y prescripciones. El Libro IV, sin títulos intermedios, trataba de las quiebras, y finalmente el Artículo final determinaba que,

El presente Código comenzará a regir desde el 1 de enero de 1867 y en esa fecha quedarán derogados, aun en la parte que no fueran contrarios a él, las leyes preexistentes sobre todas las materias que en él se tratan, en cuanto quedan afectos los asuntos mercantiles16.

Como se ha señalado, el Proyecto fue enviado al Congreso Nacional con fecha 5 de octubre de 1865. A la semana siguiente, con fecha 12 de octubre, Federico Errázuriz, entonces Ministro de Justicia, propuso a la Cámara de Diputados que el Proyecto quedase en tabla para la sesión siguiente sin seguir los trámites ordinarios ni pasar a comisión como el común de la legislación en estudio. La moción fue aprobada sin discusión, ya que las mayores inquietudes estaban centradas en otro Proyecto presentado en la misma ocasión para validar una ley de julio de 1860 con la cual se podía autorizar la acuñación de monedas de plata, de carácter divisional, hasta la cantidad de 1 millón de pesos. En un escueto Mensaje se señalaba que ello era imprescindible dado que,

Los embarazos que el bloqueo impone a la libre exportación de nuestros productos harán que no podamos pagar una gran parte de las importaciones sino con pastas preciosas. Mas como esas dificultades encarecerán al mismo tiempo la producción de las pastas, aumentando por consiguiente su precio, será imposible a la Casa de Moneda proporcionarse las primeras materias necesarias a sus labores.

Agréguese a esto que costando más la barra de plata que la moneda, los exportadores preferirán llevar al extranjero esta última mercancía, dejando al país desprovisto del circulante menudo necesario para los cambios17.

Obviamente, el bloqueo estaba referido al conflicto con España, situación que en esos momentos no podía visualizarse claramente respecto a sus efectos y duración, pero que sí se consideraba como un factor seriamente distorsionante al crecimiento económico que el país experimentaba. De esta manera, pensando en el corto tiempo, puede ser comprensible que en esas sesiones este tipo de discusión tuviese más relevancia que el Código de Comercio que, de cualquier manera, tendría mucha mayor proyección en el ordenamiento institucional de la economía nacional. Así, en las sesiones siguientes, el problema de la acuñación ocupó el centro del debate parlamentario, pero respecto a la insistencia del Ministro de Hacienda para que el proyecto se aprobara sin segunda discusión, no faltó el parlamentario que levantó fuertemente su voz para señalar el peligro que significaba la aprobación de proyectos sin discusión y sin seguir los trámites regulares del Reglamento. Se preguntaba: ¿Adónde iríamos a parar, señor Presidente, si semejante práctica se estableciera en la Cámara?18.

De hecho, y casi curiosamente, ese fue también el único argumento que dilató en un par de sesiones la aprobación de la ley mediante la cual se ponía en vigencia el Código de Comercio. La ley propiamente tal constaba de un artículo único: "Se aprueba el presente Código de Comercio, que comenzará a regir desde el 1º de enero de 1867", a lo cual se agregaba un par de instrucciones sobre la edición correcta y auténtica del nuevo cuerpo legal. Uno de los diputados sostenía que el aprobar un proyecto sin que la mayoría de la Cámara lo conociera, tendía a debilitar el respeto que deben tener todos los actos del cuerpo legislativo y hacer creer al público que la Cámara actuaba a la ligera en materias tan importantes. En consecuencia, según su parecer, era necesario que se diera el tiempo necesario para su estudio previo a la aprobación. En el contexto de las situaciones que sucedían argumentaba que:

El inconveniente de esta postergación sería el demorar por mucho tiempo la vigencia del Código de Comercio; pero creo que, atendidas las circunstancias actuales del país, el inconveniente es muy pasajero. Estamos en circunstancias excepcionales en que el comercio como todas las cosas van a sufrir perturbaciones.¡Cuándo cesará este estado de cosas! Es imposible saberlo. Puede ser largo, puede abrazar parte del año 66, y cuando empiece a restablecerse el país de una situación semejante, ¿es conveniente que vayamos a introducir ciertas reformas? No, señor. ¿No comprende la Cámara que nuestro Código pudiera reagravar la perturbación? ¿No valdría más dejar que el tiempo se asiente y que pase esa época de crisis?

Más adelante agregaba:

Según he oído a ciertos comerciantes, hay en el nuevo Código ciertos puntos capitales que no son los más convenientes, como, por ejemplo, los que se refieren a los arreglos en materias de quiebra. Y si hay puntos capitales defectuosos, ¿por qué no habremos de proceder a considerarlos?19.

La respuesta del Ministro de Justicia llama igualmente la atención. En primer lugar, porque señalaba muy enfáticamente que el Código de Comercio estaba lejos de tener la importancia del Código Civil aprobado por el Congreso en 1855 con disposiciones e innovaciones más sustanciales. El Código Civil es base de la legislación, mientras que el de Comercio es solo un ramo de ella. En segundo lugar, advertía que, en esa ocasión, el Código Civil se había presentado en una sesión y se había aprobado en la subsiguiente. Por otra parte, insistiendo en una rápida aprobación del Proyecto, desestimaba los problemas existentes en ese momento ya que,

Por el contrario, creo que sería ventajoso que, pasada la crisis, cuando los negocios tomen su marcha regular, principiase a regir una nueva legislación. Este es el tiempo llamado para sacar provecho de la situación en que se ha encontrado el país, y para introducir todas aquellas reformas que exijan los diversos ramos de la administración20.

Básicamente, la discusión más larga del Proyecto estuvo basada en estos términos: comparaciones con el procedimiento seguido en la aprobación del Código Civil; dudas respecto a si el tiempo podía enmendar las debilidades del nuevo Código; grados de confianza en el Presidente de la República y en la Comisión que había preparado el texto, etc.21. Nada respecto a una forma de mirar la economía, a defensas doctrinarias del librecambismo o del significado de un nuevo orden institucional respecto a las nuevas políticas económicas que seguían implementándose. Posiblemente, todo ello estaba subyacente en el ánimo de los parlamentarios y del gobierno y plenamente garantizado en el positivo curso que habían tomado las actividades de la producción y del comercio.

En la sesión siguiente, la del 7 de noviembre de 1865, prácticamente no hubo mayor debate y el texto fue aprobado por inmensa mayoría (35 votos contra dos)22. En el Senado, simplemente no hubo discusión y el proyecto fue sancionado, en una sola sesión, por unanimidad en lo general y con muy leves indicaciones administrativas y no pertinentes a los contenidos propiamente tales en lo particular23. En definitiva, el Código, como ha quedado dicho, fue promulgado el 23 de noviembre de 1865 y entró en plena vigencia con fecha 1 de enero del año siguiente. Más que las inexistentes discusiones del momento, interesa el hecho que el cuerpo legal vino a sancionar un proceso que se venía experimentando y que, de hecho, vino a transformarse en el marco institucional que siguió permitiendo, ahora con mayor claridad, la expansión económica del momento.

IV. LA SOCIEDAD TRAS EL ESTADO. LAS PRESIONES POR UNA SOCIEDAD
LIBERAL. DESDE LA ELITE: LOS VALORES DE LA PROPIEDAD PRIVADA Y DEL ORDEN SOCIAL TRADICIONAL. DESDE LOS SECTORES MEDIOS: LA DEFENSA
DE LAS LIBERTADES INDIVIDUALES Y DE ASOCIACIÓN. EN EL CENTRO, UN PROBLEMA DE LARGO PLAZO; DESDE LA LEY DE INSTRUCCIÓN PRIMARIA
DE 1860 A LA LEY DE INSTRUCCIÓN PRIMARIA OBLIGATORIA DE 1920

Desde un sentido amplio de la percepción de juegos dialécticos en los procesos históricos, aunque tendencialmente es claro que se marchaba hacia el liberalismo, la transformación de la sociedad chilena del s. XIX no aparece entonces obedeciendo muy abiertamente a una propuesta de profundas convicciones doctrinales ni de preocupaciones concretas en términos de lo que se quería construir a largo plazo. El pensamiento ilustrado y positivista sobre la historia respondía sobre ello. Tanto los grupos dirigentes como las políticas gubernamentales propiamente tales se dejaron guiar por las circunstancias que se fueron produciendo, por adecuadas respuestas a las condiciones de los mercados externos y, cuando correspondía, por la satisfacción que las opciones tomadas habían sido las más convenientes y satisfactorias. A consecuencias de ello, y como es natural en una sociedad que va adquiriendo un ritmo gradual de cambios, cada nueva respuesta a cada nueva circunstancia, producía nuevos problemas, nuevos conflictos y nuevas presiones, todo lo cual, seguramente, no era lo que buscaban ni esos grupos dirigentes ni quienes estaban en el gobierno.

Siendo esta una situación permanente en toda la historia nacional contemporánea, y aun cuando las llamadas de atención terminen las más de las veces en el inmediato olvido, no siempre sus efectos han pasado inadvertidos. Los ejemplos son múltiples, pero basta un caso. En 1909, refiriéndose al billete de curso forzoso, una de las cuestiones económicas más discutidas en la época por las incertidumbres existentes y la poca confianza en sus garantías, Roberto Espinoza, sin duda uno de los economistas más distinguidos en el cambio de los siglos XIX al XX, escribía:

En efecto, el rescate del papel moneda chileno depende en absoluto de la voluntad de nuestros legisladores y gobernantes, que han demostrado, en largos años, y muy repetidamente, carecer de propósitos sostenidos en estos asuntos. Las prórrogas dictadas, las quitas acordadas y proyectadas, las emisiones frecuentes; todo demuestra en contra de nuestros gobernantes y legisladores un pasado funesto, que es base de dudas para el porvenir24.

En todo caso, eso es parte de la historia. Lo importante es que, durante las últimas décadas del siglo, salvo por la coyuntura de la Guerra Civil de 1891, que dejó heridas, pero no cambios sustanciales en las estructuras sociopolíticas y menos en las económicas, se afianzó el convencimiento que los hombres ilustrados de la clase dirigente, a través de sus discursos y de sus acciones, conducían al país por la senda del progreso y de la felicidad. En relación a ello, es también importante señalar que las discusiones y nuevas preocupaciones sociales producidas a comienzos del siglo siguiente, a raíz de las llamadas cuestión social y crisis del centenario, pusieron la situación en otros términos, pero sin cambios de fondo. Por lo menos no en cuanto a las bases económicas en que se seguía construyendo un sistema que, siendo definitivamente liberal, necesitaba en cada momento de adecuaciones para seguir funcionando como tal.

El liberalismo chileno del s. XIX y, a lo menos, hasta mediados de la década de 1920, ha sido denominado como un liberalismo ortodoxo, de muy poca participación del Estado en los ámbitos de la vida privada y de las relaciones económicas. Un liberalismo del laissez faire observable especialmente en términos de una legislación social o, más particularmente, de una legislación laboral. Efectivamente, no hubo legislación social en una economía que todavía distaba de ser moderna y en donde las relaciones y nuevas estructuraciones sociales recién comenzaban a configurarse en un nuevo sistema de clases. No obstante, el problema va mucho más allá. Es, en definitiva, el de las inconsistencias entre los principios doctrinarios y el análisis de los comportamientos económicos.

En primer lugar, el liberalismo chileno del s. XIX, como sucede a lo largo de Latinoamérica, o como todavía ocurre a fines del s. XX, es dicotomizado por sus propios defensores: su liberalismo es mucho más fuerte en la discusión de cuestiones valóricas y en adecuaciones institucionales afines que en sus convicciones por alcanzar cambios concretos en las relaciones económicas y en sus logros sociales. Como consecuencia, el Estado juega un papel importante no solo en la defensa de lo que se considera como principios ciudadanos intransable sino que, además, en garantizar el mantenimiento del status de los grupos dirigentes y de sus diversas rentabilidades productivas.

Así entonces, las diversas fracciones del liberalismo de la época no dudaron en cambiar el carácter cultural de la sociedad a través de sus criterios de laicización de la misma, lo cual queda reflejado muy específicamente en las llamadas leyes laicas sobre cementerios, registro civil y libertad de educación y en su aceptación de una mayor modernidad del sistema político a pesar de la persistencia de los vicios electorales y de la competencia con sus oponentes conservadores, que fue mucho más un problema de fracciones de la elite y de visiones y actitudes frente a la vida, que de búsqueda de cambios profundos de la sociedad cuyos beneficios compartían25. Por esas razones, es que se puede entender cómo, en una sociedad tendencialmente cada vez más liberal, el Estado fuese creciendo tanto burocráticamente como en sus participaciones cada vez más efectivas en todos los ámbitos de la vida nacional. Cada vez que era necesario, los grupos dirigentes, fuesen liberales o conservadores, terminaban apoyándose en el Estado, a pesar que ello significara restar independencia a los sectores privados. Mientras se manejara la conducción del Estado, no había grandes problemas.

En parte, la Revolución de 1891 fue también reacción liberal contra un Estado que siendo liberal no actuaba en consecuencia. Los mismos liberales habían actuando en contrario. Y todo esto no es solo juego de palabras. En ese mismo año, Valentín Letelier, uno de sus más ilustrados exponentes, al reinaugurar la Cátedra de Derecho Administrativo que mantenía en la Universidad de Chile, presentó la lectura de su discurso La Tiranía y la Revolución, con el objeto de estudiar "la perniciosa influencia que la política del despotimo ha ejercido en todos los rodajes de nuestra máquina administrativa (... con la cual) la administración del Estado se empezó a malear hasta llegar a convertirse en la más espantosa podredumbre de que hay memoria en los fastos de la República"26. Enfatizando los efectos internos de carácter político y económico de la Guerra del Pacífico, Letelier señalaba,

el exorbitante enriquecimiento del Fisco, mal proporcionado con el incremento de la fortuna particular acabó de convertir al Poder Ejecutivo en el poder político más fuerte que hemos tenido desde OHiggins.

Nunca hubo antes en Chile tan gran número de empleados, de contratistas, de trabajadores, de ingenieros, de arquitectos, etc., cuya subsistencia y cuya fortuna dependieron directa y exclusivamente del Fisco.

Los proveedores de madera, de cal, de ladrillo, de piedra de construcción, de hierro y de otros materiales, cuya suerte ha tenido en sus manos el ministerio de obras públicas, se cuentan por centenares y centenares. Y la construcción de puentes, de caminos, de ferrocarriles, de telégrafos, de escuelas, de templos, de casas fiscales, vinculó tantos intereses al Fisco que muchos de los ciudadanos más influyentes de cada departamento se consideraban obligados al Presidente de la República por obras que juzgaban deber de la munificencia y a la gracia de este magistrado27.

A pesar que el análisis se contextualizaba en la crítica al régimen balmacedista y en la gran crisis de 1891, desde una perspectiva temporal mucho más amplia, este nos sirve para reconocer allí una situación de mayores alcances y que se advierte claramente en las tareas más urgentes propuestas por el mismo Letelier: descentralización del Estado, estímulos al desarrollo económico para evitar la dependencia de las personas con el Fisco y difusión de la educación primaria, tareas que no solo se repiten en el tiempo sino que, además, con los ajustes propios de los tiempos, vuelven a ser hoy, después de poco más de 100 años, materias centrales en los discursos actuales.

¿Qué es lo particular del liberalismo del s. XIX? Por cierto, su originalidad respecto al liberalismo actual. En ese contexto, no debe soslayarse la larga influencia de la Ilustración europea sobre un grupo de intelectuales que adoptaron el liberalismo como corriente de expresión política y que desde esas posiciones influyeron culturalmente en la sociedad para impulsar, al interior de esta, los principales signos de la modernidad de la época, algunos de los cuales no podían ser indiferentes ni a los conservadores, máxime si también se contaban entre ellos con algunos ilustrados. Sin embargo, el problema de fondo, y siempre latente, corresponde a la disociación entre un pensamiento liberal y las realidades socioeconómicas existentes. El punto central es el acometer la modernización del país a partir de una discusión cultural que se ve avalada especialmente en momentos de crecimiento económico. Así, parte importante de las modernizaciones valóricas de la época, como ya se ha señalado, se deben a la influencia del pensamiento ilustrado europeo, pero, a este punto, se debe volver a insistir en algunas ideas ya expresadas anteriormente.

Si bien es cierto, y como queda dicho, parte importante de los signos de la modernidad de la época surgen desde grupos intelectuales ilustrados o desde el sector dirigente ya propiamente liberal, la construcción de un aparato constitucional aparentemente exitoso y los índices positivos de la actividad económica fundamentada en las actividades del sector importador-exportador, mantuvieron la situación del país sin grandes cambios de fondo distorsionando los contenidos de un discurso y, a veces, de una discusión, con muchos conceptos doctrinarios, pero con pocos efectos sociales. Caben acá algunas interrogantes. En primer lugar, ¿fue el liberalismo el que trajo consigo los relativos éxitos de la modernización y del crecimiento económico de parte importante de la segunda mitad del s. XIX? En segundo lugar, ¿hubo plena identificación y a qué niveles entre los liberales doctrinarios o intelectuales con los políticos liberales? Allí, por ejemplo, se pueden lograr respuestas más aproximadas a las apreciaciones que venimos reiterando en el sentido que se legisla más frecuentemente para lograr pasos importantes en la laicización de la sociedad o para formalizar cuestiones que ya se han hecho realidad, que para construir bases sociales o económicas más profundas e innovadoras. Todavía queda una tercera pregunta: ¿quiénes eran y qué querían los liberales de la época?

Si observamos la historia política y económica del país podemos apreciar que la Constitución conservadora de 1833 funciona en paralelo con una política aduanera pragmática que es todavía proteccionista en sus principios, pero ya liberal en la práctica. Portales y Egaña son los artífices de la República en forma y del Fisco con presupuesto nacional, y ninguno de ellos era liberal. No obstante, la inserción del país en el nuevo contexto internacional requería formalizar cambios importantes. No era posible que todavía en la década de 1840 el sistema monetario como el de pesos y medidas siguieran atados a las formas del pasado colonial. En la década de 1850, la legislación sobre sociedades anónimas era algo imposible de demorar, como lo fue también la legislación sobre la banca de comienzos de la década siguiente. Lo mismo sucedió con avances de otro carácter, como la ley interpretativa de cultos de 1865 o las leyes civiles de la década de 1880. Las discusiones de estas últimas provocaron mucho más humareda e incluso más de algún incendio, pero eran necesidades de los tiempos y fundamentos liberales sin los cuales el liberalismo se quedaba sin nada más que ofrecer.

En definitiva, desde lo económico, difícil es observar, incluso desde el presente, una alternativa a lo que realmente sucedió: la aceptación del librecambismo en forma independiente a razonamientos doctrinarios o a proyectos de largo alcance sobre lo que debería ser la economía chilena. El Estado necesitaba de los impuestos de aduana para financiar sus presupuestos, los productores –mineros o agrícolas– requerían de los mercados externos para poder subsistir como tales. La casi natural inserción económica del país en la economía noratlántica, y particularmente los lazos tejidos con la economía inglesa, quizás influyeron mucho más en la aceptación de instrumentos e instituciones modernos y liberales que claros fundamentos económicos basados en una doctrina liberal. A tal grado llegó esta situación que, a mediados de la década de 1850, el gobierno conservador de Manuel Montt contrató al economista liberal francés Courceille de Seneiul para liberalizar los aranceles aduaneros vigentes por entonces. Es muy conocido el hecho que las conclusiones de Courceille fueron que la legislación ya existente era mucho más liberal que las similares de los Estados Unidos, Francia e Inglaterra28.

Así entonces, es de presumir que entre liberales doctrinarios y políticos liberales no siempre hubo plena identificación, porque los primeros aspiraban a una sociedad ilustrada, moderna y racional, mientras que los segundos, en su mayoría, representaban más bien a un sector de la clase dirigente cuyas máximas oposiciones estaban por el lado de las actitudes y creencias socioculturales más que por el lado de profundas diferencias en sus proyectos sociales propiamente tales. En parte, así se explica la fortaleza de las estructuras institucionales básicas funcionalizadas a través de la Constitución de 1833, la cual, a pesar que sufrió de varias cirujías menores y mayores a lo largo de muchas décadas, pudo sobrevivir en lo esencial hasta 1925. Así también se explica el porqué, entre 1862 y 1875, el gobierno fuera encabezado por la fusión liberal-conservadora y que sus tensiones se provocaran más por cuestiones valóricas que por cuestiones estructurales o societales.

Lo anterior está en estrecha relación con el prototipo del liberal y del liberalismo chileno del s. XIX. Para Alberto Edwards, en 1849 los liberales constituían un grupo bastante reducido y carente de una acción política moderna. Eran individualidades dispersas y desalentadas y no habían desarrollado campañas de opinión. Hacia 1856, entre las ideas conservadoras y las ideas liberales, las diferencias eran más bien de formas jurídicas, de tradición constitucional, que de fondo. Por ello es que, para el mismo Edwards, su llegada al gobierno fue más concesión del statu quo que éxito alcanzado por sus propios méritos. La explicación sería que, "Las aristocracias todavía fuertes son raras veces sinceramente absolutistas: aceptan solo por necesidad e impulsadas por el miedo, la dominación de un poder superior a ellas mismas. El liberalismo parlamentario es la forma que se adapta mejor a la indiosincrasia oligárquica, sobre todo desde que un aumento de la riqueza o de la cultura las independiza moralmente y estimula su orgullo"29.

Participando del gobierno, habría sido común que quienes se relacionaban políticamente, fuesen pelucones (conservadores) antes de 1857, nacionales más adelante, fusionistas enseguida, y liberales por último. Por ausencia de otra ideología, se era liberal por eliminación, por ausencia de fe. Recién en 1875, con el rompimiento de la fusión liberal-conservadora y su reemplazo por los gobiernos de la Alianza Liberal, el liberalismo se hace una idea más concreta, pero tampoco llega a ser "un partido, un programa social, económico o político, sino una creencia, una religión. Los éxitos o fracasos temporales no le afectan. Los pueblos no exigirán en adelante de los gobernantes y candidatos, mucho más que actos de culto, de sumisión a su nueva fe. Comienza en 1875, la era de los santones y faquires, de los grandes prestigios, fundados en la simple afirmación perseverante, y casi siempre inerte, del dogma liberal". Y Edwards agregaba:

La energía y perseverancia en la creencia, las virtudes espirituales, no los actos políticos constructivos y temporales, formarán los ídolos de la opinión, por cerca de cincuenta años30.

Así entonces, más que a través de la construcción de un movimiento homogéneamente doctrinario en busca de transformaciones profundas de la sociedad chilena, por diversos medios y vías, y fundamentalmente pensando en que la modernización, además del progreso material implicaba cambios culturales a nivel de comportamientos, actitudes y creencias, los grupos más avanzados de la sociedad fueron imponiendo sus presiones sobre el Estado para establecer signos de modernidad a partir de ideas liberales específicas y no de un corpus liberal completo y coherente. Desde la fracción liberal de la elite, es claro que los valores respecto al individuo y al individualismo se confundieron con los valores de la propiedad privada defendidos por toda la elite, incluso también a partir de la relación civilización-barbarie. En estas y otras consideraciones, especialmente respecto a las jerarquías y al orden social, el progreso alcanzado a lo largo de la segunda mitad del s. XIX respecto a esta última situación fue prácticamente nulo o, por lo menos, escaso, y muy por debajo del progreso económico y material. Por lo demás, en todo orden de cosas, una vez que a través de la legislación respectiva se logra que el Estado sea partícipe de los signos de la modernidad de entonces, inmediatamente se entró a presionar al mismo Estado para que hiciera las inversiones necesarias para poder desarrollarlas. De este modo, como ya lo hemos advertido, obras de infraestructura importantes para la expansión del sector importador-exportador, la instalación de la red ferroviaria longitudinal o la ampliación del muy limitado sistema educacional existente, surgieron desde la iniciativa o el interés de individuos o grupos particulares, pero fueron, en definitiva, obras del Estado. Posteriormente, y como ya lo hemos señalado, cuando se trató de reincentivar la minería o de impulsar un cierto desarrollo industrial, las miradas nuevamente se dirigieron hacia el Estado a objeto de patrocinar o de proteger dichas actividades. Uniéndose al discurso de los agricultores, los pilares del liberalismo y de la libre iniciativa fueron, además de la propiedad privada y de la mantención de un orden social tradicional, el afianzamiento de un marco institucional que no solo garantizara la actividad privada, sino que regulara el sistema en todo aquello que le pudiese ser desfavorable. Discusiones más o discusiones menos, el Estado liberal que se construye desde el siglo XIX, que supera las dificultades de comienzos del s. XX, y que resurge con las nuevas formas de las últimas décadas, siempre se levanta sobre la mantención del Estado patrimonial colonial y sobre un sistema democrático que incorpora más y más individuos, pero que no logra formar ciudadanos. Atadura permanente, el Estado no solamente despliega sus espacios institucionales, sino que, más importante aún, otorga poder y crea fortunas.

Los sectores dirigentes pertenecientes a la cúspide de la estructura social, liberales o conservadores, no son los que otorgan el dinamismo a la historia del s. XIX. Más bien, deben considerarse las presiones provenientes de otros sectores que se caracterizan tanto por representar situaciones particulares respecto a intereses económico-sociales o que, simplemente, buscaban (cuando estaban fuera del gobierno) una mayor apertura del poder que volvían a constreñir cuando llegaban a él. Los debates parlamentarios son exageradamente generosos en testimoniar las continuas interpelaciones o discusiones respecto a las actuaciones del Ejecutivo, especialmente cuando se trataba de analizar la objetividad de las elecciones. De allí también se explica la existencia de tantas vertientes diferentes de un tronco liberal común. Entre ellas, están los mineros del norte y los grupos intelectuales de la naciente clase media, tanto en la capital como dispersos en las ciudades provincianas. Son ellos quienes le dan al liberalismo del s. XIX sus más fuertes contenidos doctrinarios en la defensa de las libertades individuales y de los derechos de asociación. Así como la Sociedad de la Igualdad y otras similares fueron mucho más que simples organizaciones de sociabilidad, la burocracia provinciana fue igualmente formadora de clase media. Surgió también el Partido Radical, según su discurso, liberal, de clase media; en el fondo, una nueva fracción, más intelectual, más moderna, de la clase dirigente. Entre mediados del siglo XIX, con la abortada Revolución de 1851, y el año 1924, con el movimiento de los oficiales jóvenes, se puede reconocer un proceso liberal que se escapa permanentemente, en lo político, del liberalismo oficial. Un factor fundamental en dicho proceso, particularmente en términos de sectores medios de la población, fue la continua expansión del sistema educacional.

Precisamente, la expansión de dicho sistema permite apreciar las diferencias entre una idea ilustrada y romántica de la educación y una acción concreta respecto a la misma. De más está decir que, desde el Estado, quizás si la educación fue, efectivamente, uno de los grandes aportes del s. XIX. Sin embargo, reconociendo sus altos significados en las formaciones socio-culturales y en la idea de Nación, cabe preguntarse si fue un beneficio entregado por los sectores dirigentes al resto de la sociedad o si más bien fue un logro alcanzado por esta. Las múltiples evidencias existentes inclinan la balanza por la segunda opción. Y en este sentido sí se puede destacar un grupo de intelectuales que no solo desde Santiago sino también desde las provincias hicieron suyas las grandes expectativas que el progreso y la razón debían significar en el cambio social. Imbuidos de ideas liberales y del positivismo de la época, la visión de conjunto que tenían de su sociedad, les llevaba a mantener una actitud de permanente crítica frente al orden establecido. Observaban que la mayoría de la gente vivía en pobreza material y moral, que las causas del atraso existente provenían principalmente de la resistencia al cambio y a la modernidad y, con ello, del mantenimiento de supersticiones y costumbres arraigadas en el grueso de la población. Había, por tanto, que regenerar al pueblo, moralizarle y levantarlo de su postración. Los remedios que pensaban necesarios para alcanzar sus objetivos eran la educación popular, el progreso material y moral y, además, la dignificación del trabajo. Mientras tanto, entre 1860 y 1920, en la cúspide del poder político, se estuvo debatiendo, incesantemente, si la educación, más bien la instrucción primaria, debía o no ser obligatoria. Centro principal de esos debates tenían que ver con fundamentos ideológicos respecto al papel del Estado y a las libertades individuales.

V. HACIA UNA SÍNTESIS DEL PROBLEMA. LAS DIFERENCIAS
ENTRE UN LIBERALISMO DE PRINCIPIOS Y EL LIBERALISMO ECONÓMICO PROPIAMENTE TAL. INCONSISTENCIAS EN EL DISCURSO Y LIMITACIONES
EN LOS RESULTADOS. UNA SOCIEDAD Y UNA ECONOMÍA DE
PERMANENTES MODERNIZACIONES INCOMPLETAS

En definitiva, ¿por dónde fueron las relaciones entre el liberalismo institucional y el liberalismo económico propiamente tal? La opción económica de la sociedad chilena, comprensible desde muchos puntos de vista, fue la de ratificar su carácter exportador de materias primas e insertarse en esos términos en los circuitos comerciales externos más desarrollados. No obstante, ello no podía ser solo un simple ejercicio de vender y comprar productos. En forma coincidente con el crecimiento de los flujos e índices económicos, se debió comenzar a transformar el conjunto de instituciones existentes, de origen colonial, creando o aceptando otras de carácter moderno que permitiera efectivamente dicha inserción. Desde la reorganización de los sistemas monetarios, de medidas y pesos, pasando por la legislación sobre sociedades anónimas, bancos, Código de Comercio, hasta la redefinición de los derechos de propiedad con una gran connotación en el sector minero de fines de siglo, el liberalismo del s. XIX fue mucho más libertad económica que igualdades políticas. Sin embargo, desde esa propia búsqueda de libertad económica, desde las mayores complejidades alcanzadas en el manejo oficial de la economía, desde las debilidades del sistema para competir externamente y desde la competencia entre intereses sectoriales respecto a la obtención de garantías por parte del Estado, surge el nuevo liberalismo que se venía anunciado desde comienzos del s. XX: liberal en lo doctrinario, limitado en lo político, proteccionista en lo productivo. Las visiones optimistas y los logros alcanzados por la historia de la segunda mitad del s. XIX constituyen el anverso del liberalismo de entonces. Los límites de esos logros y la no obtención de una transformación social más profunda y permanente, constituyen el reverso de la misma historia. Por lo demás, cambiando algunos de los conceptos en sus formulaciones, no en sus contenidos esenciales, es difícil no dejar de preguntarse, en la actualidad, qué es lo efectivamente novedoso en el liberalismo de hoy. No está fuera de toda lógica el pensar sobre similitudes con experiencias del pasado. Y no es que la historia se repita: sucede que muchas veces creemos estar cambiando la historia cuando en verdad seguimos estando sobre la misma historia.

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** Agradezco a Marcello Carmagnonni la oportunidad de presentar los contenidos del artículo en el Colloquio internazionale Assolutismo, Costituzionalismo e ordine liberale in America Latina, Torino 1999.

1 Claudio Véliz, La Mesa de tres patas. En Hernán Godoy, Estructura social de Chile, Santiago 1971, 232-250. [ Links ]
2 Ver, por ej., el libro de Karen L. Remmer, Party Competition in Argentina and Chile. Political Recruitment and Public Policy, 1890-1930, Nebraska 1984, [ Links ] o, más específicamente, su artículo The Timing, Pace and Sequence of Political Change in Chile, 1891-1925, Hispanic American Historical Review, Vol. 57, Nº 2 (may 1977), 205-230. [ Links ]
3 Se destacan los trabajos sobre el particular de Julio Heise, por ej., Historia de Chile. El período parlamentario, 1861-1925, 2 Vols., Santiago 1974-1982. [ Links ]
4 El problema está tratado más detenidamente en Eduardo Cavieres, Industria, empresarios y Estado. Chile 1880-1934, ¿Protoindustrialización o industrialización en la periferia?, en Marcello Carmagnani, Desarrollo Industrial y subdesarrollo económico. El caso chileno 1860-1920, Santiago 1998, 11-30. [ Links ]
5 Ver Eduardo Cavieres y Jaime Vito, Chile, 1860-1920. Liberalismo y financiamiento del Estado, un problema secular. En Dimensión Histórica de Chile, Nos. 11-12, Santiago 1995-1996, 91-102. [ Links ]
6 Una breve pero bien lograda síntesis sobre los marcos institucionales y el cambio económico se encuentra en J.L. Anderson, Explaining long-term economic change, Cambridge 1995, 41-54. [ Links ]
7 Sobre el proceso de modernización de instrumentos e instituciones económicas en Chile, Eduardo Cavieres, Comercio chileno y comerciantes ingleses, 1820-1880. Un ciclo de historia económica, Valparaíso 1988, 116-127. [ Links ]
8 Mensaje con que se acompañó al Congreso el Proyecto de Código de Comercio. Código de Comercio de la República de Chile y disposiciones legales que lo complementan. Imprenta del Ferrocarril, Santiago 1874, v. [ Links ]
9 Ibidem, VII.
10 Ibidem, IX.
11 Ibidem, XXXI.
12 Ibidem, IX-X y Código de Comercio 1865, Arts. 4 y 6. [ Links ]
13 Mensaje..., XI.
14 Ibidem, XV.
15 Ibidem, XVI-XVII.
16 Código de Comercio de la República de Chile. Edic. Imprenta Nacional, Santiago de Chile, abril de 1866. [ Links ]
17 Sesiones Extraordinarias del Congreso Nacional de 1865. [ Links ] Cámara de Diputados, sesión 1ª extraordinaria, 12 octubre de 1865. Sesiones del Congreso, 1864-1865, Nº 1, 1.
18 Ibidem, 03.
19 Ibidem, Sesión Cámara de Diputados 19 de octubre de 1865, 16.
20 Ibidem.
21 Ibidem, 15-19. Esta fue la sesión de mayor discusión del texto. El artículo único de la ley no se aprobó y quedó para segunda discusión en donde fue aceptado rápidamente.
22 Ibidem, Cámara de Diputados, 7 de noviembre de 1865, 20-22.
23 Ibidem, Cámara de Senadores, sesión del 20 de noviembre de 1865, 24.
24 Roberto Espinoza, Cuestiones Financieras, Santiago 1909, 137. [ Links ]
25 El más reciente análisis sobre el fondo religioso de estos problemas es el de Simon Collier, "Religious Freedom, Clericalism, and Anticlericalism in Chile, 1820-1920". En Richard Helmstadter (ed.), Freedom and Religion in the Nineteenth Century, California 1997, 302-338. [ Links ]
26 Valentín Letelier, La Tiranía y la Revolución, o sea, relaciones de la administración con la política, estudiada a la luz de los últimos acontecimientos, Santiago 1891, 03. [ Links ]
27 Ibidem, 29-30.
28 La inserción de la economía chilena en los mercados ingleses y el carácter de las diferentes relaciones a que ello dio lugar durante el s. XIX están detalladamente tratadas en Eduardo Cavieres, Comercio chileno y comerciantes ingleses..., especialmente Caps. 2 y 3. [ Links ]
29 Alberto Edwards, La Fronda Aristocrática, 13ª ed. Santiago 1992, 118-120. [ Links ]
30 Ibidem, 153-155.