La expresión “despotismo ilustrado” [1] tiene su origen en la historiografía alemana de mediados del siglo XIX, para referirse a la práctica de algunos gobiernos europeos de la segunda mitad del siglo XVIII. El despotismo ilustrado se oponía al despotismo de corte de Luis XIV y fue característico de las monarquías de Federico II de Prusia (1740-1786), José II del Imperio Austro-Húngaro (1780-1790), Catalina II de Rusia (1762-1796) y, en España, de Carlos III ( 1759-1788) [2] . Los rasgos de este gobierno pueden resumirse en su lema: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
El concepto de “despotismo ilustrado” contiene una evidente valoración crítica que sugiere la unión de un déficit de legitimación del poder político, compensada (o que se intenta compensar) por los beneficios que se derivan para el pueblo del buen gobierno.
Aunque para los defensores de los déspotas ilustrados no se trata, por supuesto, de tales déspotas, se invierte la dirección de justificación con respecto a los anteriores partidarios del absolutismo monárquico: mientras que los teóricos del derecho divino de los reyes afirman la legitimidad del monarca para gobernar y esa legitimidad se contagia a todos sus actos; los filósofos ilustrados, amigos de los reyes, presentan como justos (benevolentes y necesarios) los actos del rey y esa justicia parece alcanzar a la monarquía misma[3] .
De nuevo, aquí se podría aplicar la importante distinción entre legitimación de origen del poder y legitimación por su ejercicio. Sin embargo, la defensa del gobierno fundada en el conocimiento (frente a la tradición) deriva fácilmente en la defensa del gobierno de los que poseen el conocimiento: de la tecnocracia de los economistas, por ejemplo. Para los no entendidos, parece que no queda más alternativa que aceptar las políticas de los sabios como se acostumbran a aceptar los llamados argumentos de autoridad; entonces, las políticas ilustradas también terminan justificándose, ex parte populi, por su origen.
La idoneidad de la analogía paternalista para tratar de legitimar el despotismo ilustrado es evidente: la superioridad del padre sobre el hijo es superioridad de entendimiento, de conocimientos y de voluntad. El hijo debe ser guiado por el padre porque carece de la inteligencia suficiente, de los conocimientos necesarios e, incluso, de la fuerza de voluntad para no dañarse a sí mismo o para guiar sus pasos hacia la felicidad.
Si el pueblo se encuentra en la situación de los niños, entonces no se le debe dejar participar en el gobierno porque éste ha de ejercerse, en su propio beneficio, por aquellos que saben más.
La teoría del despotismo ilustrado se caracteriza, en general, por una combinación de utilitarismo, creencia en la importancia de la seguridad, la prosperidad económica y, sobre todo, en la reforma (frente al cambio revolucionario) como medios del progreso[4] .
De entre las circunstancias históricas que fomentaron este acercamiento de los filósofos a gobernantes interesados en la modernización (a la vez que en acrecentar su poder), merece destacarse el extraordinario desarrollo de las ciencias empíricas, y su extensión al conocimiento social, en contraste con el subdesarrollo económico y social de algunos países europeos, entre ellos España. A juicio de Felipe González Vicén, Christian Wolff es el teórico más importante de este sistema político del Estado paternal: “que había formulado –explica Felipe González Vicen- como principio superior de su ética y Derecho natural la proposición ‘haz lo que te perfecciona a ti y a tu estado o al de otros, y omite lo que contribuye a su imperfección’, designando como primera y más elevada obligación del soberano ‘emplear todas sus fuerzas y todo su afán en hallar los medios adecuados para promover el bienestar común tomando las medidas necesarias para ponerlo en práctica”[5] .
La crítica kantiana
La teoría del Estado kantiana representa el núcleo de la corriente doctrinal contraria al despotismo (o absolutismo) ilustrado de finales del siglo XVIII[6] . La obra más importante e influyente a este respecto es el opúsculo de 1793: “Sobre el tópico: esto puede ser correcto en teoría, pero no vale para la práctica”. En él se contiene una rotunda declaración contra el despotismo ilustrado en la que Immanuel Kant contrapone al Estado paternal el Estado patriótico:
“Nadie puede obligarme a ser feliz a su manera (como se figure el bienestar de otros hombres), sino que cada uno puede buscar su felicidad por el camino que prefiera, siempre que no cause perjuicio alguno a la libertad de los demás para perseguir un fin semejante, la cual puede coexistir con la libertad de todos según una posible ley universal (es decir, según el derecho del otro). Un gobierno que se estableciera según el principio de benevolencia para con el pueblo, como un padre para con sus hijos, es decir, un gobierno paternalista (imperium paternale), en que los súbditos, como niños menores de edad, que no pueden distinguir lo que es útil o nocivo, se ven forzados a comportarse de manera meramente pasiva, para aguardar del juicio del jefe del Estado el modo en que deban ser felices, y de su bondad el que éste también quiera que lo sean, tal gobierno es el mayor despotismo imaginable (una constitución que suprime toda libertad de los súbditos, que carecen, por tanto, de derecho en absoluto)”[7] .
El anti-paternalismo kantiano se deriva lógicamente de su filosofía moral, del Derecho y del Estado. A juicio de Felipe González Vicén, “toda la reflexión ética de Kant, desde las categorías básicas de la filosofía moral, pasando por el campo del Derecho y de la ‘ética externa’, culmina en la idea de Estado y recibe en ella su sentido último”[8] . En definitiva, el anti-paternalismo kantiano se fundamenta en el conjunto de su filosofía práctica.
Immanuel Kant aborda el problema del Estado desde el método trascendental: “el cual parte siempre de un hecho como presuposición absoluta, para establecer después desde aquí, sus condiciones formales de posibilidad”[9] . El hecho presupuesto es la “existencia misma de los Estados históricos”. Esta manera de entender el problema del Estado supone un cambio radical con respecto al pensamiento político precedente. En este pensamiento había dos grandes corrientes: el iusnaturalismo y el empirismo, que, a pesar de sus diferencias, presentaban una similitud fundamental: su propósito práctico. En el caso del iusnaturalismo, se trata de indagar sobre la legitimidad del poder y fundar un criterio sobre el que juzgar la realidad histórica. En el caso del empirismo, no se trata de la justificación del Estado sino de su explicación: de la búsqueda de las causas últimas de las formas de organización social. Esta investigación descriptiva deriva, sin embargo, en propuestas prácticas por medio de la idea de la existencia de fines “naturales” del Estado. Immanuel Kant invierte radicalmente la forma misma de tratar el problema: desplaza a la cuestión práctica de cómo “debe ser” el Estado y pone en su lugar la cuestión teórica de la deducción trascendental del concepto de Estado. A Immanuel Kant no le interesa el Estado histórico, sino la idea misma de Estado. Se trata de un problema de comprensión, de acuerdo con el método trascendental, de la idea de Estado, con respecto a la cual no tiene sentido plantearse el problema de su justificación o de su explicación. La fundamentación kantiana del Estado es una fundamentación abstracta y absoluta que lo convierte en un postulado de la razón.
El punto de partida de Immanuel Kant es la idea de autonomía del hombre, considerado como ser social. La pregunta que se plantea Immanuel Kant, nos explica Felipe González Vicén, es “¿Cómo puede el hombre determinarse libremente en sentido trascendental cuando sus acciones hacia el exterior han de conjugarse forzosamente con las acciones de los demás hombres, es decir, con acciones que pueden impedir su obrar moralmente necesario?”[10] . El Derecho aparece, entonces, como la respuesta, en tanto que es entendido como la condición de posibilidad de la moral en la convivencia:
“El Derecho es, pues, el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio del uno puede conciliarse con el arbitrio del otro, según una ley general de libertad”[11]
Hay dos ideas fundamentales en este concepto de Derecho: la idea de libertad y la idea de que la limitación de ésta debe tener lugar de acuerdo con una ley general. La libertad que el Derecho limita no es la libertad trascendental, determinación de nuestra voluntad por la razón, sino tan sólo su ejercicio o manifestación externa (la libertad negativa).
La dificultad principal de la filosofía kantiana respecto al Derecho es cómo llegar a la determinación material de cierta conducta como lícito o ilícito jurídico partiendo de la noción formal de autonomía. De nuevo, la respuesta kantiana es innovadora y logra mantener la fundamentación absoluta de la ley ética para el derecho: “el Derecho delimita en sus aspectos recíprocos las esferas de acción individuales (...) restringiendo el ámbito de acción legítima de cada uno en la medida necesaria para hacerlo compatible con un ámbito de acción igual a los demás”[12] . No se trata de una noción vacía de Derecho, en cuanto expresa la “idea de un máximo de libertad”. Para Immanuel Kant, esta libertad es el “único y originario” derecho humano, que el “hombre posee en su cualidad de hombre”.
La segunda idea contenida en el concepto kantiano de Derecho es la de la “generalidad”. La esfera de libertad negativa viene delimitada por el Derecho de forma cierta y abstracta. En cuanto a la abstracción, se trata aquí de la idea de gobierno de las leyes: “la idea de un orden cuya materia es la delimitación de las esferas del obrar en la convivencia, pero en el cual esta delimitación tiene lugar por medio de una regla abstracta que asegura de un modo puramente formal la permanencia de las reglas sociales”[13] . Por ello, lo contrario del Derecho para Immanuel Kant es, precisamente, la idea de que “el orden entre los hombres debe ser obra de un poder supremo que procede tan sólo por las reglas de la prudencia”[14] . Y en cuanto a la certeza, ésta deriva de que el cumplimiento del sistema jurídico se impone por la fuerza y sus controversias se resuelven autoritativamente. La coacción es inseparable del concepto de Derecho. Pues bien, esta efectividad del orden jurídico presupone una instancia suprema y única que es el Estado. En conclusión, de las condiciones de posibilidad del ejercicio de la libertad surge el Derecho y de las condiciones de posibilidad del Derecho surge el Estado.
La fundamentación absoluta del Estado que propone Immanuel Kant contiene en sí misma la respuesta al problema de los fines del Estado. El contraste con la filosofía de la Ilustración precedente y, en particular, con la teoría y práctica del despotismo ilustrado es total. Estos últimos parten del individuo egoísta, considerado en su concreción psicológica, en sus afectos e intereses, y convierten al Estado en un medio para alcanzar la felicidad. Immanuel Kant parte, sin embargo, del hombre como ser ético y dotado de voluntad, y niega rotundamente este carácter instrumental del Estado: “si se entiende al Estado –explica Felipe González Vicén interpretando a la filosofía kantiana- como medio para la consecución de estos fines (la felicidad), es decir, ‘pragmáticamente’, queda desprovisto de toda necesidad y se convierte en algo ‘casual’ cuya validez depende de la validez de los fines representados; es decir, el imperativo ‘tiene que haber Estado’ adopta la forma de un imperativo hipotético que sólo obliga si y en tanto que el hombre quiere aquello para cuya consecución sirve”[15] .
En definitiva, el Estado, a juicio de Immanuel Kant, tiene un único fin: “mantener y posibilitar el orden jurídico, como un orden general y cierto de la convivencia” [16] . La felicidad no es algo que el Estado deba realizar, sino algo que posibilita. “La mejor forma de gobierno –proclama Immanuel Kant- no es aquella en la que mejor se vive, sino aquella en la que los ciudadanos tienen mejor asegurado su derecho”[17] .
Immanuel Kant añade a estos argumentos derivados de su fundamentación absoluta del Estado, otro derivado de la afirmación del carácter empírico e indeterminado de la felicidad. La razón humana no alcanza, a su juicio, para prever todas las consecuencias de una acción: en particular, si esta habrá de procurarle mayor felicidad.
Este argumento, que veremos repetido en relación con el carácter absoluto del deber de sinceridad, es perfectamente coherente con la confianza kantiana en que el hombre, cumpliendo la ley moral y haciéndose digno de la felicidad, puede esperar ser feliz.
No obstante, Immanuel Kant hace referencia a otros fines del Estado diferentes al fin del aseguramiento del Derecho: por ejemplo, la enseñanza, cultura, economía o, incluso, beneficencia. A juicio de Felipe González Vicén, la mención de estos otros fines no implica una contradicción en la filosofía de Immanuel Kant, sino que éste “se refiere a cometidos que el Estado debe cumplir en determinadas circunstancias, es decir, bajo supuestos de hecho, siempre en relación con su fin propio y peculiar”[18] . No queda, por ello, totalmente zanjada la cuestión de la legitimidad de intervenciones estatales diferentes del aseguramiento de las libertades individuales:
“Cuando el poder supremo dicta leyes –dice Immanuel Kant- orientadas, ante todo, a la felicidad (al bienestar de los ciudadanos, de la población, etc.) ocurre que no lo hace como fin del establecimiento de una constitución civil, sino como medio para asegurar el estado de derecho, principalmente frente a enemigos exteriores del pueblo. Al respecto, el jefe del Estado ha de estar facultado para juzgar, él mismo y por sí solo, si tales leyes son precisas para el florecimiento de la república, el cual es imprescindible para asegurar su fuerza y su firmeza, tanto en el interior como frente a enemigos exteriores; pero no lo está para hacer que el pueblo sea, por así decir, feliz contra su voluntad, sino para hacer que exista como república”[19] 101
En conclusión, el problema del paternalismo se plantea en Immanuel Kant de la siguiente manera: a) desde el punto de vista conceptual, el paternalismo estatal se refiere a aquellas intervenciones coactivas con la libertad que no tienen por finalidad evitar las intromisiones ilegítimas en la libertad de los otros, sino promover la felicidad, en un sentido muy amplio, de aquellos cuya libertad es coartada, y b) desde el punto de vista de la justificación, no hay duda de que el paternalismo no es el fin del Estado, puesto que conlleva una negación de la idea misma de Estado.
[1] Una denominación más neutral que se refiere a los mismos gobiernos es la de “absolutismo ilustrado”. Salvador Giner, por ejemplo, rechaza la denominación de “despotismo ilustrado” y usa en su lugar ésta de “absolutismo ilustrado”: “un gobierno paternalista –dice-, fomentador de la riqueza nacional y tolerante con la libre circulación de las ideas”, en Giner, Salvador: Historia del pensamiento social, ed. Ariel, Barcelona, 1980, p. 250.
[2] Véase: M. B. Bennassar, J. Jacquart, F. Lebrun, M. Denis, N. Blayau: Historia moderna, Ed. Akal, Madrid, 1980, pp. 898 y ss.
[3] En realidad, los filósofos amigos de los déspotas ilustrados mostraban, más bien, indiferencia ante el problema de las formas de gobierno. No obstante, el acercamiento no deja de presentar profundas contradicciones teóricas para los pensadores ilustrados, que se prestan a una explicación de este “ minué: reverencias de los príncipes a los filósofos y de los filósofos a los príncipes” (Hazard) en términos de la psicología de los filósofos en relación al poder. Parejas destacadas del “minué” fueron Diderot y Catalina II de Rusia o Voltaire y Federico II. Véase: Hazard, Paul: El pensamiento europeo en el siglo XVIII, ed. Alianza Universidad, Madrid, 1985, pp. 286.
[4] Giner, Salvador: Historia del pensamiento social, Ariel, 1967, pp. 250 y ss.
[5] González Vicén, Felipe: “La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría del Derecho, ed. Marcial Pons, Madrid, 1997, p. 141.
[6] Ibid.
[7] Kant, Immanuel: “ Sobre el tópico: Esto puede ser correcto en teoría, pero no vale para la práctica”, en
Kant, Immanuel: En defensa de la Ilustración, (Trad. Javier Alcoriza y Antonio Lastra), ed. Alba, Barcelona, 1999, p. 261.
[8] González Vicén, Felipe: “La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría del Derecho, cit., p. 65.
[9] González Vicén, Felipe: “La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría del Derecho, cit., p. 67.
[10] González Vicén, Felipe: “La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría del Derecho, cit., p. 72.
[12] González Vicén, Felipe: “La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría del Derecho, cit., p. 102.
[13] González Vicén, Felipe: “ La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría del Derecho, cit., p. 104.
[14] González Vicén, Felipe: “ La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría del Derecho, cit., p. 105.
[15] González Vicén, Felipe: “ La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría
del Derecho, cit., p. 139.
[16] González Vicén, Felipe: “ La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría
del Derecho, cit., p. 142.
[17] González Vicén, Felipe: “ La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría
del Derecho, cit., p. 143.
[18] González Vicén, Felipe: “ La filosofía del Estado en Kant”, en Kant, Immanuel: Introducción a la Teoría
del Derecho, cit., p. 145.
[19] Kant, Immanuel: “ Sobre el tópico esto puede ser correcto en t eoría, pero no vale para la práctica”, en
Kant, Immanuel, En defensa de la Ilustración, cit., p. 270.