Saturday, March 13, 2010

Ciudadanos, bárbaros y extranjeros: figuras del Otro y estrategias de exclusión en la construcción de la ciudadanía en Argentina

Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades | Año 5, Nº 9 Primer semestre de 2003

Monográficos: Espacio, Poder e Identidades nacionales

Susana Villavicencio[*]

Resumen
En los procesos de formación de la ciudadanía en hispanoamérica, el caso argentino se destaca por el vasto y prolongado consenso que se generó en los sectores dirigentes alrededor de la política inmigratoria. Así, el extranjero ha cumplido un rol fundamental en ese proceso, no sólo por la efectiva incorporación de población europea verificada en los finales del siglo XIX, sino porque la inmigración fue considerada en nuestro país como un instrumento esencial de la creación de una sociedad y una comunidad política modernas.
En este trabajo se analiza el concepto de extranjero en su dimensión política, es decir, como el "otro" del ciudadano, proponiendo una interpretación del desplazamiento de su figura, en el discurso político de las élites, desde el ideal civilizador de los proyectos de la generación del 37 al extranjero "real" sospechado y criminalizado como portador de ideologías y prácticas disgregantes en las leyes de Residencia (1904) y de Defensa social (1910).

Abstract
In the processes of citizenship’s building up in Latin America, Argentinean case is remarkable because of the leading sectors vast and sustained consensus held towards immigration policy. Immigrants have played a basic role in this process, not only because of the European people effective incorporation occurred at the end of XIX century but also due to our country immigration policies, which consider them as an essential instrument for creating both a society and a modern political community.
In this work the concept of "foreigner" is being approached in its politic dimension, focusing in the "other" related to the citizen. It is also proposed an interpretation about the switch made in the elite political speech; since the civilized ideal of the 37’s generation to the "real" threatening foreigner: the subject to be suspected and punished as the vehicle of "antisocial" ideologies and practices as settled in the Residence ( 1904) and Social Defense (1910) laws.

En su texto ¿Para qué la inmigración?, Halperín Donghi se interrogaba sobre las razones del vasto y prolongado consenso que se había producido en el siglo XIX argentino alrededor de la política inmigratoria (Halperín Donghi, 1998). En efecto, en el marco de Hispanoamérica, no sólo no hubo otra experiencia de políticas de poblamiento comparable a la argentina -por su amplitud, o por estar basada en la incorporación de hombres libres-, sino que tampoco hubo otras naciones que hayan considerado, de modo tan completo, la inmigración como un instrumento esencial de la creación de una sociedad y una comunidad política modernas. El extranjero ocupa, por este motivo, un lugar fundamental, y no menos paradójico, en el proceso de formación de la ciudadanía argentina, teniendo en cuenta que con el surgimiento del Estado-nación moderno aparece por primera vez una definición clara del extranjero como el “otro” del ciudadano.
Las respuestas a estos interrogantes no son unívocas, y Halperín Donghi se ocupa de remarcar la complejidad y los aspectos contradictorios de las respuestas. Desde la herencia prerrevolucionaria y los convulsionados años que siguieron a la independencia, a la complejidad de las funciones asignadas a los inmigrantes y las aspiraciones de aquellos sectores que surgen en apoyo del proyecto modernizador, forman parte de estas explicaciones. Sin embargo, ninguno de estos elementos llega a poner en cuestión el proyecto inmigratorio en su totalidad; más bien, y a la postre, traducirán las ambigüedades de métodos y objetivos, así como las disidencias parciales en torno a las propuestas de modernización. (Halperín; 1998; 193).
Pero no son las explicaciones que la lectura de la historia puede aportar a la clarificación del lugar de la inmigración en la ciudadanía argentina las que interesan en este trabajo. La historia política de la ciudadanía es también la historia de su concepto, que es cambiante y encierra las confrontaciones que determinaron los límites de su definición. Como argumenta Etienne Balibar, el sistema de inclusión/exclusión, que es propio del status de ciudadanía, no es de carácter lógico sino histórico, y la frontera que separa el adentro y el afuera de esta pertenencia política es objeto de lucha y de transformaciones (Balibar, 1992; 100).
De modo que, en primer lugar, cabe señalar que si bien la ciudadanía ha jugado un rol fundamental en los años posteriores a la independencia, ha sido más bien un ideal a alcanzar, una identidad política a construir a la par del proceso de formación de la nación. Sarmiento retoma, en Recuerdos de Provincia, el sentimiento de soledad que acompañaba a aquellos republicanos argentinos una vez producida la ruptura con el régimen colonial. No había, a su juicio, ni instituciones ni hábitos en el pasado colonial sobre los que apoyarse, ni menos aún en la naturaleza americana, para construir el orden político deseado: “Al día siguiente de la revolución, nosotros debíamos mirar por todos lados, buscando con qué llenar el vacío que debía dejar la destrucción de la Inquisición, el fracaso del poder absoluto, la reducción a nada de toda forma de exclusión religiosa” (Sarmiento, O.C.T. III; 172). La revolución en América el Sur nacía sin herencia y debía construirse desde la nada. El pensamiento político del siglo XIX da cuenta de la perplejidad y la desconfianza de las clases dirigentes ante la resistencia de las masas nacionales, producto de la “naturaleza americana” y de las prácticas heredadas del colonialismo, a las formas modernas de organización política, una vez producida la ruptura del vínculo colonial.
Las élites políticas de las que emerge el proyecto de nación interpretarán esta situación en términos de oposición: “civilización-barbarie”, “república posible-república verdadera”, para mencionar las célebres fórmulas de Sarmiento y de Alberdi. Convencidos de la legitimidad de la propuesta desarrollarán los medios para resolverla: modernización del país, educación y un papel central asignado a la inmigración como “aporte directo” de nuevos hábitos y nuevas mentalidades que permitieran acortar la brecha entre el ciudadano -sujeto soberano del pacto político- y el (im)posible ciudadano, el “otro”, aquel que no acepta o que se mantiene al margen de las ideas políticas modernizadoras.
Sin embargo, este lugar del extranjero en los “proyectos de nación” y en las políticas llamadas a cristalizarlos no se mantendrá a lo largo del proceso de institucionalización del país. Los primeros años del siglo registran la sorpresa y la sospecha ante la afluencia de los extranjeros que, en número creciente, se instalaban en estas costas. El fuerte impacto que la masiva inmigración produjo en las élites dominantes despertó el temor al quiebre de una cultura nacional homogénea que estaba en vías de construirse. Serán motivos de esa reconsideración del extranjero, por una parte, las fallas en la implementación de la política, que hace que muchos inmigrantes permanezcan en las ciudades ganándose la vida de modo informal; por la otra, la conformación de una masa urbana requerida para el trabajo industrial naciente, pero portadora de ideologías –anarquistas, socialistas- en grado de constituir una amenaza para la unidad deseada por las élites.
Es en este marco donde se ubica nuestro trabajo sobre el lugar del extranjero en la conformación de la ciudadanía argentina. Podemos entonces sintetizar nuestro interés en dos aspectos: en primer lugar, el análisis del desplazamiento de la figura del extranjero en el discurso político de las élites dominantes, desde ideal civilizador a la de extranjero sospechoso y criminalizado en tanto portador de ideologías y prácticas disgregantes. Este es el pasaje que va desde los proyectos inmigratorios de Sarmiento y Alberdi, y los dispositivos legales e institucionales para su implementación, a la sanción de las Leyes de Residencia (1902) y de Defensa Social (1910).
En segundo lugar, partiendo de la importancia que para la composición social del país ha tenido el flujo de inmigrantes y del imaginario político que dio sustento a la política inmigratoria, nos propusimos interrogar la categoría de extranjero como concepto político [1] , traspasando el dato sociológico de la composición social argentina como aluvial, y cuestionando creencias como la de crisol de razas o la del melting pot.
La hipótesis que nos orienta es la de que los trazos que conforman al extranjero no pueden proceder de una dimensión natural, sino que son, en primer término, determinaciones jurídico-políticas. Si la figura del extranjero puede vincularse a las formas de la alteridad y del extrañamiento, si puede ser fijado en su diferencia y rechazado como enemigo, es porque, previamente, hay una construcción política y jurídica de su figura. En efecto, el extranjero ha sido definido siempre negativamente, como no perteneciendo a un determindo grupo o comunidad. Valga como ejemplo el lugar del meteco en la polis griega. Pero, si bien hay diferentes experiencias de extranjeridad, que abarcan el registro de lo religioso, lo cultural o lo político, el extranjero se constituye como no perteneciente a un grupo socialmente estructurado en torno a un poder político.Ya sea que el poder político le acuerde o no ciertos derechos, el extranjero es concebido siempe en términos de poder político y de derechos legales, y representa un elemento de consolidación o de peligro para el poder de un grupo determinado (Kristeva,.1998; 140). Por lo tanto, la relación con el extranjero implica siempre una tensión con el grupo político del cual resulta su contraparte, y tanto la exclusión como el rechazo que puede padecer por su condición deriva de esa construcción previa de su figura política. La consecuencia inmediata es la identificación del extranjero con los rasgos que acentúan el rechazo, como rasgos de carácter atribuidos a la raza, o bien aspectos confesionales, lingüísticos o culturales que lo vuelven inasimilable o peligroso para esa comunidad.

Bárbaros y extranjeros
Con relación a la primera cuestión, este desplazamiento en la representación del extranjero no debe ser visto como una oposición fija, sino como una tensión que implica ideas y acciones, figuras y movimientos, demarcaciones de un adentro y un afuera de la ciudadanía que iba delimitando sus fronteras conceptuales al paso de la formación de la nación. De este modo, si en un primer momento, las propuestas de las élites se fundan en la necesidad de construcción de la nación, el extranjero será un factor social determinante en la concreción del ideal de progreso y de civilización proyectado. Halperín Donghi reenvía a la Generación del 37 la fundamentación ideológica del proyecto inmigratorio (Halperín Donghi, 1998). En efecto, es esta generación clave en la historia política nacional la que concibe la inmigración como un instrumento civilizatorio. Para esta generación, los males del país encuentran su explicación en las grandes extensiones despobladas, y en la existencia de la raza indígena que -“como alimento no digerido”, en la expresión de Sarmiento- pesaba en las entrañas de la cultura latinoamericana y ofrecía resistencia al modelo de desarrollo que ellos hacían residir en el trabajo y la industriosidad. El extranjero “ideal” presupuesto en este proyecto puede resumirse en una serie de rasgos como la laboriosidad, la civilidad y el civismo, hábitos que se espera incorporar a la cultura nativa. Lo “extranjero”, comprendido aquí como la diferencia no asimilable, estará representado por el indio o el bárbaro -las razas mestizas de la campaña-, que son consideradas el obstáculo al progreso y la civilización.
Si preguntamos por el origen de la barbarie, una primera respuesta está en el desierto. La imagen del desierto es aquélla de la pampa, descrita por Sarmiento en su célebre Facundo (1845), donde sintetiza el problema argentino en la consigna “civilización o barbarie”. El desierto es un vacío, un lugar donde no hay nada, ni personas, ni plantas, ni vida misma. Hay aquí un imaginario que domina las mentalidades de las élites argentinas en su intento de modelar una nación republicana, porque la Argentina no era un desierto, había un pueblo, pero esta población, compuesta de indios y de gentes con hábitos y culturas coloniales, era para ellos comparable a un desierto. Ningún lazo social, ninguna condición que pudiese dar sostén al orden republicano que debía instituirse. Pero para Sarmiento, la barbarie es aún algo más, es el efecto de las ideas igualitarias difundidas por la revolución sobre las masas de la América española, y cuyo destino será el despotismo. El “despotismo igualitario” que domina entre las poblaciones de la campaña -largas extensiones escasamente habitadas comparables a los desiertos orientales- es la subordinación a un jefe incuestionable, el caudillo, efecto espontáneo de una agregación de hombres que no reconocen reglas de sociabilidad. En esta obra, Sarmiento presenta dos momentos de la revolución: primeramente, las ciudades americanas luchan contra los españoles; luego lucharán contra la campaña y su política. A partir del triunfo de la política de la campaña, que llamamos el caudillismo, toda forma cívica habrá desaparecido; la barbarie es así el fruto del desierto, y también la ausencia de sociabilidad, expresión del dominio del temor y el igualitarismo. La contrafigura de esta situación que degrada el destino de las repúblicas del sur será la América descrita por Tocqueville, donde la libertad política en la igualdad es posible gracias a los gestos asociativos de la comunidad. Sarmiento ve en La democracia en América una utopía a perseguir: una democracia agraria, como condición objetiva y la educación popular como condición subjetiva del ciudadano virtuoso (Botana, 1997; 270).
¿Cómo construir, entonces, un sistema de valores compartidos, de valores cívicos? ¿Cómo construir también un sujeto político, dado que la población argentina es sobre todo un obstáculo? ¿Cómo construir una república sin ciudadanos? Aquí cobra peso la figura del extranjero.
Tanto Sarmiento como Alberdi, representantes de la generación del 37, comparten la creencia en los efectos benéficos del contacto con la civilización y asocian la inmigración directamente al progreso. La metáfora del trasplante utilizada, entre otros, por Alberdi es muy gráfica en ese sentido: “Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más civilización en sus hábitos, que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía (...) ¿Queremos plantar y alimentar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellos en las costumbres de sus habitantes y radiquémoslos aquí” (Alberdi, O.C. T III ; 88).
Sarmiento le asigna un lugar privilegiado en Argiropolis, su proyecto utópico de construcción de una capital para Los Estados Unidos de la América del Sud: “La emigración del exceso de población de unas naciones viejas a las nuevas, dice, hace el efecto del vapor aplicado a la industria; centuplicar las fuerzas y producir en un día el trabajo de un siglo”; o bien le reconoce un efecto de “contagio” de aptitudes para el desarrollo: “Nosotros necesitamos mezclarnos a la población de países mas adelantados que el nuestro, para que nos comuniquen sus artes, sus industrias, su aptitud al trabajo (.....) la tierra que labra, la casa que construye, el establecimiento que levanta, son adquisiciones y progresos para el país, y sus medios industriales, aunque él se vaya, quedan en el dominio de los conocimientos adquiridos para nosotros” (Sarmiento, 1916; 116).
La Constitución de 1853 plasmará jurídicamente estas ideas que se forjaron en el pensamiento de las élites. En el artículo 25 sostiene: “El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea, y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes”.
Los constituyentes establecieron, además, en varios artículos de la Carta Magna (arts. 14, 16, 17, 18, 19, 20 y 21) la igualdad absoluta entre el extranjero, el habitante y el ciudadano. Todos los habitantes de la nación debían gozar de igualdad ante la ley y la justicia, del derecho a la seguridad completa de sus bienes, de entrar, transitar y salir de su territorio, de navegar sus ríos, de comerciar y trabajar; gozaban de la libertad de palabra, de congregarse y asociarse con fines útiles, de enseñar y aprender. Los inmigrantes podían optar por la ciudadanía a los dos años de su radicación en el país, pero no estaban obligados a hacerlo; una vez naturalizado, el extranjero quedaba exento durante diez años de la obligación del servicio militar. Todas estas ventajas y facilidades, conferidas a los inmigrantes, fueron aceptadas sin apelación por la Asamblea Constituyente.
En 1876 se promulgó la ley 817 “Ley de Fomento a la Inmigración”, conocida como Ley Avellaneda, y considerada como el otro instrumento legal fundamental para la cuestión inmigratoria. A través de esta ley se crea el Departamento de Inmigración y el Departamento de Tierras y Colonias. Por este medio se extiende una red de agencias de fomento a la inmigración en los países de Europa y se otorgan una serie de beneficios a los potenciales inmigrantes. Argentina se proponía, a través de esta estructura, atraer hacia el puerto de Buenos Aires a los inmigrantes del norte de Europa, especialmente anglosajones, que se trasladaban en forma masiva a Estados Unidos.
Ahora bien, ¿con qué status se recibe a estos extranjeros? ¿Cuáles son sus derechos? Aquí las posiciones divergen. Para Sarmiento los extranjeros tienen también deberes, primeramente el deber de nacionalizarse, de incluirse en la vida política como nacionales y no como extranjeros. Por lo tanto, la política inmigratoria se complementa, en su modelo de nación, con la política educativa, en tanto instrumento de incorporación y de asimilación de los recién llegados. Para Alberdi, respondiendo a la lógica tutelar de creación de una base social de la república antes de otorgar los derechos políticos, sólo se deben garantizar los derechos civiles de los extranjeros. Para ambos “la extranjeridad”, lo que podemos definir como la diferencia inasimilable, estará representada por el indio y el bárbaro, el resultado de la mezcla de razas que impide el progreso hacia la civilización.

Los extranjeros reales
En el segundo momento, que coincide con el inicio del siglo XX, es la idea de “riesgo” la que domina, ya que no sólo se pone de manifiesto la quiebra interna del proyecto nacional de las élites, sino que se vuelve más patente la amenaza que representaba la incorporación de extranjeros para ese ideal homogéneo que sustentaban. Se impondrá, entonces, con fuerza, la figura del extranjero real, un sujeto intermedio entre el “extranjero deseado” y el “otro absoluto”, el bárbaro. El extranjero real encarnará la alteridad no deseada, o, aún más, rechazada.
En efecto, la inmigración trae consigo “la cuestión social”, que supone el cuestionamiento de los males derivados de la industrialización contenido en las demandas de socialistas y anarquistas, y plantea la concomitante necesidad de una política de nacionalización. Es por eso que, además del impacto por el carácter aluvial de los recién llegados, o las aludidas fallas en la distribución de las poblaciones, las ideologías políticas de los inmigrantes conforman el núcleo duro del rechazo hacia ellos
La modernización en curso ocupará, desde entonces, el centro de la reflexión política sobre la nación, poniendo de manifiesto los dos aspectos problemáticos de la misma: los obstáculos al progreso provenientes del componente estructural americano, por una parte, y las desviaciones respecto de ese orden derivadas del mismo proceso de modernización, por la otra. La interpretación de ambos procesos se hará en el marco de un determinismo biologista, que pone en las características de la raza y del medio el origen de las tendencias que se plasman en las diferentes formas de sociedad. De esta mirada son representativos, entre otros, los escritos de José María Ramos Mejía y José Ingenieros. En su obra Las multitudes argentinas (1889), Ramos Mejía hace manifiestas las perplejidades producidas por la política inmigratoria del proyecto del ochenta. Apoyándose directamente en Le Bon, las muchedumbres, en las que busca la clave de la situación nacional, serán para este positivista argentino “una fuerza fenomenal, vaciada de inteligencia y raciocinio”, que se mueve por puro instinto. El fenómeno de las multitudes, ligadas en nuestro país a la inmigración y a los problemas generados por una presencia que se vuelve por momentos abrumadora o amenazante (la cantidad de extranjeros alcanzaba en el decenio del ochenta el millón sobre un total de tres y medio millones de habitantes). “Como son tantos, dice Ramos Mejía, todo lo inundan: los teatros de segundo y tercer orden, los paseos que son gratis, las iglesias porque son devotos y mansamente creyentes, las calles, las plazas, los asilos, los hospitales, los circos y los mercados” (Ramos Mejía, 1952; 85).
Por su parte, José Ingenieros -él mismo inmigrante- responderá desde el paradigma positivista a los problemas de integración nacional generados por la inmigración. La construcción de una ciudadanía pone en juego un doble movimiento de inclusión de los nuevos sectores sociales, y de exclusión de aquellos que, definidos desde los instrumentos de la ciencia, quedan fuera de las fronteras de la nación. Una mirada reformista ocupa el lugar de las anteriores concepciones morales acerca de los problemas que enfrenta una sociedad en acelerado cambio, incorporando en su tratamiento los conocimientos aportados por una sociología inspirada en los métodos de las ciencias positivas. De la mano del higienismo, la ahora llamada “enfermedad social” será combatida según las características que adopten los sujetos sociales que la padezcan. La investigación psiquiátrica y criminológica, central en la formación intelectual de Ingenieros, opera como metáfora de los factores que degeneran el organismo social y que son síntomas de la crisis y perturbaciones del orden anhelado. En su tesis doctoral La simulación de la locura (1900) muestra el cruce de los problemas sociales y de las perturbaciones mentales, en las cuales “la anomalía psíquica del individuo se convierte en causa determinante de su actividad antisocial”. Estas conductas antisociales son interpretadas en el cuadro general de la teoría de la simulación, categoría a la vez nosológica y literaria de las formas de adaptación al medio. Así, Ingenieros verá en el anarquista a un inadaptado que disimula su delito citando a Proudhon.
Este desplazamiento en la concepción del extranjero se cristaliza en las leyes de Residencia (1902) y de Defensa social (1910), que representan el momento de «cierre» en el proceso de construcción de la ciudadanía, y de identificación del ciudadano con la pertenencia a la nación. Se fortalece, en este proceso, una forma de la política que se regula en base a la identidad del Estado-nación y a la delimitación de sus fronteras. Jacques Derrida identifica ciertas formas que asume la política a partir de la actitud ante el extranjero. “No existe, dice, hoy en día en el mundo ningún Estado nación que, como tal, acepte declarar: abrimos las puertas a cualquiera, no ponemos límites a la inmigración. Todo Estado-nación se constituye a partir del control de las fronteras, a partir del rechazo de la inmigración clandestina y de una estricta regulación del derecho a la inmigración y del derecho de asilo” (Derrida 1993; 60). Este momento de cierre de las fronteras, aunque parcial y temporario en el caso argentino, es expresión de las tensiones de una comunidad nacional que se debate entre los ideales republicanos y liberales, para los cuales “todo otro” es potencialmente un ciudadano, y la necesidad de preservar la homogeneidad ideológica y política de la soberanía nacional. Sólo entonces “el que viene de afuera” es tratado con la sorpresa y el recelo hacia el extraño, elemento, por otra parte, siempre contenido en la noción de extranjero [2] .
El discurso jurídico es iluminador de este proceso. El análisis de los debates parlamentarios de las leyes mencionadas muestra la existencia de un procedimiento discursivo por medio del cual las élites diseñan un determinado modelo de moralidad que excluye al extranjero. El incremento de la aversión y de la hostilidad en las referencias al extranjero, su asimilación a los caracteres mórbidos de la enfermedad, la exigencia de selección del buen extranjero en la frontera se expresan en una retórica argumental en la que abundan las metáforas de la expulsión -“no deseamos el loco, el alcohólico, el epiléptico...”-, o bien la identificación del extranjero con el anarquista y su reducción a la condición animal: “ hay que extirpar ésa que puede llamarse fiera humana”, “arrancar el mal de raíz” [3] . Estas y otras expresiones, cruzadas por los diputados y los senadores al calor del debate, son harto elocuentes del rechazo al extranjero y de la naturalización de los rasgos que lo tornan inasimilable, y, por lo tanto, excluido de la ley y de la ciudadanía. Esta construcción ideológica de las clases dirigentes amenazadas en su integridad identitaria, legitimó la ubicación del extranjero fuera del ámbito de la ley (se debatía si se lo consideraba dentro de la ley y por lo tanto se lo juzgaba por ella, o si, considerados extranjeros se los deportaba inmediatamente) y, por lo tanto excluyéndolo, pero sin quebrar el sentido general de la Constitución, esencial para esa sociedad que se seguía reflejando en el espejo unificador del modelo liberal.

El ciudadano y su otro
En el contexto mundial de hoy, la figura del extranjero vuelve a ser fundamental en la determinación de las “fronteras de la democracia” [4] . Ya sea por el comercio, por la guerra o por los movimientos culturales, los pueblos son llevados a encontrarse o a rechazarse. Hay políticas de inclusión humanitarias, cosmopolitas, universalistas, tanto como crispadas formas de exclusión (xenofobias, nacionalismos, limpieza étnica). De ahí que nuestro interés por los momentos iniciales de construcción de la ciudadanía política se conjugue con las preocupaciones contemporáneas por el nuevo alcance de su significado, en un mundo donde las fronteras nacionales son traspasadas por las nuevas lógicas de la mundialización.
La ciudadanía siempre ha sido una categoría que determina a la vez un dispositivo de inclusión y de exclusión. Si bien a lo largo de su historia -que puede ser pensada como historia de la lucha por la inclusión- son diferentes las categorías de individuos que resultan excluidos, el extranjero constituye en la modernidad la figura más clara de ese “otro” del ciudadano. Como sostiene Julia Kristeva, con la constitución del Estado-nación llegamos a una definición moderna “aceptable y clara” del extranjero: el extranjero es aquél que no pertenece al mismo Estado, que no tiene la misma nacionalidad (Kristeva; 1998; 140). En la teoría política moderna, la concepción del derecho natural y del contrato social, por un lado, y de la soberanía nacional por el otro, remiten a una paradoja esencial por la que el individuo descubre su dimensión de universalidad, “la humanidad”, en la que funda sus derechos, a la vez que estos derechos sólo serán reconocidos a los miembros del Estado-nación. Esta situación, a la vez constitutiva y paradójica, traerá consecuencias en la definición del adentro y del afuera del concepto de ciudadanía. Ya que todo “otro” es potencialmente un ciudadano y un sujeto con derecho a la política, poner al “otro” afuera, construir al extranjero, será una operación política y jurídica ligada a la soberanía, al reforzamiento de las fronteras y a la relación entre los Estados. Esta tensión inicial que marca la actitud hacia los extranjeros, permite cuestionar las posiciones que hacen residir en las condiciones psicológicas o antropológicas -ya provengan de la diferencia étnica, cultural o religiosa- los motivos de la exclusión.
La formación de la ciudadanía en la Argentina resulta, a nuestro entender, un buen ejemplo de esa construcción del “otro” como extranjero. La Argentina es uno de los países del mundo constituido por una población principalmente extranjera, el “crisol de razas” que se concibió en los momentos fundacionales. Podríamos decir que, tanto en la concepción de las élites político intelectuales como en las formas constitucionales que cristalizan los proyectos de nación, la actitud hacia los extranjeros puede incluirse dentro de las llamadas políticas de la hospitalidad. Sin embargo, el proceso de construcción de ciudadanía en nuestro país es interesante, no sólo porque se constituyó como nación de inmigrantes y su identidad es inescindible de ese dato histórico y poblacional, sino porque la experiencia que se dio en términos integracionistas implicó también momentos de exclusión. Con el inicio del siglo XX se pone de manifiesto la quiebra interna del proyecto nacional de las élites, y se revela la amenaza que representaba la masividad de la inmigración para ese ideal homogéneo que sustentaban. No sorprende que el mismo Sarmiento eleve sus críticas frente a ese giro no esperado de la política inmigratoria. En su última y controvertida obra Conflicto y armonías de las razas en América advertía que los inmigrantes «reales», lejos de resolver los atrasos en que se hallaba la población nativa, los aumentan con el suyo propio, incrementado los conflictos en los que se debatía la emancipación de las sociedades sudamericanas. Así se lamenta en 1884, poniendo en cuestión sus propias ideas de los años anteriores a la organización del país: «Desgraciadamente los emigrantes afanosos por mejorar de condición y enriquecerse, mal preparados como vienen para la vida pública, por no haberla ejercitado en sus respectivos países, agravan el mal, al parecer, lejos de remediarlo» (Sarmiento, O.C. T XXVII) [5] .
Se impone con fuerza entonces la figura del extranjero real, aquel sujeto intermedio entre el “extranjero deseado” y el “otro absoluto”, el bárbaro; este sujeto intermedio encarna la alteridad no deseada, o, aun más, rechazada. La misma categoría de extranjero adquiere en el curso de unas décadas el sentido de “civilizador” o de “amenaza”, de “ciudadano virtuoso” o de “guarango, fumista, simulador”.
Si, como sostiene Kristeva, esa tensión entre lo universal de la concepción moderna de los derechos y la particularidad de su asignación está operando en la actitud hacia los extranjeros desde la constitución de los Estados nacionales, la Argentina no quedará fuera de esa condición general. Sin embargo, la singularidad de esta formación nacional en Argentina está en el imaginario de sus élites, en cuyo discurso hay una ausencia deliberada de una historia previa, de la lengua o la cultura a la que apelar para cerrar sus fronteras. La gran paradoja de nuestra nación es el haberse soñado y constituido como una nación de extranjeros. Es así que este caso de “invención” de una nación a partir del “desierto” pone de manifiesto de manera ejemplar el carácter político de las fronteras de la ciudadanía y la constante resignificación de sus límites conceptuales.

Bibliografía
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Botana, Natalio. 1997. La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, Sudamericana, Buenos Aires.
Derrida, Jacques. 1993. “La deconstrucción de la actualidad” en Passages Nº 57, pp.60-75, Paris, (traducida por Cristina de Peretti) Diccionario Manual Griego. 2000. Barcelona. Vox
Halperín Donghi, Tulio. 1998. “¿Para qué la inmigración?”, en El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires. Sudamericana.
Halperin Donghi, Tulio. 1985. Una Nación para el desierto Argentino, (ed. especial ) Centro Editor de América Latina, Buenos Aires.
Ingenieros, José. 1956. La simulación de la Locura, Obras volumen 2, Elmer Ed., Buenos Aires.
Kristeva, Julia. 1998. Étrangers à nous-mêmes. París, Folios/ Gallimard.
Ramos Mejía, José María.(1889) 1952. Las Multitudes Argentinas, Guillermo Kraft limitada, Buenos Aires.
Sábato Hilda (coord.). 1999. Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, FCE, México.
Sarmiento, Domingo F. (1850) 1916. Argiropolis, o la capital de los Estados confederados del Río de la Plata, Ed Claridad, Buenos Aires.
Sarmiento, Domingo (1845) 1927, Facundo Ed. La Cultura Argentina, 4ª red. Buenos Aires.
Viñas, David. 1964. Literatura y política, CEAL. Buenos Aires.
Wahnich, Sophie. 1997. L´impossible citoyen, Albin Michel, Paris.


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*Prof. de Filosofía y Ciencia Política e investigadora del Instituo Gino Germani, Universidad de Buenos Aires.
[1] Para un análisis del extranjero como concepto político, ver Sophie Wahnich ‘L’impossible citoyen. L’étranger dans le discours de la Révolution francaise. Albin Michel Paris, 1997. En una línea de historia conceptual de la ciudadanía ver Pierre Rosanvallon, Le sacre du Citoyen, París, Gallimard, 1998.
[2] Hemos tratado este tema con mayor amplitud en S. Villavicencio (ed.) Los contornos de la ciudadanía. Extranjeros y nacionales en la Argentina del Centenario,, Buenos Aires, Eudeba, 2003.
[3] El debate en torno a las leyes de Residencia (1902) y de Defensa social (1910) ha sido seguido en el Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados DSD, años 1902 y 1904, y en el Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores (DSS, año 1902) Ley de defensa Social (1910), DSD y DSS, años 1910. Ver Susana Villavicencio, op.cit., Apéndice documental
[4] Tomamos la expresión de Etienne Balibar, ver Les frontières de la démocratie, París, La découverte, 1992.
[5] carta de Sarmiento a F.M. Noa, Bs. As. 1 de septiembre de 1884, O.C. T. XXXVII, Buenos Aires, Imprenta Mariano Moreno, 1900. Sarmiento cambia su posición frente a la inmigración a partir de 1882; criticará, por una parte, la actitud de los extranjeros que se niegan a nacionalizarse, y por la otra, la afluencia de inmigrantes iletrados y sin hábitos para la democracia