Por Gabriel Salazar
Domingo 6 de diciembre de 2009
La Nación Domingo
Santiago de Chile.
El Estado -o, si se prefiere- el sistema político, como toda construcción humana, está expuesto a los vientos cívicos soberanos que, más a menudo que no, soplan sobre él. Sosteniéndolo, pero también erosionándolo o derribándolo. Por más que lo quiera, el Estado no está sobre la historia, ni sobre la voluntad de su pueblo. Las leyes que suelen dictarse para apuntalar su estabilidad y su afán de perpetuación, tarde o temprano terminan por disolverse en el caudal fluyente de la soberanía ciudadana.
Cierto es que algunos estados, sostenidos por leyes de apuntalamiento y/o por su monopolio de la “violencia legítima” (Max Weber), duran más tiempo del que debieran, pese al descontento ciudadano y a la corrosión soberana que eso produce en sus fundamentos constitucionales y en su efigie política. Con todo, la contención forzada o artificiosa de esa corrosión no les asegura perpetuidad, sino explosividad. O sea: la probabilidad de que sobrevenga un “reventón histórico”. Los estados que van por la vida armados legalmente hasta los dientes para frenar la corrosión ciudadana devienen, por eso, históricamente, en bombas de tiempo.
Ante eso, una mente ciudadana razonable sostendría que lo mejor para todos es que los sistemas políticos nazcan y crezcan fielmente sujetos a la voluntad soberana de las mayorías. Adheridos al fluir de sus sentimientos, deliberaciones y propuestas. Sobre todo si esas mayorías han sido bicentenariamente excluidas, marginadas y sometidas a diversos tipos de dominación traumática para ellas.
Los estados, pues, pueden nacer enfermos (deformes) o enfermarse en el trayecto (por contaminación con virus antidemocráticos o ineficientes). Pero, como quiera que sea, todas las enfermedades estatales han tenido, tienen y tendrán siempre, en este mundo, un solo médico y una sola medicina: la voluntad ciudadana y el ejercicio sanatorio de la misma. Todo lo demás es superchería y brujería políticas. O matonaje militar.
Un Estado nace “deforme” cuando su nacimiento no es el parto natural de la voluntad informada y deliberada de la ciudadanía, sino un aborto “cesarista” manipulado por una intervención militar violenta. Cuando, bajo el amparo de las armas, una camarilla minoritaria redacta escondida el texto de una nueva Constitución. Cuando, al término de eso, se impone un sistema político diametralmente distinto al que proponía y/o exigía la mayoría ciudadana. Cuando se usurpa la soberanía popular construyendo un Estado nacional (cualquiera sea su orientación) a espaldas de ella. O sea: traicionándola, no representándola. Cuando, en suma, se perpetra un crimen de lesa soberanía. En este caso, el tipo de Estado que resulta de ese proceso va por la historia arrastrando su deformidad y monstruosidad de nacimiento: su ilegitimidad. El prematuro asesinato político de sus padres legítimos.1
En Chile, el Estado impuesto en 1833 por Diego Portales y sus generales a sueldo, tuvo ese tipo de nacimiento. El que Arturo Alessandri Palma impuso mañosamente en 1925, nació del mismo modo. El que impuso Augusto Pinochet mediante terrorismo militar desde 1973, lo mismo. En verdad, la historia bicentenaria del Estado chileno no conoce la legitimidad.2 Con todo, alguien podría decir: ¿y qué importa todo eso, si el Estado, como quiera que sea su origen, es “eficiente”?
Si la legitimidad tiene que ver con el “modo de nacer” de los estados, la eficiencia dice relación con su “modo de vivir”, es decir, con su modo de administrar los recursos de toda la nación. Por eso, cuando un Estado, luego de 100 años de declamada estabilidad, deja al país atrapado en una etapa preindustrial, con una masa marginal (no integrada a la modernidad) que alcanza al 60% de la población, con la memoria de cinco guerras civiles y 12 masacres de la clase popular (es lo que traía en su hoja de vida el Estado portaliano de 1833 al llegar al período 1910-1925), entonces, cabe decir que ese Estado estaba sumido en una grave crisis de eficiencia.3
Podría decirse que la crisis de eficiencia no importa tanto si, pese a todo, el Estado es “representativo”; es decir, si cuenta con la confianza y la credibilidad de la ciudadanía. O sea: si respira dentro de sí con el aliento soberano de su pueblo. Sin embargo, si la crisis de eficiencia se arrastra por mucho tiempo (por ejemplo, un siglo), entonces las mayorías ciudadanas retiran su confianza y el Estado de marras queda suspendido, con toda su carga de políticos y militares, sobre un vacío de sustentación. Convertido en burbuja de aire. En una cáscara decadente sin enjundia ciudadana, que, corrupta, se desmorona por su propio peso. Es lo que le sucedió al Estado portaliano (de 1833) hacia 1910-1925. Esta específica enfermedad estatal tiene un nombre propio: crisis de representatividad.4
No son ésas, sin embargo, las únicas enfermedades históricas del Estado. Pues hay también otras que no se originan en la identidad que debe existir entre el Estado y su pueblo soberano (plano de la legitimidad), sino en la relación paritaria que debe regir entre los estados (plano del mercado mundial). Porque el Estado, si se funda sobre una base nacional y si se sustenta en una constitución y un discurso de legitimación nacionales, debería sostener paritariamente ese nacionalismo en el mercado mundial. Pero, si en lugar de sostener esos principios nacionales los diluye sistemáticamente al admitir una y otra vez la penetración (o invasión) masiva de los poderes económicos y culturales que hegemonizan el mercado mundial, entonces incurre en una crisis de lesa nacionalidad. Cuando ésta ocurre, la nación pierde su alma cultural, su independencia económica, su impulso vital y se anonada progresivamente en procesos lentos de colonización o recolonización. En ese contexto, el Estado se ahueca, pierde sangre nacionalista y se diluye hacia fuera, en hemorragia existencial. Es lo que le ocurrió al Estado portaliano (de 1833) hacia 1910-1925, cuando los capitales extranjeros llegaron a controlar el 66% de la economía capitalista del país, cuando la clase dirigente se quedó sin imaginación ni poder efectivo para desarrollar la nación y cuando la clase popular se hundió sin remedio en la miseria de los conventillos, reventando incluso la caridad.
En la actualidad, desde la crisis de 1982, todos los estados nacionales organizan sus países para facilitar el aterrizaje del capital financiero internacional. Ese viajero apátrida que, guiándose por las “clasificadoras de riesgo” (Standard & Poor’s, Moody’s, etc.), trae y lleva, a toda velocidad, inversiones “desarrollistas”. Al prepararse el país para su ansiado aterrizaje, el alma nacional del desarrollo deja de habitar el corazón del capital industrial para dejarse llevar sobre las alas burbujeantes del mundializado capital financiero: esa vía láctea de glóbulos en retail que exige perentoriamente eliminar aranceles protectores, diluir trabas burocráticas, aniquilar royalties mineros, pulverizar el cemento “empresarial” del Estado, borronear la efigie de las fábricas, aniquilar el derecho de propiedad de los trabajadores (sobre sus cotizaciones previsionales) en beneficio del poder administrativo del capital, atomizar los planes nacionales en millonésimos small projects, proliferar al infinito los contratos laborales precaristas, educar para competir (no para solidarizar), gobernar para internacionalizar, etc.
Empujado por el vértigo de esas “inversiones”, el Estado nacional -concuerdan los nuevos sociólogos y cientistas políticos- ha comenzado a ceder, repartir y licitar poderes hacia arriba, hacia abajo y hacia el lado. Como centrifugadora. Como tributo a la globalización y miniaturización de lo nacional. Y el resultado histórico neto -dicen los intelectuales supradichos- es el ahuecamiento del Estado.5 Con ello se está abriendo una transición paulatina hacia un Estado global que, por ahora, es sólo un ubicuo gendarme militar (Estados Unidos) y un capital financiero altisonante y hegemónico, pero con pies de barro (en Wall Street).6 Como quiera que sea, el ahuecamiento estatal es, ya, un hecho (sobre todo en Chile). Y este hecho está desfondando la línea de flotación de todos los solícitos habitantes profesionales del Estado (la clase política civil) y, más pronto que tarde, también de los guardianes armados del nacionalismo (la clase política militar). El abismo, por eso, se hunde en múltiples remolinos horizontales, los que han desorbitado a “díscolos” por la izquierda y la derecha, envejeciendo prematuramente a la mayoría de los que, siendo jóvenes, se sienten ya indispensables “hombres públicos”. Ante semejante derrumbe, la clase política militar hace “ruidos de sables” por aquí y por allá, convocada por nadie, solicitada por ninguno, excepto por la dudosa gloria de sus victorias internas.
Si el Estado nacional se evapora en la estratosfera enrarecida de un capital que burbujea triunfante su especulación febril, los sujetos de carne y hueso, en abierta contraposición, sienten que se están llenando, día a día, de potencia cívica. Porque ya no se sienten huecos, ni títeres (militantes), como se sentían en el pasado, en el apogeo de la sociedad industrial de masas. Y por lo mismo, si la ciudadanía se está llenando de memoria histórica en proporción inversa al ahuecamiento voluntario del estado nacional ¿por qué, entonces, no desconfiar del Estado? ¿Por qué no trasladar la fe política desde el poderoso Estado burocratizado de la época fordista a una ciudadanía que, después de mucho tiempo, siente correr por sus venas esa querida sangre de la soberanía en sí?
El ahuecamiento del Estado nacional es una dolencia grave. Requiere de tratamiento rápido. Eficiente. Tanto más si esa dolencia viene recargada con una fea crisis de legitimidad (1973), con otra no menos fea de ineficiencia y otra de representatividad. Pues, entonces, podría estimarse que se trata de una larvada crisis terminal.
¿Cuáles son los diagnósticos que corren por allí sobre el Estado chileno actual?
Las poderosas “clasificadoras de riesgo” internacionales -devotas hetairas del capital financiero mundial- han clasificado el Estado chileno (en tanto gobernado por la Concertación), en rangos de excelencia, tipo top ten, porque: a) representa poco riesgo para ese capital; b) ha logrado estabilizar el Estado de derecho “democrático” impuesto por la dictadura en 1980; c) ha logrado disciplinar a las clases trabajadoras y a los grupos realmente díscolos bajo el principio (competitivo) de gobernabilidad y d) porque ha demostrado y demuestra practicar una fe neoliberal de rango salvífico en el contexto latinoamericano. Considerando esto, el Estado chileno estaría en condiciones de postularse al club de los países más estables y neoliberales del orbe.7 Sin embargo, no deja de ser sorprendente que esas mismas consultoras clasifiquen a Chile en rangos de franca mediocridad en todo lo que tiene que ver con la empresa, con el valor agregado a los productos importados, con la inversión reproductiva, con la innovación tecnológica, etc.; es decir, con lo relativo a la responsabilidad profesional del empresariado privado.8 Y esto revela que nuestro aclamado neoliberalismo es, en verdad, más de naturaleza política (neoliberal) que de auténtica madera capitalista. Y si se observan las variables relativas a la capacitación laboral, a la cooperación productiva, a la educación general, a la distribución del ingreso y a los indicadores claves del desarrollo social, Chile queda normalmente en los nichos vergonzosos del ranking. Nuestro índice nacional de competitividad, pues, es más engañoso que auténtico.
¿Y cuál es el diagnóstico de los mismos chilenos? Las encuestas de opinión pública que no se abocan a medir el grado de simpatía personal y el perfil electoral de cada “rostro” que circula por la televisión, muestran un cuadro diferente al anterior. Pues, pese al prestigio personal récord de algunos rostros del gobierno, más del 70% de los chilenos dice que no siente credibilidad ni confianza por el gobierno de la República; mientras, más del 80% afirma que tampoco las siente respecto del Congreso Nacional y los Tribunales de Justicia, y más del 90% no siente ni credibilidad ni confianza algunas en los partidos políticos y, sobre todo, en los políticos como “clase”.9
En el ranking de la opinión ciudadana, el Estado de 1973 (legalizado en 1980 y “democratizado” tardíamente en 1990) está clasificado, pues, en los nichos inferiores de la confiabilidad y en los superiores del rechazo histórico. Vive, pues, una crisis de representatividad. Al paso que le pena en su pasado cercano el pecado original de su ilegitimidad, y en su presente, su fama ya extendida de distribuidor ineficiente del ingreso nacional. Agregando a eso, además, que, de cara al mercado mundial, padece de ahuecamiento progresivo…
¿No será conveniente, entonces, iniciar una reflexión cívica sistemática acerca de las dolencias históricas de nuestro Estado? Todo indica que es una tarea ciudadana que, día a día, se vuelve más y más indispensable. //LND
1. Ver de J. Habermas: “Problemas de legitimación en el capitalismo tardío” (B. Aires, 1991), pp. 120-128.
2. G. Salazar: “Construcción de Estado en Chile: la historia reversa de la legitimidad”, en Proposiciones N° 24 (Santiago, 1994. Ediciones SUR), pp. 92-110.
3. Sobre la crisis de “eficiencia” del orden portaliano, ver de G. Salazar: “Mercaderes, empresarios y capitalistas. Chile, siglo XIX” (Santiago, 2009. Editorial Sudamericana), passim.
4. Ídem: “Del poder constituyente de asalariados e intelectuales (Chile, siglos XX y XXI)” (Santiago, 2009. Ediciones LOM), pp. 25-120.
5. Ver de David Harvey: “The condition of postmodernity” (Oxford, 1990. Blackwell), Part II, y de Bob Jessop: “The future of the capitalist State” (Oxford, 2002. Polity), Chapter III.
6. George Soros: “The crash of 2008 and what it means” (New York, 2009. Public Affairs), Part Three.
7. Es lo que propone el llamado Consorcio de Consultoras para la Reforma del Estado (chileno), a objeto de darle una categoría “mundial”.
8. La información detallada respecto al ranking de competitividad que las consultoras internacionales le asignan a Chile desde 1905 puede leerse periódicamente en El Mercurio, cuerpo B.
9. El detalle de estas encuestas en: G. Salazar: “Ricardo Lagos, 2000-2005: Perfil histórico, trasfondo popular”, en Hugo Fazio et al.: “Gobierno de Lagos, balance crítico” (Santiago, 2005. LOM Ediciones), 71-100.
Domingo 6 de diciembre de 2009
La Nación Domingo
Santiago de Chile.
El Estado -o, si se prefiere- el sistema político, como toda construcción humana, está expuesto a los vientos cívicos soberanos que, más a menudo que no, soplan sobre él. Sosteniéndolo, pero también erosionándolo o derribándolo. Por más que lo quiera, el Estado no está sobre la historia, ni sobre la voluntad de su pueblo. Las leyes que suelen dictarse para apuntalar su estabilidad y su afán de perpetuación, tarde o temprano terminan por disolverse en el caudal fluyente de la soberanía ciudadana.
Cierto es que algunos estados, sostenidos por leyes de apuntalamiento y/o por su monopolio de la “violencia legítima” (Max Weber), duran más tiempo del que debieran, pese al descontento ciudadano y a la corrosión soberana que eso produce en sus fundamentos constitucionales y en su efigie política. Con todo, la contención forzada o artificiosa de esa corrosión no les asegura perpetuidad, sino explosividad. O sea: la probabilidad de que sobrevenga un “reventón histórico”. Los estados que van por la vida armados legalmente hasta los dientes para frenar la corrosión ciudadana devienen, por eso, históricamente, en bombas de tiempo.
Ante eso, una mente ciudadana razonable sostendría que lo mejor para todos es que los sistemas políticos nazcan y crezcan fielmente sujetos a la voluntad soberana de las mayorías. Adheridos al fluir de sus sentimientos, deliberaciones y propuestas. Sobre todo si esas mayorías han sido bicentenariamente excluidas, marginadas y sometidas a diversos tipos de dominación traumática para ellas.
Los estados, pues, pueden nacer enfermos (deformes) o enfermarse en el trayecto (por contaminación con virus antidemocráticos o ineficientes). Pero, como quiera que sea, todas las enfermedades estatales han tenido, tienen y tendrán siempre, en este mundo, un solo médico y una sola medicina: la voluntad ciudadana y el ejercicio sanatorio de la misma. Todo lo demás es superchería y brujería políticas. O matonaje militar.
Un Estado nace “deforme” cuando su nacimiento no es el parto natural de la voluntad informada y deliberada de la ciudadanía, sino un aborto “cesarista” manipulado por una intervención militar violenta. Cuando, bajo el amparo de las armas, una camarilla minoritaria redacta escondida el texto de una nueva Constitución. Cuando, al término de eso, se impone un sistema político diametralmente distinto al que proponía y/o exigía la mayoría ciudadana. Cuando se usurpa la soberanía popular construyendo un Estado nacional (cualquiera sea su orientación) a espaldas de ella. O sea: traicionándola, no representándola. Cuando, en suma, se perpetra un crimen de lesa soberanía. En este caso, el tipo de Estado que resulta de ese proceso va por la historia arrastrando su deformidad y monstruosidad de nacimiento: su ilegitimidad. El prematuro asesinato político de sus padres legítimos.1
En Chile, el Estado impuesto en 1833 por Diego Portales y sus generales a sueldo, tuvo ese tipo de nacimiento. El que Arturo Alessandri Palma impuso mañosamente en 1925, nació del mismo modo. El que impuso Augusto Pinochet mediante terrorismo militar desde 1973, lo mismo. En verdad, la historia bicentenaria del Estado chileno no conoce la legitimidad.2 Con todo, alguien podría decir: ¿y qué importa todo eso, si el Estado, como quiera que sea su origen, es “eficiente”?
Si la legitimidad tiene que ver con el “modo de nacer” de los estados, la eficiencia dice relación con su “modo de vivir”, es decir, con su modo de administrar los recursos de toda la nación. Por eso, cuando un Estado, luego de 100 años de declamada estabilidad, deja al país atrapado en una etapa preindustrial, con una masa marginal (no integrada a la modernidad) que alcanza al 60% de la población, con la memoria de cinco guerras civiles y 12 masacres de la clase popular (es lo que traía en su hoja de vida el Estado portaliano de 1833 al llegar al período 1910-1925), entonces, cabe decir que ese Estado estaba sumido en una grave crisis de eficiencia.3
Podría decirse que la crisis de eficiencia no importa tanto si, pese a todo, el Estado es “representativo”; es decir, si cuenta con la confianza y la credibilidad de la ciudadanía. O sea: si respira dentro de sí con el aliento soberano de su pueblo. Sin embargo, si la crisis de eficiencia se arrastra por mucho tiempo (por ejemplo, un siglo), entonces las mayorías ciudadanas retiran su confianza y el Estado de marras queda suspendido, con toda su carga de políticos y militares, sobre un vacío de sustentación. Convertido en burbuja de aire. En una cáscara decadente sin enjundia ciudadana, que, corrupta, se desmorona por su propio peso. Es lo que le sucedió al Estado portaliano (de 1833) hacia 1910-1925. Esta específica enfermedad estatal tiene un nombre propio: crisis de representatividad.4
No son ésas, sin embargo, las únicas enfermedades históricas del Estado. Pues hay también otras que no se originan en la identidad que debe existir entre el Estado y su pueblo soberano (plano de la legitimidad), sino en la relación paritaria que debe regir entre los estados (plano del mercado mundial). Porque el Estado, si se funda sobre una base nacional y si se sustenta en una constitución y un discurso de legitimación nacionales, debería sostener paritariamente ese nacionalismo en el mercado mundial. Pero, si en lugar de sostener esos principios nacionales los diluye sistemáticamente al admitir una y otra vez la penetración (o invasión) masiva de los poderes económicos y culturales que hegemonizan el mercado mundial, entonces incurre en una crisis de lesa nacionalidad. Cuando ésta ocurre, la nación pierde su alma cultural, su independencia económica, su impulso vital y se anonada progresivamente en procesos lentos de colonización o recolonización. En ese contexto, el Estado se ahueca, pierde sangre nacionalista y se diluye hacia fuera, en hemorragia existencial. Es lo que le ocurrió al Estado portaliano (de 1833) hacia 1910-1925, cuando los capitales extranjeros llegaron a controlar el 66% de la economía capitalista del país, cuando la clase dirigente se quedó sin imaginación ni poder efectivo para desarrollar la nación y cuando la clase popular se hundió sin remedio en la miseria de los conventillos, reventando incluso la caridad.
En la actualidad, desde la crisis de 1982, todos los estados nacionales organizan sus países para facilitar el aterrizaje del capital financiero internacional. Ese viajero apátrida que, guiándose por las “clasificadoras de riesgo” (Standard & Poor’s, Moody’s, etc.), trae y lleva, a toda velocidad, inversiones “desarrollistas”. Al prepararse el país para su ansiado aterrizaje, el alma nacional del desarrollo deja de habitar el corazón del capital industrial para dejarse llevar sobre las alas burbujeantes del mundializado capital financiero: esa vía láctea de glóbulos en retail que exige perentoriamente eliminar aranceles protectores, diluir trabas burocráticas, aniquilar royalties mineros, pulverizar el cemento “empresarial” del Estado, borronear la efigie de las fábricas, aniquilar el derecho de propiedad de los trabajadores (sobre sus cotizaciones previsionales) en beneficio del poder administrativo del capital, atomizar los planes nacionales en millonésimos small projects, proliferar al infinito los contratos laborales precaristas, educar para competir (no para solidarizar), gobernar para internacionalizar, etc.
Empujado por el vértigo de esas “inversiones”, el Estado nacional -concuerdan los nuevos sociólogos y cientistas políticos- ha comenzado a ceder, repartir y licitar poderes hacia arriba, hacia abajo y hacia el lado. Como centrifugadora. Como tributo a la globalización y miniaturización de lo nacional. Y el resultado histórico neto -dicen los intelectuales supradichos- es el ahuecamiento del Estado.5 Con ello se está abriendo una transición paulatina hacia un Estado global que, por ahora, es sólo un ubicuo gendarme militar (Estados Unidos) y un capital financiero altisonante y hegemónico, pero con pies de barro (en Wall Street).6 Como quiera que sea, el ahuecamiento estatal es, ya, un hecho (sobre todo en Chile). Y este hecho está desfondando la línea de flotación de todos los solícitos habitantes profesionales del Estado (la clase política civil) y, más pronto que tarde, también de los guardianes armados del nacionalismo (la clase política militar). El abismo, por eso, se hunde en múltiples remolinos horizontales, los que han desorbitado a “díscolos” por la izquierda y la derecha, envejeciendo prematuramente a la mayoría de los que, siendo jóvenes, se sienten ya indispensables “hombres públicos”. Ante semejante derrumbe, la clase política militar hace “ruidos de sables” por aquí y por allá, convocada por nadie, solicitada por ninguno, excepto por la dudosa gloria de sus victorias internas.
Si el Estado nacional se evapora en la estratosfera enrarecida de un capital que burbujea triunfante su especulación febril, los sujetos de carne y hueso, en abierta contraposición, sienten que se están llenando, día a día, de potencia cívica. Porque ya no se sienten huecos, ni títeres (militantes), como se sentían en el pasado, en el apogeo de la sociedad industrial de masas. Y por lo mismo, si la ciudadanía se está llenando de memoria histórica en proporción inversa al ahuecamiento voluntario del estado nacional ¿por qué, entonces, no desconfiar del Estado? ¿Por qué no trasladar la fe política desde el poderoso Estado burocratizado de la época fordista a una ciudadanía que, después de mucho tiempo, siente correr por sus venas esa querida sangre de la soberanía en sí?
El ahuecamiento del Estado nacional es una dolencia grave. Requiere de tratamiento rápido. Eficiente. Tanto más si esa dolencia viene recargada con una fea crisis de legitimidad (1973), con otra no menos fea de ineficiencia y otra de representatividad. Pues, entonces, podría estimarse que se trata de una larvada crisis terminal.
¿Cuáles son los diagnósticos que corren por allí sobre el Estado chileno actual?
Las poderosas “clasificadoras de riesgo” internacionales -devotas hetairas del capital financiero mundial- han clasificado el Estado chileno (en tanto gobernado por la Concertación), en rangos de excelencia, tipo top ten, porque: a) representa poco riesgo para ese capital; b) ha logrado estabilizar el Estado de derecho “democrático” impuesto por la dictadura en 1980; c) ha logrado disciplinar a las clases trabajadoras y a los grupos realmente díscolos bajo el principio (competitivo) de gobernabilidad y d) porque ha demostrado y demuestra practicar una fe neoliberal de rango salvífico en el contexto latinoamericano. Considerando esto, el Estado chileno estaría en condiciones de postularse al club de los países más estables y neoliberales del orbe.7 Sin embargo, no deja de ser sorprendente que esas mismas consultoras clasifiquen a Chile en rangos de franca mediocridad en todo lo que tiene que ver con la empresa, con el valor agregado a los productos importados, con la inversión reproductiva, con la innovación tecnológica, etc.; es decir, con lo relativo a la responsabilidad profesional del empresariado privado.8 Y esto revela que nuestro aclamado neoliberalismo es, en verdad, más de naturaleza política (neoliberal) que de auténtica madera capitalista. Y si se observan las variables relativas a la capacitación laboral, a la cooperación productiva, a la educación general, a la distribución del ingreso y a los indicadores claves del desarrollo social, Chile queda normalmente en los nichos vergonzosos del ranking. Nuestro índice nacional de competitividad, pues, es más engañoso que auténtico.
¿Y cuál es el diagnóstico de los mismos chilenos? Las encuestas de opinión pública que no se abocan a medir el grado de simpatía personal y el perfil electoral de cada “rostro” que circula por la televisión, muestran un cuadro diferente al anterior. Pues, pese al prestigio personal récord de algunos rostros del gobierno, más del 70% de los chilenos dice que no siente credibilidad ni confianza por el gobierno de la República; mientras, más del 80% afirma que tampoco las siente respecto del Congreso Nacional y los Tribunales de Justicia, y más del 90% no siente ni credibilidad ni confianza algunas en los partidos políticos y, sobre todo, en los políticos como “clase”.9
En el ranking de la opinión ciudadana, el Estado de 1973 (legalizado en 1980 y “democratizado” tardíamente en 1990) está clasificado, pues, en los nichos inferiores de la confiabilidad y en los superiores del rechazo histórico. Vive, pues, una crisis de representatividad. Al paso que le pena en su pasado cercano el pecado original de su ilegitimidad, y en su presente, su fama ya extendida de distribuidor ineficiente del ingreso nacional. Agregando a eso, además, que, de cara al mercado mundial, padece de ahuecamiento progresivo…
¿No será conveniente, entonces, iniciar una reflexión cívica sistemática acerca de las dolencias históricas de nuestro Estado? Todo indica que es una tarea ciudadana que, día a día, se vuelve más y más indispensable. //LND
1. Ver de J. Habermas: “Problemas de legitimación en el capitalismo tardío” (B. Aires, 1991), pp. 120-128.
2. G. Salazar: “Construcción de Estado en Chile: la historia reversa de la legitimidad”, en Proposiciones N° 24 (Santiago, 1994. Ediciones SUR), pp. 92-110.
3. Sobre la crisis de “eficiencia” del orden portaliano, ver de G. Salazar: “Mercaderes, empresarios y capitalistas. Chile, siglo XIX” (Santiago, 2009. Editorial Sudamericana), passim.
4. Ídem: “Del poder constituyente de asalariados e intelectuales (Chile, siglos XX y XXI)” (Santiago, 2009. Ediciones LOM), pp. 25-120.
5. Ver de David Harvey: “The condition of postmodernity” (Oxford, 1990. Blackwell), Part II, y de Bob Jessop: “The future of the capitalist State” (Oxford, 2002. Polity), Chapter III.
6. George Soros: “The crash of 2008 and what it means” (New York, 2009. Public Affairs), Part Three.
7. Es lo que propone el llamado Consorcio de Consultoras para la Reforma del Estado (chileno), a objeto de darle una categoría “mundial”.
8. La información detallada respecto al ranking de competitividad que las consultoras internacionales le asignan a Chile desde 1905 puede leerse periódicamente en El Mercurio, cuerpo B.
9. El detalle de estas encuestas en: G. Salazar: “Ricardo Lagos, 2000-2005: Perfil histórico, trasfondo popular”, en Hugo Fazio et al.: “Gobierno de Lagos, balance crítico” (Santiago, 2005. LOM Ediciones), 71-100.