Saturday, February 20, 2010

Articulación ideológica del proyecto colonizador chileno durante el siglo XIX. Organización del estado republicano. Omar turra Díaz.

Boletín Nº4 del museo y archivo histórico municipal de Osorno. M.A Matta 809, fono-fax 238615 editor responsable Gabriel Peralta Vidal, Osorno, 1998.

pp. 109-126

La voluntad de superar el desorden socio-político que prosiguió a la emancipación, alcanza en la organización republicana del estado la estabilidad política y jurídica necesaria. El nuevo estado instaurado a partir de 1830 resultante de la hegemonía conservadora y de los principios políticos de portales, encontró en el consenso mayoritario de la aristocracia, en torno a la necesidad de establecer un orden mínimo, el ámbito propicio para formular para sí y para el resto de la sociedad un proyecto de organización política y social. En lo fundamental, este procuraba otorgarle estabilidad y continuidad al régimen civil a través de la conformación de un estado fuerte, fundado en un principio de autoridad impersonal y en la primacía del poder ejecutivo, capaz de controlar las fuerzas que amenazaban las debilidades estructurales de la naciente república. Dichos propósitos informan y encarnan toda la estructura de la organización jurídico-formal del poder reflejada en las normas constitución del 33, en base a la cual se patentiza el reinado de la constitucionalidad y la estructuración de “Estado en forma”


Como organización sociopolítica, el estado republicano surgió del apoyo prestado por el grueso de la aristocracia de base eminentemente agraria, y de los nuevos actores provenientes fundamentalmente del ámbito mercantil-financiero. Ellos, as u vez, conformaban la reducida elite que intervenía en el proceso político, dado el carácter censitario del sufragio electoral y otorgaban contenido al accionar del estado. Frente a esta elite política-económica existía una gran masa popular, mayoritariamente rural, no integrada y marginal, carente de participación política, pero protagonista de su propia historia, sobre la que el aparato estatal planifico actuar de modo de hacerlas participes, subordinadamente del nuevo orden y de acuerdo al propósito de moldearla según parámetros de la nación proyectada.


En la configuración de este orden estatal surgen al menos dos paradojas que es necesario dejar precisadas. La primera, que interpreta al accionar de una elite oligárquica y aristocrática, de base fundamentalmente agraria que, asumiendo como propio principios de origen liberal, como lo valores de la razón y la fe en el progreso se procuro construir un estado y un aparato jurídico de corte republicano y democrático. Pero construyó un estado y un sistema jurídico que restringió la participación política y económica de los miembros a los miembros de la alianza dominante y, además mantuvo en sus haciendas relaciones de producción “semiserviles” que favorecían un incremento rápido de la producción para la exportación. Se establecía así, una brecha importante entre los principios de “orden y progreso” y consignas liberales proclamadas, con la realidad de la exclusión y explotación de las mayorías campesinas. La segunda, dice relación con el manejo y control que ostento la aristocracia terrateniente del aparato estatal, del proceso político en general, pero sin embargo esta no fue la principal beneficiaria del régimen, puesto que debió subordinar sus intereses a los que imponía el capital financiero inglés o sus representantes, los mercaderes banqueros en términos de Salazar, que eran los que manejaban la verdadera riqueza. Las casas comerciales de Valparaíso, la naciente banca, los mineros y fundidores, conformaban el sector que realmente hegemonizo la economía. Su alianza con los terratenientes, entonces, fue permanente: unos que manejaban las finanzas y los otros controlaban el país.


El carácter urbano de los agricultores terratenientes, específicamente de aquellos vinculados con el entorno santiaguino, posibilito su acceso a los asuntos públicos y participación en la administración estatal. Más aun el entrelazamiento de las ricas familias criollas favoreció a la vinculación campo-ciudad, esto es la articulación de todo el valle central en un círculo social pequeño, estable y asentado permanente en la propiedad de la tierra. Complemento fundamental de estas condiciones era la hegemonía rural-hacendal que detentaban los terratenientes, que les permitía controlar el territorio y su población, dado que fuera de la escasas ciudades que existían la única organización legitima y consolidada era la hacienda. Por tanto, la base de la organización estatal se articulo de acuerdo con las pautas de los terratenientes quienes proyectaron el sistema de poder establecido de las haciendas y pueblos controlados por los hacendados, conformando un espacio rural relativamente homogéneo y comunicado, donde el poder estatal se ejerció real y prácticamente a través del poder rural. 111


De esta forma queda estructurado un orden estatal de carácter aristocrático republicano, que permitió una relativa estabilidad política en el seno de los grupos de poder que intervenían en la dirección del país. La configuración autoritaria del poder reproducía los mecanismos fundamentales de la institucionalidad, mediante la intervención sistemática en los procesos electorales y a través del empleo del aparataje militar, atenuando con ellos las sensibilidades ideológicas y los intereses entre grupos económicos y sociales distintos. Conllevaba en su estructura, también, las pautas del estado centralizado donde las decisiones administrativas y económicas se concentraban en Santiago, en el gobierno central, por lo tanto la hegemonía relativa que alcanzaron en este ámbito los diversos discursos argumentales le otorgaron el matiz de contenido a las acciones estatales y a las formas de entender el devenir social y económico del país.


Estado-nación y modernización.


Lograda la organización política y jurídica del país y con ella la conjugación de un nuevo modelo de legitimación y ejercicio del poder, una de las tareas primeras que asumió la elite dirigente fue la articulación de cánones culturales acorde con las nuevas circunstancias.


El ímpetu de definir los fundamentos sociales en que debía basarse la naciente república, al igual que las condiciones para su desarrollo devino en que las practicas discursivas evidenciaran una acentuada gravitación en el dominio de los factico, delineando y reformulando el plano histórico a la luz de argumentaciones que vinculaban lo literario con lo político. Tal ejercicio intelectual genero desde la emancipación misma una serie de propuestas de pensadores imbuidos del enciclopedismo europeo, que postulaban los caminos de la civilización y el progreso, con los parámetros del pensamiento ilustrado, como una forma de contraposición a la tradición y al sustrato cultural del país.


Tanto la búsqueda de una nueva organización política como de un nuevo modelo cultural-ideológico, respondió a un diagnostico negativo de la condición colonial y fundamentalmente, de la condición de súbditos de la corona española. Esta, según las proclamas antiespañolas, resultaba directamente responsable del atraso en que se encontraba la ex colonia, atraso que en sus raíces obedecía a un modo cultural señorial, oscurantista y falto de todas las virtudes necesarias para el anhelado progreso. Así, en su polémica investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema social de los españoles en chile, José Victorino Lastarria planteaba la necesidad de emprender una lucha contra el “despotismo del pasado” similar a aquella emprendida por los patriotas contra el “despotismo de los reyes”, con el mismo propósito, el estadista argentino Juan Bautista Alberdi expone en sus estudios económicos un vivo cuadro de ese espíritu heredado de la colonia y que se levantaba como un formidable obstáculo para el progreso de las diversas repúblicas de América latina.


No es extrañar, entonces, que los modelos proyectivos donde se busco fundar este nuevo orden se encontraran en las naciones que habían logrado desligarse de las antiguas configuraciones sociales, políticas, económicas y culturales y habían establecido el gobierno de la razón y la libertad, únicos medios adecuados para el progreso de los pueblos.


En esta perspectiva, hacia 1840, comienzan a parecer una serie de escritos de ensayistas y literatos como Lastarria, Bilbao, arcos, los hermanos Amunategui, vicuña Mackenna y sarmiento, entre otros, que expresan e institucionalizan un conjunto de ideas y aspiraciones que durante la segunda mitad del siglo XIX van a permear los distintos niveles de la sociedad chilena. A grandes rasgos estas aspiraciones dicen relación con la soberanía del individuo y la libertad como eje del sistema, dentro del plano jurídico, en el ámbito político, la forma republicana de gobierno y la separación e independencia de los poderes dele estado, en la historiografía, el relato de una nación que se inscribe en la ley del progreso y que se constituye como negación del pasado colonial, en las letras, el afán de una literatura que exprese a la sociedad de la época y que emancipe a los espíritus de los valores del pasado; en el plano institucional, la separación entre iglesia y estado, en el educación, el predominio del laicismo racionalista, y en la vida social y en las costumbres, la apropiación constante de modelos europeos y el afrancesamiento.


Este conjunto de aspiraciones e ideas fuerza se canalizarán con gran vehemencia y en forma sistemática a través de diarios, revistas, ensayos históricos literarios, discursos políticos, agrupaciones sociales, clubes de reforma, partidos políticos, instituciones educativas etc., conformando tal constelación con sus agentes y expresiones lo que conocemos como cultura liberal. La paulatina hegemonía que ella ejerce sobre la sociedad chilena, y la tensión como el punto de vista ultramontano y conservador dominan casi todo el espectro político-intelectual de la centuria decimonónica.


Resulta explicable que sea el liberalismo y no otra doctrina la que alcance preponderancia en chile hacia mediados del siglo pasado. De hecho, la apertura y la expansión de los vínculos comerciales con Europa, así como el influjo que todo lo europeo encontraba entre los criollos, contribuyen a fomentar la difusión de dicha doctrina. En el ámbito económico se participaba en un mercado internacional que se desenvolvía en base a cánones liberales. Se accedía además a una cultura, fundamentalmente la francesa, que en aquel entonces representaba el cenit del liberalismo. Agregase a ello el hecho que los sectores que participaban del poder carecían de bases sociales y económicas lo suficientemente definidas como para despertar grandes rivalidades ideológicas. La incógnita con respecto al potencial económico de un país todavía desconocido en sus recursos naturales, las posibilidades de un mercado internacional al que comenzaban a acceder, actuaron entre otros factores como considerandos que proporcionaron a la elite de aquel entonces, en el terreno ideológico, una pragmática fluidez.


Esto explica que desde el punto de vista de la organización político-social el liberalismo constituyó en chile, más bien, una declaración de principios. El orden político-social no dejo de ser oligárquico, es decir, excluyente y restrictivo, pese a su reiterada adhesión a los principios conducentes a la igualdad. Si bien bajo la inspiración liberal se pretendieron y de hecho se establecieron algunas formas políticas de corte liberal, lo político siguió siendo esencialmente asunto de unos pocos.


No obstante lo anterior con su influencia en los más diversos ámbitos de la realidad chilena la conciencia liberal representa uno de los núcleos fundamentales de la construcción intelectual de la nación durante el siglo XIX. A partir del rechazo del pasado colonial y del sentimiento común de “atraso cultural” de la base social criolla así como la carencia de “virtudes” necesarias para el progreso y la civilización, la concepción liberal de nación reivindicó la modernización o, más bien, la configuración de una identidad nacional que se relacionara con una modernización, que no siempre fue explicita ni entendida de la misma manera. Surge como paradigma en la medida que el pasado es repudiado y la aceptación de lo moderno constituye un paso necesario, el pasado español se asociaba a la tradición oscurantista que resultaba necesario erradicar por lo que la modernización vendría a representar el cambio. Los proyectistas y literatos liberales depositaron, entonces, sus esperanzas en la implementación de soluciones europeas o norteamericanas como modo de compensar as inherentes deficiencias locales. El mundo europeo no era percibido como algo ajeno y distante, sino que se apreciaba una identidad y, por lo tanto, todo aquello que se hiciese por estrechar lazos era valorado especialmente. La identidad quedaba establecida así, en función de un referente externo, europeo y moderno, que dividía lo social en una dualidad y dicotomía en permanente contradicción “civilización barbarie” ella expresaba la contradicción fundamental a partir de la cual se constituían los sujetos sociales y se unificaba el espacio-político. Con ello, todo posibilidad de identidad y por tanto la afirmación cultural-productiva quedaba vinculado a la ubicación en cada uno de esos campos de los social.


La pobreza, el atraso social y cultural, la falta de virtudes para el progreso, constituían limitantes que era preciso superar. Sus causales, sin embargo no se buscaron en la estructura social y económica que impedía la modernización y reproducía el ethos señorial-aristocrático, sino en factores culturales; la indolencia de un pueblo que se negaba a ingresar por la senda de la civilización y el progreso. La necesidad de civilizar, por tanto, dispone al país bajo los imperativos de la modernización, de manera que hacia los diversos ámbitos del quehacer estatal, fluyen proyectos contaminados por el objetivo primordial de eficacia y utilidad con el afán de implementar patrones, agentes y políticas modernizadoras que permitiesen el desarrollo económico y social de la futura nación.


Ideario liberal-positivista de modernización


Los diversos problemas que conllevaba la meta de reconstruir la realidad dispusieron a la elite criolla, así como al resto de las hispanoamericanas, bajo el influjo de diversas corrientes de pensamientos emanadas del viejo continente. El tradicionalismo francés, el racionalismo, el utilitarismo, el socialismo romántico constituían entre otras, doctrinas desde donde se extrajeron los instrumentos ideológicos que otorgaron contenido a las distintas propuestas.


Pero, en general, de todas las corrientes filosóficas que influyeron en el pensamiento de los letrados hispanoamericanos el positivismo es, sin duda, el de mayor trascendencia. Muchos de los miembros de la generación intelectual de los años 40 del siglo XIX, a la que Leopoldo Zea denomina “pre-positivista”, se sintieron altamente sorprendidos al constatar años más tarde, que sus ideas coincidían casi en su totalidad con las de la filosofía positivista. Ello porque Comte sintetizó en el positivismo todo ese conjunto de ideas filosóficas que de un modo natural y adaptándolas a las diversas circunstancias históricas, desde hacía años los americanos se esforzaban por estructurar.


No es de extrañar entonces su rápida difusión en el concierto latinoamericano de mediados del siglo XIX. “los hispanoamericanos –señala Zea- vieron el positivismo la doctrina filosófica salvadora. Este se les presento como el instrumento más idóneo para lograr su plena emancipación mental y, con ella, un nuevo orden que había que repercutir en el campo político y social. El positivismo se les presento como la filosofía adecuada para imponer un nuevo orden mental que sustituyendo al destruido, poniendo así fin a una larga era de violencia y anarquía política y social.


En chile, la instrucción de concepciones positivistas en la intelectualidad va de la mano con el proceso de difusión y ascenso de las ideas liberales de corte francés. Se les acoge con la convicción de que constituía un instrumento eficaz para convertir en realidad los ideales del liberalismo y el antídoto necesario para contrarrestar los males de la sociedad criolla.


Lastarria, uno de los primeros exponentes, que llega a Comte a través de lo que ha considerado afinidad de ideas, vislumbro en la filosofía positiva una ideología liberal, por lo que hace de la misma un instrumento al servicio de la defensa de las libertades políticas.


En general, los intelectuales criollos de mediados del diecinueve se sirvieron del positivismo y del conjunto de ideas que le precedieron, para transformar la propia realidad histórica y lograr que un nuevo orden se alzara en el país. Un orden preocupado por la educación de sus ciudadanos y por su confort material, por el desarrollo de la ciencia; un orden impulsor de las libertades políticas, del progreso y de la civilización. Hacia tales fines confluyeron los primeros proyectos modernizadores. Ellos se sustentaron y adquirieron legitimidad en el contexto de una ideología típicamente modernizadora a la que Eduardo deves ha caracterizado en sus aspectos culturales, bajo el arquetipo del “hombre sarmiento” su estructuración implicaba:


- una concepción de loa americanos (hispano) como el mal, homónimo a lo negativo, por ellos resultaba necesario civilizar, pacificar y modernizar. Una traducción más concreta es “gobernar es poblar”;


- en general se piensa con las categorías de la civilización y sostienen la necesidad en estar al día de la realidad de la Europa no hispana;


- posee una perspectiva temporalista que sitúa a la “barbarie” como a un momento anterior a la civilización;


- afirma la creencia que la ciencia y la técnica conducen y son la única forma de alcanzar la verdad y la civilización;” la civilización es ciencia”.


La vinculación del progreso con la introducción de las nuevas tecnologías otorga especial valoración a la ciencia y a la técnica como condición gravitante para el desarrollo económico y social del país. Al insertarse en la dinámica del progreso que representaba el sentimiento de pertenecer al orden internacional configurado por la Europa liberal. Razón por lo cual, los diversos medios, agentes y políticas que se adoptan están en estrecha relación con la inscripción del país en el ámbito del mundo civilizado.


Según la concia liberal criolla, los pueblos americanos que forman parte de la cultura europea tienen el legítimo derecho de ocupar un lugar en el desarrollo de la modernidad que propiciaba Europa, ello en base a la comunidad de fines que existe entre América y esas naciones. “La América y la Europa –dice Lastarria- aunque en general están pobladas de distinta gente, de condiciones sociales profundamente diversas, tiene sin embargo, tradiciones, sentimientos y costumbres procedentes de un mismo origen, y sobre todo se encaminan a un mismo fin social”[1] de acuerdo con esto, los pueblos americanos no tiene otro horizonte que el abierto por aquella civilización.


Como una forma de lograr un acercamiento efectivo con los criterios de la racionalidad científica europea, el ideario liberal-positivista contemplo, entonces, dentro de su proyecto social, el abrir los territorios de la república a la inmigración de la población de aquellas latitudes. Una poderosa inmigración hacia pensar lo que esta había significado en los estados unidos de Norteamérica. Esta instancia, por lo tanto, fue concebida fundamentalmente como una estrategia civilizadora en la cual los inmigrantes serian los agentes difusores de aquellas virtudes necesarias para la conformación de una sociedad moderna. En otras palabras, serian la expresión de la modernidad a la que se aspiraba y nos permitirían participar de los “beneficios” de la civilización.


Inmigración colonizadora y modernización agrícola.


El papel asignado a la inmigración como elemento básico del desarrollo económico es un fundamento generalizado dentro de las propuestas migratorias de los países latinoamericanos durante el siglo XIX. Invariablemente se asigna al asentamiento de extranjeros, la posibilidad de aumento de la producción y de las riquezas de estos países.


En base a esta premisa, hacia mediados del siglo, las proclamas inmigratorias orientadas al establecimiento poblacional se intensifican y el epígrafe “gobernar es poblar” de Alberdi se transforma en un axioma dentro de los proyectos socioeconómicos de las nacientes repúblicas hispanoamericanas, particularmente en las de la región del rio de la plata “Argentina, Uruguay, Paraguay- y Chile el ideario liberal predominante configuro un discurso argumental en el que la inmigración representaba una de las variables a controlar en la implementación de los proyectos sociales, amparados en el convencimiento de que la influencia del elemento europeo mejoraría las características poblacionales criollas y permitiría su desarrollo económico y cultural. Tales supuestos orientaron las políticas colonizadoras tanto en nuestro país como en el rio de la plata. Ello explica, que la normativa legal entre y otro país no difiera sustancialmente, tanto en los fundamentos como en sus disposiciones. Las diferencias observadas en su implementación y desarrollo se debieron más bien, alas circunstancias propias de cada región en las que se procuro aplicarlas y al nivel de compromiso que desplegaron los grupos dirigentes en su concreción.


Ahora bien, en sus fundamentos el proinmigracionismo entronca, mayor o menos medida, con el proceso de formación del mercado internacional capitalista que, hacia las medianías de la centuria hace sentir sus efectos en el cono sur americano y al cual las distintas repúblicas se integran como productoras de materias primas. Las amplias expectativas económicas que coyuntura evidenciaba, estimularon a publicistas e ideólogos a vislumbrar la posibilidad de moldear las jóvenes naciones de acuerdo a los parámetros de la Europa inglesa y francesa, que representaban la civilización de los últimos siglos y además a los paladines del sistema económico imperante. Norteamérica representaba también para estos, la encarnación de los ideales liberales y progresistas: la encarnación del espíritu de la modernidad que anhelaban “instalar” en Suramérica.


En Chile, la demanda internacional de productos agrícolas se dejo sentir al promediar el siglo con los requerimientos de California y Australia. Estos mercados, aunque fueron circunstanciales y breves y de amplitud más bien reducida, marcan el inicio de la gran exportación agrícola que se verificara a partir de 1865. Además de este fenómeno, el incremento de las demandas de bienes agrícolas por parte del mercado minero del norte, la mayor apertura peruana y entregas importantes hacia regiones trasandinas, permitieron un auge agrícola de considerables proporciones. Por estos años el estado en mancomunión con los hacendados más progresistas del país, agrupados en la sociedad nacional de agricultura, impulso la generación de una red de comunicaciones viales y ferroviarias y la construcción de grandes obras de regadío en la zona central, que permitieron poner en producción prácticamente todo el territorio agrícola hasta el rio Biobío.


Las crecientes ventajas que proporcionaba la expansión de los mercados externos e interno aumentando de los precios agrícolas transformo en una actividad rentable a la agricultura, y elevo considerablemente el precio de las tierras. Según Bengoa, el valor de las hectáreas aumento en 8 pesos en 1820 a 100 pesos en 1840 y a más de 300 pesos en 1860. Surgió por ende, la actividad especulativa y con ella la presión por expandir la frontera agrícola. “Una vez que se ocuparon todos los sueños del territorio central, se abrió el interés por el sur”.


Frente a ello, los beneficios económicos que una inmigración sostenida entregaría a la nación y la transformación de las estructuras productivas de la agricultura decimonónica, presentaba la inmigración colonizadora como el camino más adecuado a seguir. Como el flujo cuantitativo de la inmigración libre estimabase insuficiente, por lo cual no lograba irradiar las virtudes burguesas de laboriosidad y comportamiento ahorrativo, resultaba necesario un aumento sustancial de la población inmigrante europea, para que actuara directamente sobre la base social criolla que se deseaba cambiar. Esta base social era mayoritariamente rural e involucraba tanto a trabajadores agrícolas, a la población vagabunda, como a los habitantes indígenas del extremo sur del país y de la Araucanía.


Puesto que el atraso se identificaba con el medio rural, con los “despoblados” era el más alto beneficio poblar los extensos territorios “vacios” de que disponía el estado en el sur del país, para ponerlos en producción e integrarlos económicamente a través del aporte económico-cultural que pudieran hacer los inmigrantes que se instalarían en estas regiones.


Así, surge como expresión inicial de este proyecto modernizador la ley de colonización de 1845 que autorizaba al presidente de la república para que en seis mil, cuadras de terrenos baldíos que había en el estado, pueda establecer colonias de naturales y extranjeros. El propio presidente Bulnes señalaba al respecto ante el congreso nacional que: “convencido el gobierno de la importancia de la inmigración europea, reclamaba altamente para el porvenir de las provincias del sur, donde una considerable extensión de terrenos en un suelo favorecido por la naturaleza my bajo una temperatura semejante a las mejores de Europa, convida a la colonización y la industria, ha tomado de tiempo atrás diversas providencias con el objeto de atraer a este punto alguna parte de la inmigración…”


Por lo tanto, al hablar de colonización, los hombres de estado y publicitas del siglo XIX se estaban refiriendo al establecimiento de campesinos agricultores en tierras públicas destinadas a ese objeto y como complemento necesario, al desarrollo de la inmigración. Ambos procesos resultaban de la percepción de un mismo problema: la existencia de amplios espacios “desocupados “y la falta de habitantes en el país para desarrollarlo en todo sus aspectos. En otros términos, la colonización de los territorios fiscales del sur constituía el problema básico por resolver y hacia resolución confluyeron las aspiraciones modernizadoras de la agricultura decimonónica. Así, colonización se hizo sinónimo de inmigración y del colono, casi sin excepciones identificado con el inmigrante, se aspiraba que hiciera brotar de las tierras hasta ese entonces abandonadas, las “granjas que el país necesitaba”.


Progresivamente, en el seno de nuestra elite política e intelectual se va legitimando una verdadera ideología inmigratoria, enmarcada dentro de un proyecto nacional de modernización, que en el ámbito agrícola expresaba la aspiración de modernizar las estructuras sociales y productivas del espacio agrario chilenos. Este modelo proyectivo, sin embargo buscaba modernizar la agricultura del país sin alterar las estructuras sociales y la hegemonía política, social y económica de la aristocracia terrateniente. En este sentido, la modernización, fue concebida como una construcción “desde arriba”, organizada y orientada por la elite dirigente por medio de la instrumentación del aparataje estatal.


Como señalamos, en sus fundamentos este proyecto surge vinculado al interés por lograr una mejor inserción del país dentro de las esferas del mercado internacional capitalista, al cual paulatinamente se accedía y, en este sentido, el considerar a la inmigración como e l primer elemento de una cadena de elementos de una cadena que favorecía con el tiempo a la todas las actividades productivas, el inmigrante colonizador es traído principalmente por su condición de individuo productor de riquezas. Por tanto, la inmigración promovida por el estado, atendiendo el carácter del proyecto debía ser eminentemente selectiva, dada su doble tarea de transformar la base social rural, además de sus estructuras productivas.


Como el estado, a través de los grupos dirigentes asume un estrecho compromiso con el modelo económico exportador, dada la enorme gravitación que alcanzaban en las entradas fiscales los impuestos aduaneros, su accionar fundamental en el periodo apuntara a crear las condiciones para su mejor funcionamiento. Al contar con el respaldo de las fuerzas sociales que intervenían en la gestación de las políticas estatales, se trataba de un modelo de consenso, fruto de la economía colonial que permitió la conformación de grupos exportadores en la agricultura y en la minería, estimulados por comerciantes interesados, también, en incentivar las exportaciones del país y la internación de productos foráneos. De aquí la figuración de “mesa de tres patas”, aludiendo las bases en que se sustentaban la economía chilena del siglo pasado, mineros, agricultores y comerciantes, todos interesados en impulsar una economía exportadora que satisficiera plenamente sus intereses. Ello derivado, además, de la estrecha relación entre la elite económica y el estado, de tal manera que lo comprometen con el modelo que impulsaban, asociando así las políticas estatales a sus propios fines.


En esta lógica, como el comportamiento de los mercados externos resultaba incontrolable desde el interior del país, pues su regularidad en absoluto dependía de lo que pudieran hacer los productores chilenos, aumentar la producción agrícola y, más aun, transformar las estructuras de producción en el campo, a través de la incorporación económica de las tierras del sur representaban soluciones claramente manejables por los grupos dirigentes. Ello debido a que la agricultura tradicional chilena, del valle central, no obstante haber elevado su producción a niveles nunca antes alcanzados, en su expansión productiva continuaba siendo fundamentalmente extensiva, por lo que precisaba incorporar nuevas tierras a la explotación agrícola, para aumentar sus niveles productivos a bajo costo. La inmigración colonizadora que incorporaría a la producción tierras, hasta entonces, casi completamente vírgenes, representaba así, la posibilidad por la elite de fortalecer la capacidad productiva y exportadora de una economía tradicionalmente agraria.


Tales imperativos marcaran el inicio de la expansión, de la frontera agrícola, cuando hacia 1850 llegue el primer grupo de colonos alemanes al sur del país los que, progresivamente, irán estableciéndose en Valdivia, Osorno y Llanquihue. Poco después, comenzó la colonización de Magallanes, quedando solamente por ocupar los territorios de la Araucanía a la que estrechaban por el norte y por el sur. Su proyectada ocupación se encontraba, también, en la lógica expansiva de la agricultura chilena.


Con todo, es preciso dejar establecido que el proyecto colonizador al fundarse en una verdadera ideología inmigratoria conllevaba ciertos presupuestos convertidos a la de la realidad.


En primer lugar, proyectaba realizarse en territorios sobre los cuales no se poseía ninguna soberanía efectiva, esto es, desde el rio Biobío hasta el seno del Reloncaví. Al respecto, la concepción etnocentrica de los grupos dirigentes concibió al pueblo indígena como sumido en un “estado de incivilidad” que justificaba el desconocimiento de soberanía alguna y por tanto el otorgamiento del carácter fiscal de sus territorios. Era necesario procurar la dominación de las tierras al sur del Biobío, para ir complementando la unidad territorial de una república orgullosa que debía manifestar claramente su soberanía en todo el espacio geográfico que le correspondía.


Del anterior argumento surge un segundo presupuesto controversial en el discurso colonizador, derivado del inconformismo social ante las nulas cualidades del elemento social que habitaba estas regiones. La propia conceptualización de estos territorios como “desocupados” o “vacios” implicaba, de hecho, desconocer un antecedente muy evidente en la realidad: en rigor estaban poblados, solo que sus habitantes eran juzgados como poco adecuados como pocos adecuados para los objetivos del proyecto colonizador. Para la mentalidad de la época resultaba un lastre la existencia de tierras ocupadas por “barbaros” y era una tarea de civilización y progreso realizar su sometimiento y transformar sus costumbres. Complementaban este inconformismo social tres grandes configuraciones míticas: una carencia desconcertante de brazos para la “industria” y la producción agrícola; la incapacidad del elemento nacional y del indígena para el trabajo organizado y, por último, la virtuosidad del elemento europeo.


Finalmente la pretendida modernización de la agricultura decimonónica que perseguía la inmigración colonizadora a través de las realizaciones como la reorganización de la propiedad rural en medianas extensiones y la transformación de la estructura de producción agrícola al estilo de los empresarios policultores, dejaban intacta la estructura agraria del valle central, es decir, las propiedades de la aristocracia terrateniente. Se estaba de acuerdo en la necesidad de modernizar nuestra agricultura, para ellos debía implementarse en los territorios susceptibles de colonización, los que mediante el influjo progresista del colonizador europeo irradiarían lo beneficios deseados que impulsarían a la agricultura tradicional chilena.


Al tratarse de un proyecto compartido por lo grupos liberales urbanos y la aristocracia terrateniente, y no concebido y ejecutado por un grupo social que ostentara las características de una burguesía moderna, como señala Cousiño, deviene en que la aspiración modernizadora de la agricultura se transforma, mas bien, en un proyecto de conservación, que deja inalterada la preponderancia de la hacienda como núcleo productivo fundamental de la agricultura decimonónica. Incentivados por las demandas internacionales de productos agrícolas, los grupos respondieron a ella no tanto a través de una modernización de las estructuras productivas agrícolas, sino mediante la expansión de la frontera agrícola. Ello en directo detrimento de las tierras poseídas por las comunidades indígenas.


De esta manera se configuro el contenido argumentativo que fundamento la colonización agrícola del sur. Debe entenderse, como hemos señalado, en el contexto de un proyecto modernizador elaborado por los grupos dirigentes, a partir de concepciones liberales-positivistas, donde la influencia cultural de los inmigrantes adquiere una gran relevancia en cuanto que todos sus aportes culturales se organizan y procesan en función de nuevos códigos, coherentes con una formación social capitalista. Como señala un conocido historiador, los inmigrantes incorporan el “espíritu capitalista”, la importación de agricultores que conllevaran formas organizativas e ideológicas progresistas representaba, en definitiva, las bases de la futura transformación de la agricultura chilena.

[1] José Victorino Lastarria, la América, imprenta de Eug. Vanderhaegen, Gante, 1867, p.91.