A pesar de que sociólogos e historiadores saben muy bien que la sociedad no es solamente un fenómeno de morfología y ecología, un cuerpo objetivamente dado, sino a la vez una realidad mental colectiva, las corrientes predominantes en la posguerra se caracterizan por el crudo predominio del objetivismo social y del materialismo económico mecanicista, un historiador tan poco sospechosos de «espiritualismo» como Fernand Braudel, escribe, comentando la falta de preocupación de los constructores de la Europa actual por los hechos de civilización: «Sus discusiones razonables sobre las aduanas, los niveles de precios y la producción, inclusive las más generosas concesiones recíprocas, no hablan sino al espíritu de cálculo. No parecen jamás apartarse del nivel puramente técnico, de especialistas hechos a las notables especulaciones de la economía dirigida y del planning. Nadie negará que ellas sean indispensables. Pero significa no conocer a los hombres el darles como único pasto estas cuentas prudentes, que hacen un triste papel al lado de los entusiasmos, de las locuras no desprovistas de sabiduría, que se suscitaron en la Europa de antaño, en la de ayer... Es inquietante constatar que Europa, ideal cultural por promover, está en el último lugar en los programas en elaboración. Nadie se preocupa de una mística, de una ideología, ni de las aguas sólo aparentemente calmas de la Revolución o del Socialismo, ni de las aguas vivas de la fe religiosa. Ahora bien, Europa no podrá ser si no se apoya en esas viejas fuerzas que la construyeron, que la trabajan aún profundamente, en una palabra si descuida sus humanismos vivientes.
Aparentemente eso no ocurre en Hispanoamérica. Existe en este momento una mayor preocupación por los problemas de mentalidad e ideología, a causa de que los planes de lucha contra el subdesarrollo obligan a atender a la subjetividad colectiva. Pero con qué grado de acierto ello tiene lugar, hasta dónde se emplean métodos justos de conocimiento de esa realidad más intangible, hasta dónde se logra escapar a un esquema mecanicista y a-histórico en la comprensión del hombre y la sociedad, es algo muy discutible, y que conviene analizar profundamente.
La teoría del subdesarrollo suele plantear con insistencia la concepción de que los países que caen bajo su enfoque se caracterizan por una dualidad entre estructuras arcaicas (latifundio y campesinado, burocracia, «pueblo») y estructuras modernas (capitalismo nacional, proletariado). El fomento de una burguesía industrial, de un sentido empresarial, de una mentalidad racionalista, parece constituir el desiderátum de los ideólogos del desarrollo: o sea, tanto aspectos objetivos como subjetivos (actitudes, valores, estilos de vida), diferentes de los que ellos llaman «tradicionales».
En Chile, la tendencia neocapitalista aparece aliada, debido a las vicisitudes políticas recientes, con el Social cristianismo. Sin embargo, no sin la natural tensión entre ideologías tan diversas. El Social cristianismo fue en su origen -en Alemania y Francia del siglo XX, donde brotó primeramente, como una nueva forma de cristianismo secularizado- una reacción contra la burguesía liberal capitalista, erigiendo en su contra actitudes tradicionalistas y corporativistas, opuestas al racionalismo y al lucro. La adaptación paulatina a la sociedad contemporánea hizo que se esfumara primero el rasgo corporativo, y se aceptara plenamente el liberalismo político y la democracia, sobre todo a partir de la II Guerra Mundial. Incluso en algunos países el acercamiento al liberalismo económico es indiscutible, borrándose casi todo lo que restaba de la primitiva ideología del siglo XIX. En Chile se mantiene de ella, no obstante, la afirmación de lo social frente a lo técnico (reforma agraria a favor del campesinado, comunitarismo, etc.). Pero, a la vez, la coyuntura más general, la llamada lucha contra el subdesarrollo, incita a una alianza y parcial refundición con la ideología rival de la planificación, de la tecnocracia, del neocapitalismo, del racionalismo económico.
La aspiración de crear una clase capitalista nacional que dirija ese tipo de cambio social que se denomina hoy «desarrollo» no es cosa fácil en Hispanoamérica. No se trata solamente de crear un grupo que persiga el lucro a través de la empresa, de la racionalización y del contrato libre de trabajo, como existe en Occidente desde el siglo XVII. Habría que formar, además, una convicción de la legitimidad de su existencia y de su predominio respecto a la antigua aristocracia, una creencia en la eticidad y valor de su género de vida. Ahora bien, Hispanoamérica procede de Castilla, país fronterizo de guerras y de culturas, no plenamente participante de los giros culturales de Occidente hasta el siglo XVI y extraño, a pesar de sus comerciantes y banqueros, a la tradición burguesa. Resulta, pues, sumamente difícil que el elogio y propaganda de las virtudes burguesas y capitalistas penetren hasta el fondo ético colectivo. Se puede, en rigor, acelerar la emergencia de círculos capitalistas industriales; pero el que ellos superen el nivel de meros grupos de negocios, que sean la verdadera clase rectora de la sociedad y la cultura, ya es algo diverso. De las llamadas burguesí31 mexicana y brasileña dice el historiador mexicano Cossío Villegas (citado Por Medina Echeverría) que se trata de empresarios de coyuntura política, más crudos y groseros que la antigua oligarquía, que presionan sobre los gobiernos, sin querer, no obstante, asumir la responsabilidad.
Estos capitanes de industria semejan más el viejo fenómeno del capitalismo aventurero, comercial y monopolista, que a la burguesía industrial europea que se quiere reproducir, pues ésta descansa en la convicción de ser un poder legítimo distinto del Estado.
¿Cómo han abordado en Chile este problema quienes se han interesado por la ideología del desarrollo? Refiriéndose al tema religioso, tan importante en cuanto complejo mental colectivo, en relación con el Desarrollo, un jesuita chileno ha escrito que la creencia en un Dios razonable puede contribuir al racionalismo económico. Parece una tesis verosímil, pero no es verdadera. La clásica investigación de Max Weber ha mostrado que la impulsión más fuerte al espíritu capitalista vino de la más rigurosa creencia en la Predestinación propia del Calvinismo: es decir, de una noción irracional, voluntarista, de Dios y de la salvación. No fueron los jesuitas, defensores en los siglos de génesis del Capitalismo de una doctrina favorable al libre albedrío y a la interpretación mitigada del dogma de la Predestinación, los que más contribuyeron al racionalismo económico capitalista, sino los calvinistas, que estaban justamente en el polo opuesto. Es que la historia y la sociedad tienen una dialéctica propia, que no se puede aprehender con el puro sentido común.
Tocó también el tema del Desarrollo con relación a la mentalidad popular un economista planificador chileno, en un difundido libro. Siguiendo la aspiración tecnocrática a eliminar las ideologías, espera de la enseñanza de las Ciencias Sociales la formación de una conciencia cívica y de un conocimiento realista, que cancele el imperio -par él dañoso- de las filosofías sociales al estilo del marxismo o del tomismo. Preocupado por los «vicios» del carácter popular chileno, cree que la habitual desobediencia a las leyes procede de la convicción de que ellas fueron dictadas en beneficio de «los señores feudales», y por eso el pueblo las burla. Las opiniones sostenidas en este libro han hecho escuela. Sin embargo, podemos decir que elucubraciones semejantes sobre la psicología popular son francamente postizas. Todo el mundo sabe que el verdadero motivo de la desobediencia es que en las sociedades hispánicas existe la tendencia, incluso en los rangos más humildes, a considerarse de alguna manera nobles, y exentos por ello de las leyes generales. Es evidente que el carácter indómito, el despego por el trabajo intensivo, metódico y sedentario (que depende en buena parte en el caso chileno, del género de vida ganadero y guerrero, originario de este pueblo), todo ello está lejos de la moral minuciosa y ahorrativa de tiempo y de dinero que predicara Benjamín Franklin, el supremo pontífice de la virtud burguesa. Vicios y virtudes, en los pueblos como en los individuos, son en el fondo solidarios; Se corre el riesgo de expirar éstas, en el empeño por suprimir aquellos.
Parece ser que la consagración al trabajo y, más todavía, la innovación y el afán de perfeccionar las actividades e instituciones se dan, en Hispanoamérica, solamente cuando la laboriosidad va aliada al placer personal; existe un espíritu de empresa, pero no en el sentido burgués no generalizable en una clase sino espontáneamente en ciertos individuos. La transferencia fundamental de la religiosidad interior a la moral económica que realizara la burguesía nórdica, es algo impensable en Castilla y sus colonias. El sentimiento del mundo mediterráneo y castellano tiene, como uno de sus pilares, la dualidad de lo sacro y lo profano; Ni los negocios económicos alcanzan dignidad ética superior, ni la religión se seculariza; Existe religiosidad e irreligiosidad, pero no religión secularizada al modo nórdico. No se produce, en tal situación, una genuina «ética del capitalismo». La Iglesia se adaptó al capitalismo, pero adaptarse no equivale a valorizar. Se trata de un auténtico «rechazo cultural» impasable de las nociones de la moral burguesa. Que esto lo lamenten muchos, no cambia la potencia de las fuerzas históricas más profundas.
Otro aspecto de la pauta cultural hispanoamericana, procedente de la tradición hispánica y mediterránea, es el respeto a la educación intelectual, al libro: por más que se trate tantas veces solamente de una convención, ésta da testimonio, aun en su forma decaída, de un elemento de cultura que estuvo en el fondo y que no se puede reemplazar. La educación se siente como formación del hombre en valores culturales, aunque éstos no superen el nivel escolar. Fue un gesto lleno de tradición y de generosidad la política de José Vasconcelos cuando, Ministro de Educación en tiempos de la Revolución Mexicana, difundió mediante traducciones castellanas los clásicos griegos y latinos. ¡Cuánta diferencia con los slogan economicistas que hoy circulan sobre las finalidades de la educación! Ellos podrían desvanecer lo que aún queda del patrón tradicional, pero no crear otro sentido que tenga arraigo y valor en la psique colectiva. Se puede destruir una tradición; pero es más difícil crear una nueva, salvo reinterpretando y confirmando la antigua.
Esta necesidad de reinterpretar la tradición es lo que no acepta la ideología de desenfrenado materialismo económico de una buena parte de los que hablan contra el subdesarrollo. Su error capital es el mecanicismo: creen que para luchar contra un mal económico hay que impregnar la conciencia colectiva del culto por la prosperidad. No saben que la mente humana sigue caminos más indirectos; y confunden la noción de desarrollo con factores exteriores (por ejemplo con la prolongación del trabajo, etc.), sin atender a la espontaneidad y creatividad que aquella noción supone, a la capacidad de innovación respecto a cada resultado ya obtenido.
Es preciso mantener la diferencia entre técnica y tecnocracia. Las técnicas «esas manifestaciones eficaces, artificiales, subalternas, delimitadas, transmisibles, innovadoras» (Gurvich), tienden a veces a erigirse en tecnocracia, pasando de la escala reducida a la global, que requiere de nuevos conceptos; zafándose de ello (dice Nora Mitrani, citada por Jean Meynau) “por una doble reducción de las diferencias de estructura a unas diferencias le escala, y de la noción de totalidad social a la de una cantidad máxima”. La panificación tecnocrática, que se instaura al nivel de los instrumentos, procura imponer fines y valores humanos. Es otro aspecto de la confusión entre fines y medios, de que han hablado tantos pensadores contemporáneos. Resulta1 de ello es la crueldad insólita del plan. Sociólogos respetuosos de los valores (como en Chile, José Medina Echeverría, Eduardo Hamuy) han señalado la ferocidad de esta expresión: “Inversiones humanas”. Se dirá: son simples maneras de decir. Pero la palabra y el nombre deben ser adecuados, so pena de deterioro de los valores e imágenes de que un pueblo vive. No es sólo h miseria lo que viola la dignidad humana. El autorrebajamiento, marcado ya la misma palabra «subdesarrollo», tiene que dar sus frutos: un vocablo puramente funcional, indicador de cierto estado del proceso económico, tiende a Evadir todos los campos, a convertirse en una ideología. Y una ideología intelectualmente colonializante, porque niega todo lo propio ya existente, para imita a «los países más avanzados», según la fórmula de rigor (reiteración literal & una expresión del progresismo vulgar del siglo XIX).
Como hecho de historia de las ideas, se trata del fenómeno bien conocido del utopismo. No es esto algo nuevo en Hispanoamérica, la tierra misma de la utopía, a partir de la noción de un «Nuevo Mundo» que le fue aplicada desde Europa. Las Misiones entre indios, la Ilustración, la Independencia, la Revolución Mexicana, se fundaron en utopías. Pero eran utopías en cierto modo humanistas: confiaban en la libertad, en la ética, en el valor del hombre, aunque lo pensaran siempre de una manera racionalista, rasgo general de toda utopía.
Más lo que llamaremos el planificacionismo generalizado de hoy considera al hombre como objeto manipulable, como «cosa». Por otra parte, su desprecio por la historia y la tradición de los pueblos es mucho mayor. En la Independencia, en que se produjo un desvío radical y explícito por la historia colonial, había una cierta compensación por la valoración del lado indígena, o de las antiguas libertades españolas e indianas, o por el ejemplo de las repúblicas clásicas, que después de todo, estaba contenido dentro (el patrón cultural español. En cambio, se presenta ahora una abrasadora incomprensión de que los pueblos tienen algo así como una individualidad o, por lo menos, en Hispanoamérica, una combinación singular de géneros de vía y acontecer histórico.
No se medita en que un pueblo, como un individuo, es su pasado; que una revolución, cuando es genuina, se alimenta siempre ce una tradición latente; que lo ético es el griego «sé lo que eres».
Nadie podría sin insensatez negar que las tareas concretas requieran de planes. Pero la tendencia a la planificación generalizada puede muchas veces anular y recubrir programas concretos y próximos a la realidad. Particularmente dañosas resultan las planificaciones cuando se procede sin el conocimiento de la geografía, la historia, la sociedad, la psicología colectiva; cuando no son sino el fruto de recomendaciones de la burocracia internacional, ese fenómeno que es una de las más insípidas formas del mundo de la posguerra, llena de ritualismo vacuo e ineficaz. Sólo los países comunistas logran, al parecer, escapar de este contagio; y en algunos de ellos, en virtud de procesos de amalgamación histórica, parece haberse producido un mayor respeto por las tradiciones vernáculas que en Occidente actual y sobre todo en Hispanoamérica, han sido arrastrados por un internacionalismo alienador.
Un historiador mexicano, Edmundo 0 Gorman, ha escrito agudamente sobre la propensión hispanoamericana a las utopías: Tal parece que nuestro modo de ser histórico consiste en un apasionado deseo de llegar de un salto audaz a todas las perfecciones. Es clave de nuestra historia la impaciencia. Pero se trata siempre de una utopía que no lo parezca y que, por lo tanto, jamás se confiese como tal. Siempre que la utopía nos enajena es algo experimentado en cabeza ajena y respaldada por el éxito. Así aconteció en el federalismo norteamericano, así con el positivismo francés; así quizá acontecerá con el socialismo ruso. Nuestra tragedia está en que somos, contrario a lo que piensan los anglosajones, muy razonables, herederos más directos, al fin, de la gran tradición clásica. Somos tan razonables que convertimos en utopía sólo lo experimentalmente comprobado. El día en que Hispanoamérica (y permítaseme incluir también España) tenga su auténtica y propia utopía, que lo sea realmente, es decir, experimentalmente indemostrable y no totalmente realizable, ese día dejaremos de ser historia aplicada para ser historia de la libertad».
Frente a la actual utopía: convertirnos en una sociedad capitalista imitada del mundo nórdico, convendría reflexionar con sentido humanista, relatividad histórica y respeto de los propios valores. En el siglo XIX, Bello, Domeiko, tantos otros extranjeros, renovaron las profesiones, la educación y la vida cultural, sin desquiciarlas y sin una extranjerización fundamental. Bello, que aportó un contacto más maduro que el anterior con la cultura francesa e inglesa, insistía a la vez en la necesidad de conocer la individualidad histórica chilena. Este íntimo equilibrio es el que desearíamos hoy día, a fin de que el economicismo y el moralismo -esos ídolos del foro baconianos a que todos rinden culto y que tienen un sentido complementario- no signifiquen destrucción de alma.