Monday, June 7, 2010

Andrés bello. El gobierno y la sociedad.




Nada más fácil que censurar a un gobierno imputándole como culpa, no sólo todo el mal que existe, sino todo el bien que no existe; tema (este segundo) vasto y susceptible de amplificaciones oratorias tan fáciles y brillantes, que pocos escritores tienen bastante severidad de juicio para no dejar correr en ellas la pluma, aunque sea a expensas de la razón y la justicia. ¿Qué puede oponer nuestro gobierno al magnífico catálogo de lo que nos falta? Decretos y reglamentos que se llaman de rutina y de estilo» porque no tienen el poder mágico de dar a la vida social un movimiento tan rápido, como el que vemos en otras naciones, con cuyas ventajas materiales y morales todos confiesan que no admiten comparación las nuestras. Sí; el catálogo de lo que nos falta es inmenso, y el paralelo de nuestro estado social con el de otros pueblos privilegiados nos da pocos motivos de orgullo. Pero la razón y la justicia exigirían que para atribuir esta diferencia al gobierno se indagase; Io, hasta qué punto es responsable de ella, y cuáles son las medidas específicas que, en el concepto de los censores, producirían la metamorfosis instantánea que echan de menos; y 2°, hasta qué punto se deben esas maravillas del 'espíritu público y de la industria a las medidas económicas de los gobiernos en los países dichosos que nos presentan como tipos.

Es un hecho incontestable que la actividad social, el movimiento rápido de la industria, el acelerado incremento de la prosperidad, no ha sido en ellos la obra del gobierno, ni  ha debido, sino en muy pequeña parte, a providencias administrativas; y que el principal agente en la producción de esos fenómenos es el espíritu público de los habitantes, favorecido por circunstancias peculiares; tales como (en sentir de alguno*) la raza; una antigua educación moral y política, que ha tenido tiempo   de   echar   raíces   profundas   en   las   costumbres; la situación geográfica; la fecundidad de producciones naturales ilimitadamente apetecidas por otros pueblos y fácilmente permutables por los productos de la industria extranjera; vías de transporte interior, preparadas en grande escala por la naturaleza misma; acá un suelo virgen con medios inmensos de extensión y de colonización, terrenos vastos, fértiles, regados en todas direcciones por ríos caudalosos, navegables; y el torrente de la emigración europea dirigido a él, primero por necesidad y luego por hábito; allá una antigua cultura, ciencias y artes florecientes, capitales acumulados por siglos. ¿Tienen estos medios a su alcance las nuevas repúblicas americanas? ¿Les es dado modificar los efectos profundos y misteriosos de la acción orgánica, que hace, según se dice, tan diferente la fibra anglosajona de la céltica o de la ibera? ¿Les es dado variar en un momento las costumbres? ¿Está en sus manos crear, donde no Ion hay, esos instrumentos colosales de engrandecimiento a que deben su acelerado progreso los Estados Unidos, o esas producciones preciosas que han decuplado en pocos años la riqueza de la isla de Cuba? ¿Diremos a las cordilleras, allanaos; y a los torrentes, prestad vuestras aguas a la navegación interior? Y cuando tuviéramos todo ese poder en nuestras manos, nos restaría que hacer un nuevo milagro, acercar nuestras costas a los grandes emporios del mundo. Compárense de buena fe lo que ha hecho en todas líneas la nación chilena y los medios que el cielo ha puesto a su disposición, con las dádivas que la naturaleza ha prodigado a otros pueblos, y no hallaremos razón para humillarla. Porque en esta parte el gobierno y la nación tienen una responsabilidad solidaria. En vano se miraría la prosperidad nacional como la obra exclusiva del gobierno. Ella ha sido en todas partes la obra colectiva de la sociedad; y si no se puede culpar a ésta de lo que no hace, sin tomar en cuenta sus elementos materiales, menos se puede culpar al gobierno sin tomar al mismo tiempo en cuenta la materia y el espíritu, las costumbres, las leyes, las preocupaciones,  los antecedentes  morales  y  políticos (53). Proceder de otro modo es una manifiesta injusticia. Dígase en buena hora lo que nos falta; nunca estará de más repetirlo; pero explórense las causas de esa falta; indíquense los medios de re-mediarla; y la reseña de los prodigios sociales de otros pueblos será instructiva, será fecunda de resultados  prácticos.

Lo que el gobierno puede prometer a sus comitentes es un deseo ferviente de merecer la aprobación pública, una atención asidua a los intereses de la comunidad; una resolución firme de temar en ellos sus inspiraciones, y no en la atmósfera de ningún partido. Lleno de estos sentimientos, acogerá siempre con docilidad las indicaciones de la prensa, que le parezcan fundadas en principios sanos y justos de política y de economía; y nunca ha estado mejor dispuesto a escucharla, que, cuando servida por escritores ilustrados, abogados celosos de la humanidad y del pueblo, la ve en estado de cumplir su más bella y alta misión: proponer, discutir las innovaciones útiles, y discutiéndolas, prepararlas. Pero se necesitan consejos claros, definidos, no especulaciones aéreas. Los sueños dorados y las perspectivas teatrales desaparecen ante las severas, las inflexibles leyes de la materia y del espíritu; leyes que dejan límites harto estrechos a la esfera de acción de los legisladores  humanos.

Es preciso ver las cosas como son. El gobierno no puede obrar sin el concurso de la representación nacional; y la reunión misma de todos los poderes políticos carece de imperio sobre ciertos accidentes materiales, y, para modificar los fenómenos morales, tiene que hacerlo por medio de las leyes, que influyen tanto más lentamente sobre las costumbres, cuanto les es necesario valerse de ellas y de las preocupaciones mismas para ser eficaces. La marcha de nuestra república no será, sí se quiere, como la de los dioses de Homero. Pero ¿quién ha dicho que todas las repúblicas, ni la mayor parte, han andado así? Lo que vemos es que la marcha social ha sido siempre más veloz donde la ha favorecido una feliz combinación de circunstancias. Por ellas, progresan rápidamente las repúblicas (54) norteamericanas; por ellas, la Nueva Holanda y la isla de Cuba, que no son repúblicas. Si esas circunstancias materiales y morales se desenvuelven prodigiosamente bajo el influjo de la libertad democrática, tampoco es imposible que pea tan poderosa a veces su acción, que no la retarden ni aun las trabas de la servidumbre colonial; y su concurrencia es tan necesaria, que, sin ellas, la libertad misma, la más activa y creadora de todas las influencias políticas, obrará de un modo comparativamente débil y lento sobre los desarrollos materiales.

Cada pueblo tiene su fisonomía, sus aptitudes, su modo de andar; cada pueblo está destinado a pasar con más o menos celeridad por ciertas fases sociales; y por grande y benéfica que sea la influencia de unos pueblos en otros, jamás será posible que ninguno de ellos borre su tipo peculiar, y adopte un tipo extranjero; y decimos más, ni sería conveniente, aunque fuese posible. La humanidad, como ha dicho uno de los hombres que mejor han conocido el espíritu democrático, la humanidad no se repite- La libertad en las sociedades modernas desarrolla la industria, es cierto; pero es-te desarrollo, para ser tan acelerado en un pueblo como en otro, debe encontrarse en circunstancias igualmente favorables. La libertad es una sola de las fuerzas sociales; y suponiendo igual esta fuerza en dos naciones dadas, no por eso producirá iguales efectos en su combinación con otras fuerzas, que paralelas o antagonistas, deben necesariamente concurrir con ella.

El autor que acabamos de citar (M. Chevalier) nos ofrece un ejemplo muy notable de la variedad con que obra e! espíritu de las instituciones democráticas en los mismos Estados Unidos. "El yanqui y el Virginio, dice este célebre escritor, son dos entes muy diversos; no se aman mucho; y frecuentemente discuerdan [•••] El Virginio de raza pura es franco, expansivo, cordial, cortés en los modales, noble en los sentimientos, grande en las ideas,   digno   descendiente   del   gentleman   inglés. Rodeado, desde la infancia, de esclavos que le excusan (55) todo trabajo manual, es poco activo y hasta perezoso* Es pródigo; y en los nuevos estados, aun más que en la empobrecida Virginia, reina la profusión. *. Practicar la hospitalidad es para él un deber, un placer, una dicha... Ama las instituciones de su país; y con todo eso muestra con satisfacción al extranjero la vajilla de familia, cuyos blasones, medio borrados por el tiempo, atestiguan que desciende de los primeros colonos, y que sus antepasados eran de casas distinguidas en Inglaterra- Cuando su espíritu ha sido cultivado por el estudio, cuando un viaje a Europa ha dado flexibilidad a sus formas y pulido su imaginación, no hay lugar en que no sea digno y capaz de figurar, no hay destino a cuya altura no pueda elevarse; es una felicidad tenerle por compañero; se desearía tenerle por amigo. Sabe más de mandar a los hombres, que de domar la naturaleza o cultivar el suelo... El yanqui, al contrario, es reservado, concentrado, desconfiado; su índole es pensativa y sombría, pero uniforme; su actitud carece de gracia, pero es modesta, y no es baja: sus ideas son mezquina?, pero prácticas; tiene el sentimiento de lo conveniente, no el de lo grandioso'. No tiene la menor chispa de espíritu caballeresco, y sin embargo gusta de las aventuras y de la vida errante.

El yanqui es la hormiga trabajadora; es industrioso; sobrio, económico, astuto, sutil, cauteloso; calcula continuamente, y hace alarde de los tricks con que sorprende al comprador candoroso o confiado, porque ve en ellos una prueba de la superioridad de su espíritu. Su casa es un santuario que no se abre a los profanos... No es un orador brillante, pero es un lógico rigoroso. Para ser hombre  de estado,  le falta aquella amplitud  de  espíritu y de corazón que nos hace concebir y amar la naturaleza ajena... Es el individualismo encarnado... En Baltimore como en Boston, en la Nueva Orleans como en Salem, en la Nueva York como en Portland, si se habla de un comerciante que por bien entendidas combinaciones ha realizado y conservado una ingente fortuna, y preguntáis de dónde es,"es un yanqui", os responderán.  Si en el (56) sur se pasa junto a una plantación que parece mejor cuidada que las otras» con más bellas arboledas, con chozas de esclavos mejor alineadas y más cómodas, "¡oh! es de un hombre de la Nueva Inglaterra oiréis decir... En una aldea del Missouri, al lado de una casa cuyos cristales están hechos pedazos, y a cuya puerta riñen muchachos andrajosos, veis otra casa acabada de pintar, cercada de una reja sencilla y limpia, con una docena de árboles bien chapodados alrededor; y por entre las ventanas alcanzáis a ver en una salita, tersa como la plata, una reunión de jóvenes bien peinados, y de niñas vestidas casi a la última moda de París. Una y otra son casas de labradores; pero el uno de ellos viene de la Carolina del Norte, y el otro de la Nueva Inglaterra.

La libertad no os, pues, tan exclusiva como creen algunos: se alía con todos los caracteres nacionales, y los mejora sin desnaturalizarlos; con todas las predisposiciones del entendimiento, y les da vigor y osadía; da alas al espíritu industrial, donde lo encuentra; vivifica sus gérmenes, donde no existen. Pero no le es dado obrar sino con los dos grandes elementos de todas las obras humanas: la naturaleza y el tiempo. Las medidas administrativas pueden indudablemente ya retardar el movimiento, ya acelerarlo. Pero es menester que no nos exageremos su poder. Hay obstáculos morales que no debe arrostrar de frente. Hay accidentes naturales que le es  imposible alterar.  Los que  la acusan de inerte o tímida, harán un gran bien al público, señalándola el derrotero que debe seguir en su marcha. Sobre todo no olviden que bajo el imperio de las instituciones populares es donde menos puede hacerse abstracción de las costumbres, y que, medidas abstractamente útiles, civilizadoras, progresivas, adoptadas sin consideración a las circunstancias, podrán ser perniciosísimas y envolvernos en males y calamidades sin término.

El Araucano, 1843
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En Juan Carlos Ghiano. Centro Editor de  América Latina