Los pensadores que hemos estudiado apelan a explicaciones de tipo histórico para dar cuenta de problemas que se plantean en su presente y para reforzar sus argumentos con ejemplos sacados del pasado. En este sentido afirmamos que ha habido una conciencia histórica en los filósofos del siglo XVIII.
Los filósofos franceses considerados en esta investigación: Turgot, Condorcet y Voltaire y Rousseau, muestran en sus obras un marcado interés por la historia de la humanidad.
En el caso de Turgot, este interés se despierta tempranamente. En el listado de proyectos a desarrollar que escribió en 1748 figuran el plan para una Historia universal y unas Consideraciones sobre la historia del espíritu humano, que atestiguan este interés. Nunca llegó a escribirlas, aunque sí han quedado fragmentos para un Plan para dos Discursos sobre la historia universal y unos Fragmentos y pensamientos “sobre la historia universal o sobre los progresos y la decadencia de las ciencias y las artes”. Estos fragmentos revelan su interés en la idea de progreso ligada a una concepción global de la historia humana[1]. 10
En su Cuadro filosófico sobre los progresos sucesivos del espíritu humano, pronunciado en 1750, considera que la humanidad en su conjunto ha tenido un desarrollo comparable al crecimiento de un individuo, es decir, una historia: “El género humano, considerado desde su origen, parece a los ojos de un filósofo, un todo inmenso que él mismo tiene como cada individuo su infancia y sus progresos”.[2] 11
Por otra parte, reconoce a la historia una esfera propia separada de la naturaleza. El desarrollo histórico no está determinado por leyes naturales: “Los fenómenos de la naturaleza están sometidos a leyes constantes, están encerrados en un círculo de revoluciones siempre iguales. Todo renace, todo perece”. Pero, “la sucesión de los hombres, al contrario, ofrece de siglo en siglo un espectáculo siempre variado”. [3]12 “La naturaleza es por todas partes siempre la misma”[4], 13 y son las circunstancias las que hacen que se desarrolle de manera desigual los talentos con que la naturaleza ha dotado a los hombres. La desigualdad entre las naciones depende de las diferencias en el desarrollo de esos talentos. No meramente de la naturaleza humana, ni tampoco de un plan externo a la historia misma. Es en el terreno histórico, con su margen de libertad, donde se determinan esas diferencias. Los logros obtenidos, las luces y las ciencias, pueden transmitirse y ellos van determinando las diferencias en el progreso de los hombres y las sociedades.
También Condorcet expresa en sus escritos un marcado interés por la historia. En su obra, en realidad, no se discute la idea de progreso, antes bien se acepta como punto de partida, ya que el propósito de Condorcet es precisamente trazar el cuadro histórico de ese desarrollo, o sea que su interés es claramente histórico-filosófico. En su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, señala: “Este cuadro es pues histórico, puesto que, sometido a perpetuas variaciones, se forma por la observación sucesiva de las sociedades humanas en las diferentes épocas que han recorrido. Debe presentar el orden de los cambios, exponer el influjo que ejerce cada instante sobre el que le reemplaza y mostrar así, en las modificaciones que ha recibido la especie humana, renovándose sin cesar, en medio de la inmensidad de los siglos, la marcha que ha seguido y los pasos que ha dado hacia la verdad o felicidad”.[5] 14
Condorcet es el más optimista de los pensadores ilustrados en su defensa del progreso de la humanidad. En cierto modo, puede decirse que en la Introducción al Bosquejo se esfuerza por mostrar la pertinencia de un estudio histórico de este progreso, pero, al mismo tiempo, quiere enraizarlo en la misma naturaleza humana, para resaltar su necesidad.
Para Condorcet, el progreso del espíritu humano es un hecho comprobable, tanto en lo que se refiere al hombre considerado individualmente, como en lo que se refiere a las sociedades humanas. En este sentido, puede estudiarse puede ser objeto de un estudio histórico.
Estudio histórico que debe construirse con pautas críticas y que lleva a Condorcet a rechazar los escritos de los eruditos griegos y romanos por “haber carecido enteramente del espíritu de duda que somete al examen severo de la razón los hechos y sus pruebas”, [6]15 resultando así sus escritos históricos meros relatos en los que se encuentran fenómenos absurdos y prodigios increíbles que revelan una credulidad pueril. En cambio, la época que sigue al Renacimiento ha visto la aparición de una renovada ciencia de la historia: “Entonces debió nacer, pues, el triunfo de la crítica, que es la única que puede hacer a la erudición verdaderamente útil. Se tenía todavía necesidad de conocer todo lo que habían hecho los antiguos y se comenzaba a saber que si se les debía admirar, se tenía también el derecho de juzgarlos”. [7]16
Sabido es que Jean-Jacques Rousseau dedica su Discurso sobre las ciencias y las artes a demostrar que su progreso ha traído aparejado desde siempre corrupción y decadencia. Pero lo destacable es que refuerza sus argumentaciones con diversos ejemplos históricos.[8] 17 La historia enseña que los pueblos refinados y decadentes terminan por sucumbir frente a vecinos más pobres, en quienes la forzosa austeridad ha preservado sus virtudes originarias. De este modo se cumplió el destino de Persia y Cartago frente a Roma, y más tarde ésta última frente a los Francos y Sajones. [9]18 La historia enseña también que muchas naciones permanecieron fuertes y virtuosas mientras se mantuvieron “preservadas del contagio de vanos conocimientos”, como ocurrió con los antiguos Persas, mientras pusieron todo el énfasis en enseñarles a los jóvenes las virtudes antes que las ciencias. [10]19 También en el Discurso sobre el origen de la desigualdad aparece clara la importancia de la historia. Rousseau considera que, para explicar los contrastes que observa en la sociedad de su tiempo, debe describir su génesis histórica. Creerá encontrar el fundamento de la situación actual en las transformaciones sociales producidas –sobre todo debido a la apropiación individual de la tierra– a partir de un hipotético y originario estado de naturaleza, en el cual no existían aún las desigualdades sociales.[11] 20
Otro aspecto en que se manifiesta el interés por la historia en el siglo XVIII es el desenvolvimiento que toma la crítica de las fuentes, ya iniciada en el siglo anterior.
El pensador francés donde aparece más desarrollada esta inquietud es Voltaire, quien considera que las afirmaciones de la historia no poseen la certeza eterna de las verdades matemáticas sino una certeza subjetiva, que es la que acompaña siempre a los hechos probables, contingentes, de los que aquélla se ocupa. [12]21 Esta concepción del conocimiento del pasado permite que se pueda entonces dudar de los testimonios y que éstos puedan ser criticados. Con este último fin, se debe comenzar por revisar todas las narraciones dudosas y fantásticas, especialmente aquellas que hace referencia a prodigios y milagros.[13] 22
Cuando dejamos de lado las creencias ingenuas en los prodigios y los milagros que nos llegan a través de narraciones del pasado, creencias aceptadas sin un examen racional y que constituyen lo que Voltaire denomina “prejuicios históricos”[14] 23 , lo que nos queda es lo verosímil, entendido como aquello que “no contradice en nada el orden ordinario de la naturaleza”[15] 24 , que se encuentra dentro de lo probable y pudo, por lo tanto, haber ocurrido efectivamente.
Así, por ejemplo, en Turgot encontramos una valoración positiva de la Edad Media, tan criticada por otros filósofos modernos, a la cual no considera como una época de estancamiento. La barbarie había dejado una herida en la humanidad que necesitó siglos en cerrarse, y ésta fue la labor del cristianismo durante la Edad Media.
Valora asimismo en ese período la conservación de “las obras inmortales” de la cultura clásica y sus lenguas en los monasterios. Sin embargo, también condena el obstáculo que significó para la cultura, en esta fase de la historia, el desmoronamiento del comercio y la ruralización de la vida en los estamentos de la nobleza.[16] 31 Turgot manifiesta una posición más imprecisa respecto de la antigüedad, porque, si bien acabamos de ver que habla de sus “obras inmortales”, un poco antes ha desvalorizado a la filosofía griega como producto de los extravíos de la razón, en contraposición con la luz del cristianismo. [17]32
También en Voltaire hay una capacidad de valorar positivamente aspectos del
pasado, por cuanto reclama de sus contemporáneos que “aquellos que insultan la antigüedad aprendan a conocerla; que no confundan los sabios legisladores con los contadores de fábulas; que sepan distinguir las leyes de los sabios magistrados de las costumbres ridículas de los pueblos”.[18] 33 En este mismo sentido, en su Diccionario Filosófico, rechaza el juicio despreciativo de muchos historiadores, que consideraban a las naciones antiguas como idólatras sin más, por el simple hecho de tener estatuas de dioses;[19] 34 y es también claro al respecto, en este mismo libro, cuando considera que “no hay que juzgar los hechos antiguos con arreglo a los modernos” y debemos desprendernos de nuestros prejuicios, tanto cuando viajamos hacia otras regiones del globo, como cuando viajamos hacia el pasado mediante el conocimiento histórico. [20]35
Una misma capacidad de valorar pueblos y hombres del pasado manifiesta Rousseau cuando, en el Discurso sobre las ciencias y las artes, al cual ya hemos hecho referencia, exalta las figuras de dos auténticos sabios que se opusieron a la decadencia general de sus respectivas épocas: Sócrates en Atenas y Catón en Roma, [21]36 o alaba a Esparta en desmedro de Atenas.
Entre los iluministas alemanes, las religiones positivas, que el deísmo había menospreciado frente a la religión natural, son revalorizadas en su carácter histórico por Lessing, porque para él constituyen el lugar mismo en que se manifiesta el progreso humano. Progreso guiado por Dios, quien se va revelando al hombre mediante un proceso de educación que culminará cuando se devele totalmente el contenido de la religión revelada mediante el uso de la razón. [22]37 Herder hace un análisis detallado del desarrollo histórico, dejando de lado todo intento por subsumir a los pueblos antiguos bajo ideales modernos, atribuyendo a cada uno su propio fin y su modo peculiar de alcanzar la felicidad. [23]38
Entre los iluministas ingleses, Hume adopta criterios similares a los de Voltaire con el fin de analizar la historia de la religión. Elabora una historia conjetural, es decir, una reconstrucción basada en la comparación con pueblos contemporáneos que no han desarrollado aún “las ciencias y las artes”,[24] 39 para determinar las creencias de la humanidad primitiva. También recurre a las fuentes, bajo la atenta mirada de la razón, para determinar el origen verosímil de los mitos griegos y de las creencias populares medievales.[25] 40
La idea de progreso iluminista no aparece totalmente desligada de la visión providencialista de la historia y se observa en la obra de los pensadores del siglo XVIII ciertas influencias de esta última visión. Pero, las semejanzas que presentan ambas posiciones son de orden formal, en el sentido de que tanto ‘Providencia’ como ‘progreso’ ocupan un mismo lugar dentro de las respectivas concepciones de la historia: el de concepto clave que hace inteligible el devenir histórico. Asimismo, se observan ciertas analogías sugestivas entre ambas visiones al aludir las dos a un comienzo de la historia en el que el hombre se demora en un estado de indolencia más o menos feliz según los autores para luego pasar a la inquietud y los afanes de la historia.
En el caso concreto de Turgot, el más imbuido de fe religiosa, encontramos la máxima aproximación entre la Providencia y el progreso histórico, ya que éste último es presentado como una manifestación de la Providencia. En efecto, el fin de la Providencia es la felicidad del género humano y la religión cristiana es el instrumento privilegiado que utiliza para cumplirlo. En el comienzo mismo de su primer Discurso en la Sorbona aparece claramente esta relación: “La religión cristiana tiene a Dios por autor, ¿y podría Dios darnos leyes que no fueran beneficiosas? […] por apartadas que sean las rutas por las que conduzca Dios a los hombres, su felicidad es siempre el fin”. [26]41
Condorcet, años después y más alejado del espíritu religioso, no discutirá en forma explícita la idea de Providencia, pero ésta será rechazada implícitamente a partir de las críticas que hace al Cristianismo, en particular, y a las religiones en general, oponiéndose a todas por considerarlas resultado de errores y prejuicios. Para este pensador, “el triunfo del Cristianismo fue la señal de la completa decadencia de las ciencias y de la filosofía”. [27]42
Un ejemplo de la adopción iluminista de la idea bíblica de la ‘caída’ desde un estado de indolencia feliz, que da lugar al inicio de la historia, puede encontrarse en Voltaire. Éste considera que la naturaleza humana es en sí misma buena y que “el hombre no ha nacido malvado”, señalando dos pruebas de ello: la bondad espontánea de los niños y el poco mal que hay, relativamente, en el mundo. Pero, no es menos cierto que, de todos modos, la mayoría de los hombres tienden a volverse malos, como la historia lo muestra. El origen del mal está en la ambición humana, que corrompe primero a los poderosos y luego se contagia, como una “peste”, al resto de sus súbditos:
“el primer ambicioso ha corrompido la tierra”. [28]43 De igual manera, Rousseau considera que, al crearnos, Dios nos había destinado a una “venturosa ignorancia”, de la cual gozábamos en el originario estado de naturaleza. En su sabiduría eterna, Dios no desconocía que la ciencia es temible: por cada verdad útil que el hombre puede hallar hay infinidad de errores peligrosos, de modo que el balance general es negativo. Y aún descubierta esa verdad útil, se hará de ella, por lo general, un mal uso. [29]44 Pero, el ejercicio de las ciencias –en el Discurso sobre las ciencias y las artes– y la apropiación individual de la tierra –en el Discurso sobre el origen de la desigualdad– precipitarán la caída del hombre desde el beatífico estado de naturaleza en el tumulto doloroso de la historia.
Sin embargo, y a pesar de las similitudes señaladas, mientras en la visión providencialista la historia encuentra sus fundamentos en un plan trascendente, para la concepción iluminista las fuerzas motoras de la historia residen en ella misma. Se parte de un originario estado natural y el desenvolvimiento histórico será resultado de potencias que le son inmanentes, es decir, del impulso al cambio que está contenido en la esencia misma del hombre.
Ya en Turgot se sugiere una diferencia entre las dos visiones, porque el progreso es concebido como un proceso mundano, que se inscribe dentro de la temporalidad y la historia. Por otra parte, si bien el progreso es el fin de la Providencia, depende también y en buena medida de la aparición y actuación en cada época de hombres geniales: “En medio de esta combinación variada de los acontecimientos –tan pronto favorables, tan pronto adversos–, cuya contrapuesta acción debe a la larga anularse mutuamente, el genio […] actúa sin cesar y sus efectos se vuelven con el tiempo sensibles”. [30]45 Se insinúa así la importancia del actuar humano en la dinámica del progreso. En el caso de Voltaire, encontramos una discusión bastante compleja en el Diccionario Filosófico. Allí señala que la Providencia se manifiesta en todos aquellos aspectos de la naturaleza donde podemos identificar causas finales; por ejemplo, en la lana de los corderos que está allí para protegerlos del frío. De allí pasa a sostener que las causas finales se expresan en leyes generales, es decir, en aquellas regularidades que rigen y definen la naturaleza, ya sea inerte, viviente o humana. Sin embargo, Voltaire reconoce que hay hechos –efectos– que no pueden atribuirse a causas finales –es decir, a la Providencia–, al menos no directamente, como cuando trasquilamos a la oveja y nos tejemos un abrigo: “Existen, pues, efectos producidos por causas finales, y un gran número de efectos que no pueden recibir ese nombre”. El hombre posee entonces un margen de decisión y acción, que da lugar a la historia y la civilización. En este último caso parece no poder hablarse de causas finales trascendentes, sino, a lo sumo, circunscriptas a las intenciones humanas y a la libertad del hombre, libertad que Voltaire define de un modo bastante pragmático como “el poder […] de hacer lo que vuestra voluntad exigía con absoluta necesidad”, o sea que “sois libre de hacer cuando tenéis el poder de hacer”. [31] 46 De allí que, si bien la Providencia permite las acciones malas de los hombres, no puede decirse que las haya querido y hayan estado comprendidas en sus causas finales; así puede decir Voltaire que “el hombre no ha sido creado por Dios para que lo maten en una guerra”[32]. 47 Es cierto que la Providencia parece tolerar grandes males como el hambre y las enfermedades; pero, en el caso de la guerra, que es el tercer gran mal de este mundo, es seguro que no puede atribuirse a Dios de ninguna manera, sino que es producto tan sólo de la imaginación perversa de los príncipes de este mundo [33]. 48
Más claramente se percibe el alejamiento frente a la Providencia de Dios en el Poema sobre el desastre de Lisboa,[34] 49 escrito por Voltaire en 1756. En el Prefacio afirma: “Es demasiado visible que todo, desde hace tiempo, no está ordenado para nuestro bienestar presente” y, más adelante: “Ningún filósofo ha podido explicar nunca el origen del mal moral y del mal físico”.[35] 50 El Poema es la expresión de un alma que se revuelve sin poder comprender el sentido de la Providencia. Se siente a Dios ausente e indiferente para con el dolor humano, que parece obra de fuerzas oscuras e incontrolables, tanto en la naturaleza –males físicos– como en el hombre –males morales–. Así dice: “Filósofos errados que gritáis ‘Todo está bien’;/ Corred, contemplad esas horribles ruinas/ […] Ante el espectáculo espantoso de sus cenizas humeantes,/ ¿Diréis: ‘Es el efecto de las leyes eternas/ Que necesitan la elección de un Dios libre y bueno’?,/ ¿Diréis, al contemplar ese cúmulo de víctimas: ‘Dios se ha vengado, su muerte es el precio de sus crímenes’?/ ¿Qué crimen, que falta cometieron esos niños/ Aplastados, sangrientos, sobre el seno materno?”. [36]51
Voltaire rechaza también otro aspecto de la Providencia: los milagros, en tanto intervenciones directas y particulares de Dios. No sólo porque contradicen “las leyes eternas de la naturaleza”, sino también porque, en verdad, y bien mirado, constituyen una contradicción en sí mismas, en tanto violación de leyes inmutables, es decir, inviolables. Sin embargo, y dejando de lado esta primera objeción, ¿no podría Dios mismo suspender esas leyes? No, porque es imposible que Dios se ocupe en introducir el desorden dentro su propia obra. En primer lugar, porque su voluntad es inmutable y, por eso mismo, deben serlo las leyes que Él ha ordenado para el mundo. En segundo lugar, porque un Dios que suspende sus propias leyes al producir un milagro es un Dios que se vuelve contra sí mismo, que se contradice. Así, pues, Voltaire concluye que atribuir milagros a Dios es, de alguna manera, deshonrarlo al imaginarlo como un ser inconsecuente consigo mismo. [37]52
Esa lejanía de la Providencia, que abandona el ámbito de la historia a la acción humana, aparece también en la obra de Rousseau, quien, al igual que Voltaire, sostiene que la Providencia es un ojo universal que no para mientes en los detalles de este mundo: “ Todo sucede según la ley común, y no hay excepción para nadie. Debe creerse que los acontecimientos particulares no son nada aquí abajo para los ojos del Señor del universo, que su Providencia es sólo universal, que se contenta con conservar los géneros y las especies, y con presidir todo, sin inquietarse por el modo en que cada individuo pasa esta corta vida. Un rey sabio que quiere que cada uno viva feliz en su estado, ¿tiene necesidad de informarse si las tabernas son buenas?”.[38] 53 Esta última imagen es similar a la del Cándido de Voltaire, donde se compara al mundo con un barco donde el patrón –Dios– no debe preocuparse por la comodidad de las ratas que habitan en la bodega. [39]54
En el ámbito del pensamiento alemán, Kant sostiene que aunque Dios hubiera establecido un plan providencial para el desarrollo humano, nosotros, ateniéndonos a los límites de nuestra razón, no podemos asumir su punto de vista, si bien es necesario, para construir una historia como ciencia, postular una finalidad en su desarrollo. [40]55 Herder acepta una guía de la Providencia en la historia, pero la piensa en la forma de leyes universales que no permiten intervenciones milagrosas.[41] 56
Entre los ingleses, sólo Adam Smith hace veladas alusiones a la Providencia, entendiéndola, sin embargo, como una tendencia natural a la estabilidad mientras no existan fuerzas que desvíen el proceso económico de su curso natural. [42]57
[1] Ver Gonçal Mayos Solsona, op. cit., p. XXII.
[2] Turgot, A.-R.-J, Discursos sobre el progreso humano, Madrid, Tecnos, 1991, p. 5.
1921, p. 17.
[6] Condorcet, op. cit., p. 122.
[7] Condorcet, op. cit, p. 183.
[8] Rousseau, “Discurso sobre las ciencias y las artes”, en Discurso sobre el origen y los fundamentos
de la desigualdad entre los hombres y otros escritos. Madrid, Tecnos, 1995, p. 11 y ss.
[11] Rousseau, “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, en
op. cit., p. 118 y 161.
[12] Voltaire, Diccionario Filosófico, México, Fontamara, 1996; artículo “cierto, certeza”.
[13] Voltaire, Filosofía de la historia, Madrid, Tecnos, 1990, p. 142.
[14] Voltaire, Diccionario Filosófico., artículo “Prejuicios”.
[15] Voltaire, Filosofía de la historia., p. 121.
[20] Voltaire, Diccionario filosófico, artículo “Ezequiel”; “Falsedad de las virtudes humanas”; “Juliano el
filósofo, emperador romano”.
[23] Herder, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, Buenos Aires, Losada, 1959, p.
255-257.
[26] Turgot, op. cit., p. 3.
[31] Voltaire, op. cit.; artículo “Fin. Causas finales”.
[32] Voltaire, Diccionario filosófico, artículo “Libertad”.
[33] Voltaire, op. cit., artículo “Guerra”.
[34] Mousnier-Labrousse, Le XVIII e siècle. L’époque des “Lumières”, Paris, Presses Universitaires de France, 1985, p. 76: “Voltaire, antes un partidario convencido [del optimismo], devino su enemigo encarnizado después del desastroso terremoto de Lisboa (1755) y escribió en el incisivo Cándido (1759): ‘¿Qué es el optimismo? […] dice Candido: Es el empeño de sostener que todo está bien cuando todo está mal’”.
[35] Voltaire, Prefacio al “Poema sobre el desastre de Lisboa”, citado por Villar, Alicia, Voltaire-Rousseau. En torno al mal y la desdicha, Madrid, Alianza, 1995, p. 154 y 157.
[36] Voltaire, “Poema sobre el desastre de Lisboa”, v. 4-5 y 14-20; citado por Villar, Alicia, op. cit., p. 158-59. En Ferrone-Roche (eds.), op. cit., p. 51, se señala que el problema del mal inquieta profundamente al hombre del siglo XVIII porque, justamente, “la secularización del mundo lo transforma en escándalo para el espíritu al privar de significación y valor al sufrimiento”.
[37] Voltaire, Diccionario filosófico, artículo “Milagros”, Filosofía de la historia, p. 160. Cf. Micromegas.
[38] Rousseau, carta a Voltaire del 18-8-1756; citado por Villar, A., op. cit., p. 198-99.
[39] Voltaire, Cándido, Madrid, EDAF, 1994, p. 162: “Pero venerable padre –dijo Cándido–, el mal se ha extendido horriblemente sobre la tierra. –¿Qué puede importar –dijo el derviche– el bien o el mal? Cuando su alteza manda un barco hacia Egipto, ¿se ocupa acaso de si los ratones que van en él estarán a gusto o no?”
[40] Kant, op. cit., p. 195.
[41] Herder, op. cit., p. 492.
[42] Smith, Adam, La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, 1997, p. 420-423.