Sunday, June 6, 2010

Breve exposición sobre la conformación del Estado: mitos y realidades



Como ya fuera señalado, los casos de México (incluyendo Guatemala) y Perú representan, al contrario de la creencia popular, los casos excepcionales en relación a la Conquista española de América. Son en realidad los únicos casos en que el empleo del término conquista resulta verdaderamente legítimo, puesto que allí existían verdaderas naciones con gobiernos perfectamente estructurados y por ello es que su territorio se conquista (“Conquistar: adquirir o ganar a fuerza de armas un Estado, una plaza, ciudad, provincia o reino”, Diccionario RAE; 1970). En Chile en cambio no existía ni Nación ni Estado y por tanto resultaría más correcto referirse a la ocupación española y como no se había tomado Estado pre existente alguno, la primera tarea jurídica/administrativa de los ocupantes fue establecer un aparato administrativo desconcentrado (con respecto a Sevilla y a Lima) para dar paso, a partir de 1818, ya por parte de los chilenos, a la creación de un Estado independiente.

Estado que se inscribe en el marco de una sociedad particularmente autoritaria, violenta, clasista y racista; y, a la vez, más ordenada y eficaz que las del resto de la América española. Y, por otro lado, con una extraordinaria capacidad de mitologizar la propia realidad y socializar exitosamente sus construcciones míticas, quizás si ayudada por la extrema lejanía del resto del mundo.

Acá se toma partido decididamente por la clásica tesis de Mario Góngora (1986), el historiador que logró colocar la idea de ser el Estado el creador de la Nación y de la sociedad chilena, en la historiografía aceptada. Hay que observar la profunda diferencia entre la situación histórica de buena parte de los países europeos y de España en particular, en relación a América Latina en los respectivos procesos de creación del Estado, un proceso de abajo hacia arriba en Europa y de arriba hacia abajo en el caso de América Latina. Como es obvio, las consecuencias sobre la estructura social de los procesos de toma de decisiones serán definitorias del centralismo latinoamericano.

La primera frase del texto de Góngora reza: “La imagen fundamental y primera que de Chile se tiene, es que constituye, dentro del Imperio Español en las Indias, una frontera de guerra, una tierra de guerra´” (Góngora; 1986:63).

Mezcla de realidad y mito, desde mediados del siglo XVI hasta fines del XIX, la sociedad chilena se fue construyendo en una situación de guerra prácticamente permanente por más de tres siglos. ¿Qué de raro tiene entonces que el modelo de organización del Estado y a partir de él, de la sociedad, sea un modelo de profunda centralización? Sostiene Góngora que: “La nacionalidad chilena ha sido formada por un Estado que ha antecedido a ella, a semejanza, en esto, de la Argentina; y a diferencia de México y del Perú, donde grandes culturas autóctonas prefiguraron los Virreinatos y las Repúblicas.

Durante la Colonia se desarrolla un sentimiento nacional criollo, un “amor a la patria” en su sentido de tierra natal…A partir de las guerras de la Independencia, y luego de las sucesivas guerras victoriosas del siglo XIX, se ha ido constituyendo un sentimiento y una conciencia propiamente “nacionales”, la “chilenidad”. Evidentemente que, junto a los acontecimientos bélicos, la nacionalidad se ha ido formando por otros medios puestos por el Estado: los símbolos patrióticos (bandera, Canción Nacional, fiestas nacionales, etc.), la unidad administrativa, la educación de la juventud, todas las instituciones. Pero son las guerras defensivas u ofensivas las que a mi juicio han constituido el motor principal. Chile ha sido, pues, primero un Estado que sucede, por unos acontecimientos azarosos, a la unidad administrativa española, la Gobernación, y ha provocado, a lo largo del siglo XIX, el salto cualitativo del regionalismo a la conciencia nacional” (Góngora; 1986: 71–73), (sublineado de este autor).

En otras páginas fuertemente críticas a la postura ideológica del Gobierno Militar del período 1973–1989, Góngora agrega: “La idea cardinal del Chile republicano es, históricamente considerado, que es el Estado el que ido configurando y afirmando la nacionalidad chilena a través de los siglos XIX y XX; y que la finalidad del Estado es el bien común en todas sus dimensiones: defensa nacional, justicia, educación, salud, fomento de la economía, protección de las actividades culturales, etc. Únicamente se detiene la competencia del Estado ante el núcleo interno del sacerdocio eclesiástico, ante el cual incluso el regalismo, tan fuerte en el siglo XIX, siempre se detuvo. Ahora, en cambio, se expande la tendencia a la privatización y la convicción de que la “libertad económica” es la base de la libertad política y finalmente de toda libertad se enuncia por representantes del equipo económico, sin tomar el peso a la semejanza de este postulado a los de un marxismo primario” (Góngora; 1986: 296–297).

Por su parte, el historiador Gabriel Salazar (2005), en una obra reciente, analiza lo que denomina como “la democracia de los pueblos” y el “militarismo ciudadano” en contraposición con el “golpismo oligárquico”, como la matriz en la cual se inserta la conformación del Estado chileno, tanto política, como social y espacialmente (primacía paulatina de Santiago). De paso, devela algunos de los mitos acuñados como parte de la cultura nacional.

Salazar, tan desmitificador de Diego Portales como Sergio Villalobos, hace del famoso Ministro el creador del orden en sí o del Estado en forma, un verdadero dogma histórico que se extiende desde 1830 hasta el presente y cuyos arquitectos esporádicos son, aparte del propio Portales, Arturo Alessandri Palma, Carlos Ibáñez del Campo, y Augusto Pinochet, todos con excepción del primero, Jefes de Estado en el siglo XX. Esta permanente presencia del “orden portaliano” en el Estado lleva a Salazar a proclamar un virtual artículo de fe: “En Chile ha habido y hay un solo Estado y un solo fundador no más.

Alabado sea”. Y agrega el mismo autor: “Se desprende de lo anterior que en Chile, al ser celebrada y mitificada la estabilidad y recurrencia del ˆordenˆ establecido por los estadistas Portales, Alessandri, Ibáñez y Pinochet, y al heroificarse a sus restauradores, no se ha hecho otra cosa que exaltar como valores patrióticos el autoritarismo, la arbitrariedad gubernamental y la represión a los derechos cívicos y humanos de los chilenos, y condenar al olvido y a la negación fáctica los valores propios de la sociedad civil, la ciudadanía y la humanización” ¿Sería posible, siquiera, imaginar un contexto más favorable al centralismo? El proceso de fundación y destrucción de ciudades contribuyó también a dar forma al centralismo del país, aunque de inicio no fuese así. De las diez ciudades fundadas por lo españoles en la segunda mitad del siglo XVI, siete se establecieron en lo que se considera el sur del país: Concepción, Angol, Cañete, Imperial, Villarrica, Osorno, y Valdivia. Según Salazar (op.cit.) tal concentración de pueblos se origina en que en esas zonas las fuerzas productivas eran más abundantes y de mayor potencial que más al norte, y también a las facilidades de comunicación con las pampas argentinas (por tierra) y hacia Perú (por mar).

Entre 1554 y 1598 este sistema urbano sureño experimento un fuerte crecimiento, no sólo productivo y comercial, sino también cívico e institucional que hubiese puesto en peligro la hegemonía de Santiago. Pero la gigantesca insurrección indígena de 1598 y el desastre militar de Curalaba produjeron la destrucción de estas siete ciudades.

El otro esfuerzo importante de fundación de ciudades se asentó principalmente en el valle del Aconcagua, con magníficas tierras, yacimientos auríferos y expeditas comunicaciones. Los esteros auríferos de Marga Marga, Casablanca, Placilla, Quilpue, Limache, Lliu Lliu y los ejes agrícolas de San Felipe, La Cruz, Quillota, y La Ligua, aseguraban a esta zona la posibilidad cierta de alcanzar autonomía productiva. No obstante la consolidación del eje Santiago/Valparaíso frenó tal posibilidad a favor de la capital.

El complejo colonial en torno a La Serena, en el Norte Chico, alcanzó un significativo desarrollo autónomo desde fines del siglo XVI hasta mediados del siglo XVIII, sobre la base de las actividades mineras, agropecuarias y manufactureras. La sobre especialización minera y los conflictos políticos derivados de su confrontación con el poder de Santiago debilitaron la consolidación de una autonomía regional y se resolvieron a favor de la capital.

Las ciudades del centro sur del país, Curicó, Talca, Maule, Constitución, encajadas entre la frontera guerrera del Bío Bío y el autoritarismo santiaguino, no lograron consolidarse como alternativas de desarrollo frente a Santiago, que de haber prosperado las siete ciudades del sur, con seguridad habría perdido relevancia frente a ellas y habría carecido de la fuerza necesaria para capturar la economía del valle del Aconcagua e interferir en la economía del Norte Chico.

Es evidente que la ventaja comparativa de Santiago sobre el resto de las ciudades radicó en buena medida en el poder administrativo que se requería para hacer funcionar el centro de acopio, el eje redistributivo, la aduana seca y la hacienda pública de la nación.

Como lo anota Salazar, no sólo la Gobernación, la Real Audiencia y el Cabildo, jugaron un papel en la consolidación del poder de Santiago, sino también los cargos de Superintendente de Aduanas, de la Casa de Monedas, del Síndico del Consulado, de los fiscales supervisores de la Contaduría Mayor y el Tesoro Real, aparte del Capitán General.

Las reformas borbónicas que introdujeron estos últimos cargos, vinieron a fortalecer la posición hegemónica de Santiago y su primacía urbana.

No hay país cuya historia no esté basada, parcialmente al menos, en mitos y leyendas. Necesariamente es así si se entiende que un papel de la historia es, paradojalmente, construir el futuro, la historia por venir, ayudando al surgimiento de sentimientos de adhesión a personas, a hechos, a lugares, al pasado, en otras palabras, ayudando al surgimiento de la nacionalidad y del amor patrio. Quizás si pudiese decirse que el peso relativo de los mitos en la historia de Chile llega más allá de lo observable en otras latitudes.

Un primer mito tiene que ver con mitificación de las personas que han jugado papeles históricos.Gabriel Salazar anota que: “el principal héroe de lo que él mismo denomina como el tiempo–madre de la patria, es decir, el inicio, Bernardo O´Higgins, es visto sólo como militar heroico y no como gobernante civil; como el primer Director Supremo de la República, y no como el dictador que actuó bajo el mando estratégico de una sociedad secreta (la Logia Lautarina); como el general victorioso que dio la independencia a la patria, y no como el lugarteniente de los generales Carrera y San Martín, donde su más recordada acción bélica fue la derrota de Rancagua; como el primer líder republicano del país, y no como el jefe sobre el cual flota la sombra de los primeros asesinatos políticos perpetrados en Chile (los hermanos José Miguel y Luis Carrera y Manuel Rodríguez).

¿Cuáles fueron los valores cívicos de verdad asociados a su actuación pública? Se afirma que, en última instancia era un republicano convencido. Sin embargo debe recordarse que se asoció en la Logia con personeros que abogaban por instalar en América un régimen monárquico, y él mismo nunca creyó en la soberanía popular. Si el general O´Higgins ha sido el “padre” militar de la independencia, el comerciante Diego Portales ha sido el “padre” civil del Estado nacional, de quien se ha aplaudido sólo lo que escribió a un amigo en sus cartas privadas: unas apoteósicas líneas en las que dice que él creía en el “orden” pero no en la “ley”, y en el garrotazo a los opositores pero no en la soberanía popular”, (Salazar; 2005: 22–23).

La interpretación predominante del período 1810–1837 ¿es una interpretación validada y teóricamente consolidada, o fue y es sólo una oportunista construcción ideológica tendiente a justificar, tras la máscara encubridora de “la patria”, la imposición abusiva de los intereses y conveniencia de un grupo particular de chilenos a toda la nación? Los intereses mercantiles, por supuesto, tan bien representados por Portales. La lógica del poder de tales intereses ha llevado siempre a crear sistemas complejos de dominación a partir de un centro único de poder, perfectamente localizado, además, en el territorio.

Esta mitificación de las personas, centrada en el caso en comento, en dos de los efectivamente fundadores del Estado, se extenderá posteriormente a figuras militares y navales, el principal de los cuales es el Capitán de Fragata Arturo Prat, héroe del Combate Naval de Iquique en 1879 y en torno a cuya figura se ha creado un verdadero culto casi religioso, y, entre otros, a los generales Manuel Bulnes y Manuel Baquedano, figuras centrales y triunfadoras en las guerras contra Perú y Bolivia en 1839 y 1879. La construcción de mitos personales abultará y presentará de una manera retocada a los presidentes José Manuel Balmaceda, Arturo Alessandri y, por supuesto, Salvador Allende, quien con Balmaceda comparte el haber creado su propia escenografía trágica mediante el suicidio.

La cultura popular más que la oficial construirá otros mitos en torno a las figuras disidentes (y por ello asesinadas) de Manuel Rodríguez, José Miguel, Juan José, y Luis Carrera y lejos, muy lejos, los dos caciques (toquis) araucanos más importantes, Lautaro y Caupolicán. Incluso Pablo Neruda no será ajeno a esta construcción mítica.

¿Qué tiene que ver todo esto con uno de los temas de esta tesis, la dupla centralización/descentralización? En Chile el Poder Ejecutivo se ha personalizado en extremo (el así llamado presidencialismo cesarista) y parece casi obvio que ello juega a favor de un modelo de Estado muy centralizado; “L´Etat c´est moi” no es, para los chilenos, una lejana expresión de Luis XIV, es una expresión subliminal cotidiana.

Un segundo mito es el referido a la creencia de una “república democrática” desde siempre y por siempre, salvo claro está, el interregno militar 1973/1989, de reciente memoria.

De la Constitución impuesta en 1833 surgió un régimen virtualmente monárquico con ropaje engañosamente republicano (Portales; 2004:40). Este mismo autor cita a tres importantes historiadores que comentan: “la nueva Constitución consagró las bases de un gobierno verdaderamente monárquico” (Amunátegui, citado por Portales), “el Presidente era un verdadero monarca con título republicano” (Donoso, citado por Portales), “[las facultades presidenciales] decían poco de república democrática y hablaban más de monarquía electiva” (Eyzaguirre, citado por Portales).

Bajo el régimen de la Constitución de 1833, el Presidente de la República era un verdadero autócrata que designaba a los ministros, intendentes, gobernadores, diplomáticos, empleados de la administración pública, jueces, parlamentarios (a través del control absoluto del proceso electoral), y luego de cinco años, a su sucesor por medio de “elecciones” férreamente controladas. Además, su aprobación era necesaria para el nombramiento de obispos y altos dignatarios de la Iglesia y para la creación de nuevas diócesis. Gozaba también de inmunidad total durante su mandato y podía obtener del Congreso facultades extraordinarias para suspender derechos y garantías constitucionales. Incluso, en 1854 se aprobó una ley de municipalidades que hacía del gobernador provincial (nombrado por el Presidente) presidente del municipio, con derecho a voz y voto. “Dueño el Gobierno de las Municipalidades, que nombraban las juntas calificadoras de los ciudadanos electores y las juntas receptoras de sufragios; dueño de las policías…era el Gobierno el que nombraba y no el país el que elegía a sus representantes” señala Abdón Cifuentes.