CAPÍTULO 10
10.1. BRASIL IMPERIO Y LAS REPUBLICAS HISPANOAMERICANAS
1. LOS NUEVOS ESTADOS: PROBLEMAS PARA SU FORMACION
En 1825 la emancipación de la América Latina era ya un hecho. Brasil había declarado su independencia en 1822, sin que para ello fuera necesaria una guerra, y España sólo conservaba Cuba y Puerto Rico. Se iniciaba con ello la construcción de un orden nuevo, cuyo establecimiento resultaría mucho más difícil de lo que los criollos pudieran pensar en un principio.
En el caso de las antiguas colonias españolas el primer problema que se plantea -antes incluso de que muchos de los futuros países lleguen a la independencia real-, fue el de optar por la constitución de uno o varios estados. Las razones para la primera alternativa, representada por Bolívar, eran poderosas: la importancia y el poder que alcanzaría una gran nación latinoamericana, con las ventajas económicas que se derivarían de esa unión. Sin embargo prevaleció la segunda. La fragmentación del imperio no es algo, sin embargo, que tenga sus orígenes en las guerras. El sistema colonial favorecía la formación de zonas económicas distintas unas de otras; en muchos casos cada una de ellas tenía más contactos con la metrópoli que con las regiones vecinas, con las que, en ocasiones, incluso entraban en competencia por el mercado español. Existían entre ellas importantes conflictos de intereses, especialmente entre los centros coloniales y sus áreas periféricas, y eran conscientes de sus diferencias y rivalidades; la guerra no hizo sino confirmar las divisiones internas, que estallaron, en muchos casos, incluso antes de terminar aquélla.
El imperio español en América fue sustituido así por quince estados diferentes, en contraste con Brasil, donde la mayor parte de la oligarquía estuvo de acuerdo en constituirse en un sólo país, bajo un sistema que -con la excepción de la breve experiencia mexicana- fue único en América: una monarquía. Pero esa sustitución no fue inmediata; aunque en 1820 los nuevos estados estaban ya en formación, hubo primero una etapa de transición que se prolonga hasta mediados del siglo. El proceso de formación de los estados nacionales fue lento y difícil -especialmente en algunos casos- y tuvo que hacer frente a graves obstáculos.
El primero de ellos fue la incapacidad de la propia élite independentista para hacerse con el poder real, y la actitud de las oligarquías que controlaron la creación de esos estados. El movimiento independentista había partido de las burguesías mercantiles y liberales de los centros comerciales. Pero su poder no radicaba en la tierra -bien permanente a pesar de la violencia de las guerras-, sino en actividades que quedaron, en su mayor parte, destrozadas por aquélla. De este modo, al finalizar la contienda no tuvie- ron las bases de poder suficientes para imponerse sobre la oligarquía terrateniente que, sin arriesgarse en aquélla, resulta la más beneficiada con su desenlace.
Sin embargo, los intereses de esta oligarquía terrateniente no eran uniformes; existían distintos grupos oligárquicos en permanente lucha por el poder, que dificultan el planteamiento de proyectos políticos viables. Por ello, la independencia no sólo generó múltiples estados, sino que en cada uno de ellos se desencadenaron numerosas guerras civiles, como consecuencia de la negativa de los distintos poderosos regionales a someterse a los de otras zonas o a un gobierno central. En virtud de esas luchas oligárquicas por el poder, el período que va de 1820 a 1850 es una etapa de gran anarquía y violencia. Sólo cuando los distintos grupos de la élite terrateniente puedan superar sus enfrentamientos, se abrirá paso el estado oligárquico. Y esto no ocurre simultáneamente en todos los países.
Otro de los principales problemas para la organización de verdaderos estados nacionales, derivado a su vez del primero, fue el papel jugado por la hacienda. Esta era, además de una unidad económica, un centro de poder en el que los vínculos personales se imponían sobre cualquier institución estatal. Los hacendados eran poderosos caciques locales, que dominaban su zona de forma unipersonal, y al que los peones estaban ligados de forma absoluta tanto para el trabajo como para la guerra, ocupando así el lugar de las autoridades estatales.
La excesiva gravitación del ejército dificultará también el proceso. La dureza de la guerra había llevado a estos países a una militarización que no podía desaparecer de la noche a la mañana. La movilización había sido muy amplia y poco selectiva; la imposibilidad de imponer la disciplina a un ejército al se había exigido muy poco a la hora de reclutarlo, hace que la violencia y el bandidaje se conviertan en algo coti- diano. Pero es que, además, este ejército estaba dirigido por un importante grupo de oficiales, que en la mayor parte de los casos no pueden cobrar su salario, ya de por sí escaso, pero que mantienen su fuero militar. El resultado lógico de su penuria era el amotinamiento y el pillaje, con lo que, en lugar de con- tribuir al establecimiento del orden, se constituyen en una de las principales causas de la anarquía. Al no tener una base económica propia, estos oficiales pretenden controlar el estado para participar en la distribución de los recursos, de manera que los golpes de estado serán algo frecuente en la región. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, en México, donde muchos de los oficiales eran verdaderos caudillos insa- tisfechos con la política de ascensos y con lo reducido de los salarios, y donde el mismo Santa Anna fue derrocado por otros militares. También sucedió en Ecuador, Perú o Bolivia, escenarios de frecuentes golpes militares. Por el contrario, Colombia y Venezuela consiguieron relativamente pronto contener el peso del ejército en la política, aunque en esta última ese peso retornara en los años cuarenta. Pero fue en Chile donde la desmilitarización se produjo más rápidamente, ayudando con ello al consenso po- lítico. El orden conservador comenzó por limitar el poder del ejército que, por su parte, sobre todo a partir de su triunfo en la primera guerra del Pacífico y su consecuente prestigio, aceptó su papel de defen- sor del país frente al exterior, eliminando el peligro golpista. Tampoco Brasil conoció esa militariza- ción, al lograr pacíficamente su independencia.
Por último, uno de los mayores problemas a que tuvo que enfrentarse la autoridad del estado fue la figura del caudillo, del que sólo se libró el Brasil imperial. Ningún grupo civil podía dominar la violencia que siguió a las guerras. No bastaba con promulgar leyes y constituciones para asegurar una tranquilidad mínima, y las oligarquías tuvieron que recurrir al hombre fuerte, al caudillo. El sistema, que ensalza el personalismo, retrasa el proceso de creación de instituciones sólidas, porque la confianza en éstas es me- nor que en el caudillo. Sin embargo, paradójicamente, en ocasiones esos caudillos jugaron el papel de defensores del nacionalismo, logrando la unidad nacional que no consiguieron las instituciones.
2. EL CAMBIO SOCIAL
Aunque entre 1820 y 1850 aún no entraron en juego los factores que en la última parte del siglo favorecerían el cambio social -el incremento del sector exportador y el crecimiento demográfico- sí lo hizo el cambio político. La destrucción de propiedades, la militarización de la sociedad y la aparición de nue- vos líderes, transformaron en parte el antiguo orden social. La diferenciación legal por cuestión de raza fue abolida, de manera que se produjo la sustitución de una sociedad de castas por otra de clases, en la que el poder económico determina la diferenciación social.
En virtud de ello los indios fueron legalmente emancipados y declarados ciudadanos, aunque con ello no se lograra sino empeorar su situación. La legislación de los nuevos estados considera a las comunidades indígenas como una rémora para la economía y la integración nacional, y busca destruirlas con el fin de incorporar esa población a la economía de mercado. Esto implicaba la división y distribución de las
tierras entre loa integrantes de la comunidad, que pasaban a ser así propietarios individuales. Pero la in- capacidad económica de éstos hace que, en realidad, fuera la hacienda la que se apropiara de esas tierras, y retuviera al indígena como peón o como colono. Y esto se produjo tanto en zonas con población indí- gena importante -México-, como en aquéllas en que esa población es más débil como Chile o Argentina.
Mejor suerte corrieron los esclavos. Aunque los nuevos estados se resistieron cuanto pudieron a la abolición de la esclavitud, las guerras los obligaron a ir eliminándola para conseguir soldados. La trata fue abolida, salvo en Brasil, en 1810, pero la abolición, aunque la dureza de la institución se mitigue con- siderablemente, será un proceso más lento. Son los mestizos y los mulatos libres, antes discriminados por las leyes, los grupos subalternos más beneficiados por la transformación ocasionada por la revolución. Al poder aprovechar la promoción dentro de los ejércitos, que antes les estaba vedada, tuvieron mayores posibilidades de ascenso social. En algunos casos, como el venezolano, los caudillos victorio- sos de la independencia -algunos de los cuales eran mestizos-, llegaron a poseer grandes haciendas, integrándose en el grupo de terratenientes.
La misma vía de ascenso social quedo abierta también para los blancos pobres, cuyo acceso a las clases superiores siempre había resultado difícil. Personajes como Iturbide o Santa Cruz procedían de fami- lias humildes, y gracias a la guerra pudieron llegar a formar parte de la élite. El ejército fue para muchos esa vía de ascenso, pero no la única, que amplió los sectores dirigentes y obligó a la oligarquía a compartir el poder con grupos antes carentes de él.
Pero la transformación más importante dentro de la evolución de la sociedad en esta época, fue la que se produjo en la oligarquía dirigente. Las élites urbanas habían sido las iniciadoras de la revolución; y, sin embargo, serían las oligarquías rurales, que en los últimos años de la etapa colonial se situaban en un se- gundo plano, las que se convertirán, después de la independencia, en el sector dominante. Por una parte, como ya se ha dicho, la guerra afectó con más severidad a los negocios que a la tierra. Pero es que, además, esas élites urbanas nunca contaron con una sólida base social como la que tenían los terra- tenientes en sus haciendas, a cuyos peones podían movilizar en el momento en que quisieran. La tierra se convirtió en la Única fuente de riqueza segura y, por lo tanto, también de poder. De manera que la élite urbana no consiguió realmente el poder político que perseguía. En aquellos momentos aquél pasó a manos de los que detentaban el poder económico, de la oligarquía rural. Los terratenientes pasaron a ser así la nueva oligarquía dominante por encima de las élites mineras, comerciales y burocráticas de los últimos años de la colonia. La nueva base de poder estaba en la hacienda, que a través de una serie de vínculos personales restaba poder a las instituciones estatales. Era la principal fuente económica -los sectores comercial, bancario, etc., son entonces secundarios-, y el mecanismo de control de los recursos humanos, otorgando por ello un prestigio difícil de alcanzar por la oligarquía mercantil urbana.
En México son los latifundistas tradicionales los que se hacen con el poder, al igual que en Perú, Chile o Buenos Aires; en Venezuela esa aristocracia colonial sufrió alguna transformación, al integrarse en ella una nueva oligarquía, criolla y mestiza; pero no por ello pasa a defender valores distintos. Sólo en casos excepcionales, como el de Bolivia y Paraguay, los hacendados tradicionales son incapaces de beneficiarse con la independencia. En el primer caso, el estancamiento económico debilita a aquellas élites. En el segundo, es la política seguida por el dictador la que destruye a la vieja aristocracia, e impide el posible desarrollo de una agricultura comercial y de una oligarquía semejante a la de otros países del área.
Y el hecho de que la clase dominante no sea ya de carácter urbano, sino rural, será un hecho decisivo para la evolución de estos países, ya que determina el modelo de las relaciones sociales incluso en la ciudad: el de la relación patrón-cliente, predominante hasta entonces en el medio rural. Además esta oligarquía definió los nuevos estados de la forma más restringida posible, de manera que, pese a las transformaciones citadas, pervive en casi toda la América Latina el antiguo régimen. El aumento de poder de la oligarquía no significó una progresiva modernización de las estructuras sociales pese al lenguaje revolucionario de los independentistas; al basarse en la expansión del latifundio, lo que hizo fue consolidar las existentes. Y eso tiene un claro reflejo no sólo en las relaciones sociales, sino en el grado de urbanización; mientras en esta etapa el latifundio se extiende, el crecimiento de las ciudades, con la excepción de Río de Janeiro, Santiago de Chile o Buenos Aires, no es significativo hasta el último cuarto del siglo XIX.
3. PARTIDOS POLITICOS E IDEOLOGÍAS
El influjo de la Ilustración y de la Revolu- ción Francesa, y, en definitiva, de las ideologías europeas de la época, es clara en los líderes independentistas latinoamericanos, que intentaron hacerse eco de ellas a la hora de organizar los nuevos estados nacionales. Con frecuencia apelan a la igualdad, la libertad o la sobe- ranía popular, aunque para ellos estos conceptos tengan matices especiales y hagan referencia, exclusivamente, a un grupo muy reducido de la población. Esos matices hacen que las contradicciones ideológicas surjan desde el principio; aunque la independencia se hace en nombre de la libertad, muy pronto sus líderes van a valorar por encima de ésta a la autoridad, necesaria primero durante la guerra, y justificada después por los continuos des- órdenes políticos y el consiguiente caos económico. Y así, aunque hacia 1820 los dirigentes políti- cos parecían divididos entre dos modelos constitucionales -el absolutista, y el inspirado en la cons- titución española, liberal pero centralista-, todos eran partidarios de un fuerte poder estatal. El primero de estos modelos, el patrocinado por Bolívar y los sectores militares, sobrevivió poco tiempo. El segundo, el preferido por la élite civil, fue el que se impuso en la mayor parte de las primeras constituciones latinoamericanas: la de México de 1824 -salvo por su federalismo-, la de la Gran Colombia de 1821, las peruanas de 1823 y 1828, o la Argentina de 1826.
Pero los políticos liberales de la primera hora fueron desbancados muy pronto, y con ello, las dife- rencias de intereses predominarán sobre las ideológicas. Los caudillos regionales defendían los intereses locales, generalmente los de los terratenientes; los militares el mantenimiento de sus privi- legios y recibir parte de los recursos del estado; los comerciantes el establecimiento del libre comer- cio, etc., agrupándose en facciones cuyo único objetivo era el control estatal y la participación en la distribución de sus recursos.
Casi desde los primeros momentos de la independencia destacan entre estas facciones dos grandes corrientes, conservadora y liberal, aunque no se trataba todavía de verdaderos partidos. La tenden- cia conservadora la integraban los terratenientes, el alto clero y el ejército, que defendían la situa- ción social y económica preexistente y, en definitiva, la tradición, el estado confesional y el predo- minio de la aristocracia rural. Por su parte la tendencia liberal agrupaba a comerciantes, intelectua- les y profesionales, que defienden el laicismo y la libertad de comercio, y que se oponen a la aristo- cracia en cuanto que ésta les niega el acceso al poder. Sin embargo esta división no era estricta; existía una superposición entre los distintos grupos que confundían el panorama. Muchos terratenien- tes tenían intereses económicos en la ciudad y, del mismo modo, en muchas ocasiones el capital mercan- til se invertía en tierras. En general, los conservadores procedían de los centros de poder nacional y se inclinaban por el centralismo y el apoyo a la Iglesia. Por su parte los liberales, procedentes en su mayor parte de las ciudades alejadas de aquellos centros, defendían a menudo el federalismo, la igualdad y la abolición de los privilegios corporativos.
El enfrentamiento entre ambos se centró en dos puntos básicos: el problema entre el federalismo y el centralismo, y el de las relaciones iglesia-estado. El primer punto de fricción hacía referencia a la distri- bución regional del poder y al equilibrio entre centros y periferias. En este sentido, el federalismo re- presentaba los intereses económicos de las provincias y, en consecuencia, de sus señores y caudillos, que no estaban dispuestos a sustituir el poder español por un fuerte poder central. En la causa federalista se mezclaban, quizás más que en ninguna otra, intereses económicos. deseos de autonomía regional e ideas liberales, con la simple aspiración de los grupos apartados del poder por acceder a él. Pero, salvo excepciones, el federalismo no sobrevivió a la década de 1820 ante el fracaso y la anarquía que representó en los lugares en que se impuso -México o Argentina por ejemplo-. El desprestigio a que llego el federalismo en los años 30 fue tal, que los liberales, que lo habían preconizado en un principio, comprendieron que sólo con un estado centralista podrían imponer las reformas que pretendían en toda la nación, por encima de los intereses locales que normalmente se ven afectados por aquéllas.
El segundo punto de fricción fueron las relaciones iglesia-estado. La guerra había dejado una Iglesia más popular que la colonial, y más poderosa económicamente que el Estado, y así fue aceptada por los conservadores. Pero la política liberal se oponía a todos los privilegios corporativos, que en el caso de la fértil campiña de Santiago de Chile, cruzada por el río Mapocho, enmarcada por unos Andes sempiternamente nevados, iglesia iban, además, acompañados de un gran poder económico. Los liberales consideraban que, con todo ello, la iglesia disfrutaba de un poder político que obstaculizaba el cambio social y económico, y pretendían controlar ese poder a través de los impuestos y de la creación de un estado laico.
Sin embargo, dejando al margen estas dos cuestiones, existe un cierto confusionismo entre la ideología de ambas facciones; los términos liberal y conservador son relativos, pues son muchos los puntos coincidentes entre ambos. La característica esencial de estos partidos era la ausencia de programas y el personalismo. Sin ideología previa definida, los partidos surgían en torno a un hombre y estaban al servicio de las ambiciones de éste; era el hombre, y no la idea, el que movilizaba cada grupo. Es el caso del por- talismo en Chile o el racismo en Argentina, por ejemplo. Por eso, el alineamiento de los partidos políticos fue muy simple, y sus definiciones ideológicas poco claras; fuera cual fuera su nombre, conservador, liberal, federalista, etc., no por ello excluyen aspectos que corresponderían, al menos en teoría, al partido rival.
Así, la cuestión económica no constituía todavía un factor esencial en la división política, ya que la ex- pansión de las exportaciones no comenzaría, en la mayor parte de los casos, hasta la segunda mitad del si- glo; el único problema en este punto era sobre la imposición o no de tarifas protectoras a las importaciones, y no llevó a excesivos enfrentamientos. Tampoco la cuestión social era tema de debate; unos y otros estaban prácticamente de acuerdo en el trato a la mano de obra y, aunque los liberales se oponían formalmente a la esclavitud, los intentos para conseguirlo no fueron demasiado intensos; y tampoco fue muy distinta la política social respecto al indígena de unos y otros, ni su intención de crear los nuevos es- tados al margen de la mayoría de la población, exclusivamente como naciones criollas.
Y en los paises que logran antes la institucionalización, las diferencias entre ambos partidos no serán sino de matiz, sin que se basaran en claras divisiones ideológicas, sociales o económicas; se trata de dos grupos difusos, que a veces coinciden en cuestiones verdaderamente importantes, y que no tienen aún una ideología clara. Lo cierto es que unos y otros eran producto de la élite, y su planteamiento de los problemas era el mismo. En ocasiones sus respuestas fueron algo diferentes, pero más por una cuestión de intereses que propiamente ideológica. Así, entre 1830 y 1850 muchos conservadores que detentaban un poder casi absoluto -Páez en Venezuela, Portales en Chile o Rosas en Argentina-, propician reformas que hubieran correspondido: en buena lógica a regímenes liberales. Y, para matener el con- trol del poder central sobre determinadas provincias, a veces aceptan el federalismo. Del mismo modo son frecuentes los casos en que los liberales imponen sus reformas, aprovechándose de los sistemas uni- tarios y centralistas proporcionados por los regímenes conservadores.
De este modo, la lucha por el poder entre 1820 y 1850 más que un enfrentamiento ideológico es, como ya se ha dicho, la lucha entre los distintos grupos oligárquicos por imponerse sobre los demás; sólo cuando uno de ellos lo consiga o cuando la rivalidad inicial vaya disminuyendo, y se llegue a un mínimo consenso entre ellos, será posible la organización de los estados nacionales, en torno a un parlamento que represente equitativamente los intereses de los distintos grupos, y garantice el control sobre el poder central.
4. CAUDILLISMO
Otra de las consecuencias del predominio de la oligarquía rural, será la aparición del caudillismo como forma de gobierno. El caudillo era un jefe local o regional, que basaba su poder en el control que ejercía sobre los recursos de su zona. En torno a él se teje una red política y económica, que alcanza a políticos y militares - muchos de ellos también terratenientes- emparentados de una u otra forma entre sí o con su líder. Su origen es eminentemente rural; como ya se ha dicho la hacienda dominaba la vida política y social en el medio rural, y el hacendado se convertía en protector de su gente, defendía los recursos locales y proporcionaba empleo; a cambio el peón, que busca que le garanticen su subsistencia, está dis- puesto a ofrecer lealtad en la paz y en la guerra. Por eso los caudillos surgieron en zonas en las que pre- dominaban las haciendas, en las que unas cuantas familias se disputaban el poder y eran jefes de una banda armada, en la que la relación predominante era la de patrón-cliente, la de dominación y servilismo.
Las causas de su aparición son varias, pero quizás una de las primeras sea la propia guerra de independen- cia. Por una parte, los ejércitos independentistas no eran ejércitos profesionales, como no lo eran, en su mayor parte, sus jefes. En casi toda la América Latina se organizan de manera informal, en virtud del respeto y la obediencia a un cacique, a un líder, predominando entre ellos los mismos vínculos que en la hacienda: la lealtad a ese líder. Por otra, los grupos dominantes tienden a conceder poderes excepcionales en tiempos de guerra a un hombre fuerte para que dirija su lucha, contribuyendo con ello a la con- sagración del personalismo y la lealtad al jefe, no a la nación. Finalizada la guerra, y ante la imposibili- dad de subsistir en la vida civil, los soldados siguen unidos a su líder, el único que les promete recom- pensa, aunque sea en forma de botín. Y, a la larga, esa lealtad, esas clientelas y servidumbres persona- les, convierten esas tropas en verdaderos ejércitos privados: existe una extraordinaria identificación en tre el caudillo y su clientela que termina, necesariamente, en auténticas formas de servilismo.
Pero el caudillismo no se limitó a un simple militarismo; respondía además, y sobre todo, a planteamientos civiles. Las tensiones entre los intereses regionales y el poder central, así como entre los distintos grupos oligárquicos que se disputan el poder, hacen que cada uno recurra a un hombre fuerte para que consiga para ellos ese poder y lo controle en su nombre, utilizando sus bandas armadas. De este modo, los conflictos posteriores a las guerras de independencia entre centralistas y federalistas -Argentina-, entre grupos oligárquicos rivales -Centroamérica-, o entre facciones políticas -Nueva Granada-, per- petúan en unos casos el fenómeno del caudillismo, y en otros, incluso, lo crean. Y dado que la hacienda era la única base posible de reclutamiento, son los terratenientes los que dominan tanto a los caudillos como a sus bandas, a las que tradicionalmente utilizaban para mantener el orden rural frente a otras, o frente a los bandidos rurales. Cuando dentro de la misma élite hay distintos intereses y un equilibrio entre la fuerza de cada uno, los líderes de cada grupo recurren a su clientela para inclinar la balanza a su favor.
Y, al mismo tiempo, como el poder central tiene que imponerse a aquéllos por la fuerza, utiliza también al caudillo, al guerrero. Las constituciones y leyes no bastaban para mantener la paz, y no existían toda- vía partidos políticos reales que pudieran limitar sus enfrentamientos al debate político. La falta de acuerdo entre los distintos grupos oligárquicos a la hora de establecer el estado hace que cada uno de ellos utilice al caudillo, y que sea el más fuerte de éstos el que se imponga, trasladando a la organización estatal la primitiva estructura de poder del ámbito rural. Varios caudillos locales se convierten a su vez en clientes de otro más poderoso, cliente a su vez de otro. Mediante esta compleja red de vínculos, un caudillo local con una importante base rural, contando con el apoyo de sus clientes y de otros caudillos, podía, y de hecho muchos lo hicieron, llegar a conquistar el poder estatal. Una vez logrado éste, podían gobernar con o sin constitución; manteniéndose en el poder mientras duraba el apoyo que le ofrecía un amplio sector oligárquico.
En general, el caudillo acepta su papel y, como representante de ese sector, reproduce a nivel estatal la relación patrón-cliente de la hacienda, el paternalismo y el personalismo. Atrae a su clientela con la pro- mesa de defender sus intereses económicos, o de ofrecerle cargos públicos de responsabilidad: con ello, lo que hace no es sino unirse a las élites opuestas al cambio, y perpetuar de ese modo el latifundismo y los viejos mecanismos de poder. Y cuando esto no ocurre, cuando se desvía de los intereses de su clien- tela, ésta busca otro caudillo para sustituirlo.
Los caudillos no fueron líderes populares, aunque en ocasiones pudieran parecerlo. Sin embargo, no todos eran simples caciques; ni fue igual su forma de llegar al poder, ni su actuación una vez logrado éste; y tampoco lo fue siquiera su origen social. En cuanto a este último, la mayoría procedían de la élite terrateniente. Los venezolanos, por ejemplo, eran en su mayor parte hacendados antes de la guerra, que contaban con una base de poder fuerte que les permitía movilizar sus propias fuerzas. Caudillos como Morillo o Monagas no son llaneros dedicados al bandidaje. Lo mismo ocurre con los argentinos, proce- dentes en su mayoría de familias propietarias y con cargos militares importantes. Pero algunos, como Páez en Venezuela, tienen un origen modesto, y ascienden en la escala social hasta convertirse en hacen- dados por sus cualidades de líder.
En cuanto a su comportamiento, los hubo progresistas, autoritarios e, incluso, sanguinarios. No es posible la comparación, por ejemplo, entre Santa Cruz en Bolivia y Francia en Paraguay. Y, por último, aunque el fenómeno del caudillismo dificultara, como ya se ha dicho, la formación del estado nación, algunos caudillos contribuyeron, paradójicamente, a la formación de la conciencia nacional; muchos caudillos locales o regionales se convirtieron en unitarios y nacionales. Ejemplos de caudillos nacionalis- tas fueron Páez en Venezuela, Rosas en Argentina, Portales en Chile, Santa Cruz en Bolivia o Flores en Ecuador. La necesidad de buscar intermediarios entre los distintos grupos oligárquicos, impone en muchos lugares esta figura del caudillo nacional. Era la única forma de terminar con la anarquía, ya que, en definitiva, ningún grupo oligárquico era capaz de imponer su hegemonía sobre los demás de ma- nera permanente. Con ello se inicia una especie de consenso entre ellos, por el que todos van a tener representación en la gestión política, aunque no sea de forma equitativa, abriéndose al mismo tiempo el camino para la superación del caudillismo, ante la conciencia de la oligarquía de llegar a un reparto más o menos equitativo del poder y la consecuente consolidación de los partidos políticos.
5. DESARROLLOS E INESTABILIDADES ECONOMICAS
La independencia latinoamericana representó, desde el punto de vista de la economía, la ruptura del antiguo pacto colonial y la búsqueda de uno nuevo más beneficioso para la oligarquía terrateniente. Sin embargo, este nuevo pacto no se consolidará en la mayor parte de los países del área hasta la última parte del siglo XIX;hasta entonces existe un período de transición que se divide, a su vez, en dos fases. En la primera de ellas, que llega hasta 1850 aproximadamente, se produce la apertura al libre comercio, que re- presentó, en realidad, la sustitución de una metrópoli por otras.
Los intereses económicos en cada uno de los nuevos países no eran uniformes; las rivalidades internas eran muy fuertes, y se reflejaban en los enfrentamientos entre los defensores del libre comercio, de las exportaciones primarias y de las importaciones baratas, y los parti- darios del proteccionismo. El pre- dominio de la oligarquía terrate- niente significó el triunfo de los pri- meros, y el resultado fue una profunda crisis de las artesanías loca- les, el déficit de la balanza de pagos, la disminución del dinero circulante, constantes depreciaciones monetarias, y la necesidad de los gobiernos de acudir con frecuencia al crédito externo. A menudo se señala como causa de esta situación económica la inestabilidad política de estos países; pero tan válido puede resultar este argumento como el contrario; las dificultades económicas de aquéllos puede ser uno de los factores que impidieron organizar un sistema de poder estable.
Pero, sea cual sea el principio, la realidad es que para afrontar ese estado de cosas era requisito indispensable el incremento de las exportaciones. Y, en general, entre 1820 y 1850 Latinoamérica encontró serios problemas para abrir mercados exteriores; esos mercados eran todavía limitados y de difícil acceso. La guerra había destruido vidas y propiedades y provocado la huída de capitales, con lo que la recuperación era difícil sin la intervención del capital extranjero. Pero después de que en 1827 todos los países del área, salvo Brasil, suspendieran los servicios de la deuda externa, ese capital tardaría en volver. En estas condiciones, el crecimiento de las exportaciones sólo podía afectar a aquellos productos que no necesitaban grandes inversiones iniciales, o a los que la relación volumen/precio resultaba más favorable. Es el caso del trigo chileno, el cacao venezolano o la ganadería argentina, así como de las plantas tintóreas de la América Central.
Así la minería, una de las principales fuentes de riqueza en la etapa colonial, atraviesa ahora una pro- funda crisis. La guerra había destruido gran parte de la maquinaria, y el sector necesitaba inversiones que la penuria de capital nacional y la inexistencia de inversión extranjera hacen imposible. El estancamiento es tal, que en México, por ejemplo, la producción de plata desciende a la mitad en relación a los últimos años de la colonia. Sólo en Chile, donde la minería era una actividad secun- daria antes de la guerra, próspera en esta época. El descubrimiento de minas de cobre casi en superficie, y en lugares cuya situación geográfica permitía abaratar considerablemente los costos de transporte, facilitan el incremento de la producción. Pero en el resto de la América Latina la mine- ría no comienza a recuperarse sino hasta la década de 1840. Y lo hace, gracias al restablecimiento de los mecanismos de producción tradicionales, aunque con algunos cambios. El Estado comienza a tener más interés en las cantidades exportadas que en las producidas. Así, para la exportación del guano en el Perú, que inicia su auge en los años 30, el estado, en lugar de conceder el usufructo del yacimiento a un particular a cambio de un porcentaje de lo extraído, hace consiones para comerciali- zar una cantidad determinada en el mercado exterior y por un tiempo limitado, a cambio de una can- tidad de dinero previamente estipulada. Y el mismo sistema se aplica en Bolivia a la producción de plata.
La agricultura tuvo que hacer frente también a graves problemas para su crecimiento. El mercado interno para los productos agrícolas de clima templado era muy reducido, y no existía tampoco una fuerte demanda de ellos en el nuevo centro económico. Y en cuanto a la agricultura tropical, tenía que hacer frente en esta época a la fuerte competencia que representaban las colonias europeas en otras partes del mundo. Logró mantener el nivel de producción de los últimos años de la colonia; pero para su expansión necesitaba inversiones que sólo se harán a mediados de la centuria, cuando se incremente la demanda internacional. El tabaco, por ejemplo, mantuvo el nivel de producción; pero, salvo en Colombia hacia 1840, no se incrementó. Por su parte la producción de cacao se resintió por la falta de mano de obra esclava, antes predominante. Pese a ello, continuó siendo uno de los principales productos de exportación latinoamericanos y, en el caso de Venezuela, se logró incre- mentar la exportación una vez resueltos los problemas de mano de obra.
El sector más próspero en estos años fue el ganadero, especialmente floreciente en el Río de la Plata, que ofrecía beneficios considerables con una inversión mínima. Sólo requería tierra adecuada y abundante, y un mercado exterior. La primera condición era fácil de lograr; en unos momentos en que la tecnología para la agricultura era baja, y en lugares donde la población no era abundante, era lógico dedicar las tierras a la cría de ganado. Y sus productos no tenían demasiadas dificultades para su colocación en el mercado externo, gracias a la demanda de cueros para la manufactura europea, y de carne en salazón para los esclavos de las plantaciones norteamericanas.
No obstante, es difícil hacer generalizaciones sobre la marcha de la economía latinoamericana entre 1820 y 1850, ya que hubo importantes diferencias de un país a otro, e incluso dentro de cada uno de ellos. Así, mientras Venezuela y el Río de la Plata, dos de los países más afectados por la violencia interna, logran desde muy poco después de la independencia implementar una economía exportadora que les permite, ya en la primera mitad del siglo, superar incluso el nivel de exportaciones de los últimos años coloniales, en la mayor parte de la América española el proceso de adaptación al nuevo orden fue lento. Es el caso de Nueva Granada, Perú, Bolivia, Ecuador o el mismo México.
En general, el nuevo orden se impuso antes en aquellos países donde la oligarquía, o una parte importante de ella, logró poner en marcha una actividad económica cuya demanda creciera en el mer- cado internacional. Y es significativo que esto ocurriera en las regiones que habían sido secundarias en la etapa colonial, mientras en los grandes centros de poder, salvo en Brasil, la adaptación será mucho más dura. Un ejemplo de ello es el caso chileno. En la periferia del Imperio, Chile era un proveedor tradicional de productos de clima templado, esencialmente trigo, para el mercado peruano. Y el descubrimiento de oro en California y Australia lo convirtió en un país privilegiado, logrando una expansión agrícola que no se dió en esos años en ninguna otra parte del subcontinente.
Pero la adaptación al nuevo orden fue más rápida en Brasil que incluso en Argentina y Chile. Al contrario de lo que sucedió en el imperio español, la exportación de productos agrícolas fue prioritaria en la colonia. Y aunque en los primeros años del siglo estas exportaciones se limitaban prácticamente al azúcar, desde entonces se produce un fuerte incremento en la producción de algodón y, sobre todo, de café, cuya demanda iba en aumento. Hacia 1850 el café se había convertido ya en el primer producto de exportación, permitiendo a Brasil aportar más del 40 % de la producción mundial y contar con las divisas suficientes para no padecer las penalidades económicas de sus vecinos.
6. HACIA EL ESTADO OLIGARQUICO
A pesar de todos esos problemas, los países latinoamericanos fueron poco a poco logrando la consolida- ción del Estado, aunque fuera un estado exclusivamente oligárquico. Y en esa consolidación pueden señalarse, con las lógicas variantes, tres etapas, que casi coinciden con las tres décadas que van de 1820 a 1850. En la primera, el poder está en manos de los políticos liberales herederos de la ilustración y del liberalismo españoles, que establecen los sistemas republicanos y los derechos civiles, y que pretendieron transformar la sociedad colonial. Es una etapa de experimentación, en la que los intentos de reforma no se limitaron al campo político. Sin embargo muchos de sus esfuerzos fueron inútiles; en los años 30 ese liberalismo dió paso a toda una serie de gobiernos conservadores que detuvieron las reformas. Por último, en los años anteriores al medio siglo se inicia una nueva fase, en la que la lucha política se hizo más clara, y en la que aparece un liberalismo distinto del anterior, que pide mayores libertades en el campo político y en el económico, pero manteniendo, desde luego, el dominio de una élite. En la mayor parte de los casos no logran imponerse sobre los conservadores: pero sí llegan a amenazar el predominio de aquéllos.
En resumen, el período que va de 1820 a 1850 no es sino una etapa de ensayo y experimentación de los nuevos estados, aunque con variaciones locales importantes. Estas variaciones dependen, esencial- mente, del grado de cohesión social logrado por la oligarquía, y de su adaptación al nuevo orden económico internacional. Mientras que algunos llegan a organizar el estado oligárquico relativamente pronto, en otros el proceso es lento y se prolonga casi hasta la última parte del siglo, predominando, entre tanto, los enfrentamientos, el caudillismo y la anarquía.
Este fue el caso de América Central, por ejemplo, integrada en México hasta la caída de Iturbide, e independiente desde entonces como Provincias Unidas de Centroamérica. Las divisiones por cuestiones económicas entre los productores de las provincias y la oligarquía intermediaria de la capital, se trasladaron pronto al campo político con el enfrentamiento entre conservadores y libera- les, y de las provincias contra el centro, que harían inviable la construcción del estado nacional. En 1840 la unión se había deshecho; y aunque el detonante había sido una sublevación indígena iniciada en Guatemala por la política de tierras y de tributación del gobierno federal, el resultado fue el establecimiento de regímenes conservadores en las nuevas repúblicas, y un considerable retraso en su constitución como estados nacionales.
También la división de la oligarquía, agravada por la fuerte gravitación del ejército, dificultó el pro- ceso en México. Apenas cuatro años después de la caída de uno de los primeros modelos de caudillismo, el régimen imperial de Iturbide, tuvo lugar el primero de una larga serie de golpes, que hicieron que el país estuviera a merced de distintas facciones de la oligarquía o de militares ambiciosos. Sólo en la segunda mitad del siglo, cuando los distintos sectores oligárquicos logren agruparse en dos partidos propiamente dichos, conservadores y liberales, se irá poco a poco superando el caudillismo y avanzando en la consolidación del estado oligárquico.
También esta consolidación fue tardía en Ecuador, Paraguay o Bolivia. En el primer caso, los enfrentamientos entre la oligarquía conservadora de la capital y la sierra con la liberal de la costa desembocará, después de un período de pacto y consenso entre 1834 y 1843, en una guerra civil. El resultado fue el establecimiento de una dictadura conservadora, que se mantiene hasta el ultimo cuarto del siglo. El establecimiento de una dictadura fue también la consecuencia de la incapaci- dad de la oligarquía paraguaya para definir una política nacional. En 1814 Gaspar Rodríguez de Francia se hizo con el poder, y hasta su muerte, en 1840, gobernó como dictador absoluto. Su suce- sor, Carlos Antonio López, no sólo siguió su ejemplo, sino que instrumentó su sucesión en su hijo, haciendo del sistema una dinastía de caudillos única en la América Latina. En el caso de Bolivia, la oligarquía tradicional estaba muy debilitada por la ruina económica, y no surgió otra más preparada para ocupar el poder, de manera que éste estuvo en manos de militares incultos incapaces de poner en marcha el estado oligárquico. El resultado fue una serie de golpes y contragolpes, de los que sólo se vio libre el gobierno de Santa Cruz, entre 1829 y 1839.
La consolidación del nuevo orden sería también especialmente difícil en la Gran Colombia -donde apenas terminada la guerra contra la metrópoli se produce la segregación de Venezuela (1829) y Ecuador (1830)-, aunque su trayectoria fue diferente a la de los países anteriores. En principio existió un consenso entre la oligarquía colombiana, que permitió una cierta estabilidad política. Pero la cuestión de las relaciones iglesia-estado demostró que ese consenso no era tan firme, haciendo estallar una guerra civil cuya secuela fue la institucionalización de la violencia en la lucha política, la radicalización de conservadores y liberales, y la agudización de las tendencias regionalis- tas de la oligarquía. Hasta la década de 1880 no se restablece el consenso entre los distintos grupos, y no se produce, por tanto, la plena consolidación del estado oligárquico.
En otros países como Perú, Venezuela, Argentina o Uruguay, el proceso no fue tan largo, pero no por ello resultó fácil. Venezuela, integrada por Bolívar en la Gran Colombia, alcanzó su plena independencia en 1829. Desde entonces se inició una reconstrucción política y económica bajo el mandato de Páez, que se vería, sin embargo, truncada a mediados del siglo. En 1847 se hizo cargo del gobierno José Tadeo Monagas, un verdadero dictador pese a gobernar con el apoyo liberal, que acentuó la militarización que Páez había intentado evitar. El resultado fue que en las décadas siguientes Venezuela estuvo regida por una dictadura familiar, y con la amenaza constante de una guerra civil.
La oligarquía peruana era, quizás, una de las más fraccionadas tras la independencia, de manera que el poder estuvo en manos de los caudillos regionales. Entre 1826 y 1836 hubo ocho presidentes, de los que sólo uno logro terminar su mandato. La situación llegó a ser tan insostenible, que desembocó en una violenta guerra civil. Sólo en la década de 1840, con el comienzo del auge de la exportación del guano y los beneficios económicos derivados de ella, se logra una cierta reconciliación entre las distintas facciones, y, por tanto, la consolidación del estado nacional.
En Uruguay, los conflictos con Buenos Aires y Brasil, que luchan por anexionarse la provincia, retrasaron su independencia hasta 1830, y tuvieron también mucho que ver con el fraccionamiento oligárquico. El constante estado de guerra había hecho aparecer nu- merosos caudillos que, terminada ésta, se enfrentan por el control de los esca- sos recursos del país. El resultado fue la Guerra Grande entre blancos y colorados -en la que de nuevo interven- drían los dos poderosos vecinos-, y que finalizaría con el triunfo de los segundos en 1851. Para entonces el país estaba totalmente arruinado, y el gobierno era de algún tiempo se volvió a la relación dedo débil para organizar el estado, de manera que duran el cliente y al caudillismo.
Atención especial merece el caso de las Provincias del Plata, donde el enfrentamiento entre federalistas y centralistas retrasará, hasta la segunda mitad del siglo, la unidad nacional. Los intereses de la capital eran muy diferentes a los del interior; se trataba de un conflicto básicamente económico, que tiene su reflejo político en el enfrentamiento entre el interior y Buenos Aires. Después de un intento centralista fracasado en 1819, el país quedó en manos de los caudillos de las 13 provincias, representantes de los intereses de oligarquías muy dispares. En el caso de Buenos Aires la situación era similar. Pero, como reacción a la anarquía insostenible en que se hallaba la provincia, que dificultaba la prosperidad económica que le proporcionaba su dominio del puerto y a la expansión de la ganadería comercial, se llegó en 1829 al consenso oligárquico. Ese consenso se hizo en torno a un líder, Rosas, que, elegido ese año gobernador de Buenos Aires, se convirtió en un verdadero caudillo nacional. Desde entonces la provincia prosperó extraordinariamente, y su hegemonía sobre las otras era clara; pero, pese a los esfuerzos rosis- tas, habrá que esperar hasta 1860, después de una guerra, y siendo gobernador Mitre, para que se unifique definitivamente la nación argentina.
De todos los países de la antigua América española, Chile fue el que tuvo más éxito a la hora de organizar el estado nacional, aunque en los primeros años 20 las circunstancias no lo hacían aparecer así. Tras el fracaso de O'Higgins por la oposición de los terratenientes y la iglesia a sus intentos de reforma, se inicia una etapa federalista que fue incapaz de instaurar un orden estable; el federalismo sólo significó para Chile la anarquía y el triunfo de los intereses localistas. La situación llegó a tal extremo que, como en Argentina, la aristocracia terrateniente reaccionó uniéndose en torno a un hombre fuerte, Portales que se convertiría también en un verdadero caudillo nacional. Se iniciaban con ello tres décadas de gobierno conservador, gracias a las que se lograría la organización del estado nacional antes que en ningún otro país de la antigua América española.
Pero, como en el campo económico, tampoco hubo adaptación más rápida al nuevo orden que la brasileña. El Brasil independiente tuvo, en realidad, los mismo problemas que sus vecinos; pero al quedar libre de las violentas guerras de independencia, con todas sus secuelas, pudo hacerles frente mejor. Son varios los levantamientos liberales y federales que se producen hasta la década de 1840; pero en esos años, coincidiendo con el inicio del segundo imperio, el centralismo será aceptado por conservadores y liberales; desde entonces, ambos aceptarán la alternancia en el poder sin intentar romper las normas del juego. De este modo, a mediados del siglo los brasileños habían logrado crear un estado basado en fuertes instituciones centrales, estable políticamente, y próspero, dentro de las limitaciones de la época.
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