(David Sánchez Rubio. Profesor Titular en el Departamento de Filosofía del Derecho. Facultad de Derecho. Universidad de Sevilla. dsanche@us.es )
Zygmunt Bauman, en su libro Miedo líquido menciona la opinión de Jacques Derrida sobre que cada muerte de un ser humano es el final de un mundo que no puede reaparecer jamás o ser resucitado.[1] Cuando una persona muere, nos encontramos con la muerte de una realidad, una pérdida definitiva, irreversible e irrepetible. Cada ser humano es único, singular e insustituible. Pero a pesar de esto, el mismo Bauman, apoyándose en Vladimir Jankélévitch, señala que no toda muerte es portadora del mismo poder de revelación, esclarecimiento y enseñanza. No es igual la desaparición definitiva de un extraño o desconocido que la de un ser querido y cercano o, incluso, que la percepción que uno tiene de su propia muerte. Tampoco posee las mismas consecuencias si muere una persona a la que admiramos y/o queremos por diversas razones o un ser humano anónimo, del que no conocemos nada o casi nada.
Seguidamente, no vamos a hablar de la muerte ni de sus significados, sino de todo lo contrario, del valor de la vida humana concreta, con nombres y apellidos en las relaciones que tiene con la modernidad y su modo de administrar la vida y la muerte de las personas a través de sus instituciones. Detrás subyace toda una lógica de exclusiones y de inclusiones o reconocimientos que afectan a una minoría o a una mayoría según el contexto. Pese a que teorizar sobre cualquier tema implica ya una simplificación y abstracción de la realidad, nuestro propósito es tener esto presente a cada instante con el objetivo de evitar caer en abstraccionismos y universalismos formales, vacíos y a-históricos, que son ajenos a la condición humana personal de cada ser humano vivo, particular y concreto. Intentaremos ofrecer un conjunto de reflexiones que giran en torno a las posibles lógicas de dominación y de emancipación de la cultura occidental moderna en su propósito de organizar, regular y ordenar el mundo para hacer o dejar vivir o para hacer o dejar morir. Estas ideas muestran dudas, cuestionamientos y críticas que deben ser entendidos como un insumo siempre transitorio para la discusión. Son reflexiones iniciales y provisionales que necesitan una organización y una elaboración más profunda. Ahora solo se expondrán de forma breve y, quizá, algo caótica:
1. La primer reflexión la expresamos como una hipótesis de trabajo, no sabemos si atrevida y temeraria, que se muestra en forma de sospecha: la modernidad, entendida como unos modos particulares que Occidente ha tenido de reaccionar frente al entorno de relaciones con la naturaleza, con otros seres humanos y consigo mismo, no ha tenido a la vida humana personal, concreta, individual, singular, corporal y con nombre y apellidos de cada ser humano como su objeto de protección. No ha sido su principal referente ético, político, económico y social a la hora de orientar sus múltiples formas de acción y actuación sobre la realidad. Por diversas razones, Occidente y su versión moderna hegemónica basada en su unificación con el modo de producción capitalista, ha priorizado tanto a determinadas creaciones humanas (por ejemplo, las ideas o los valores de la libertad, la igualdad, la civilización, la eficiencia, el progreso o el desarrollo), como a determinadas instituciones que también son producidas antropológicamente (son los casos del Estado, el mercado, la Iglesia, el Derecho, la Ciencia, la religión, etc.), dejando a un lado o subordinando a las personas.
Para aclarar un poco más esta hipótesis o duda, si tenemos que colocar en un lado de la balanza a las mediaciones y las instituciones humanas junto a la racionalidad que las mueve y, en el otro, a los seres humanos reales, necesitados, concretos y corporales, en la mayoría de las ocasiones, por no decir casi siempre, ha habido una abdicación de lo humano concreto y no abstracto. La balanza se ha inclinado a favor de una idea abstracta de “civilización”, de “mercado”, de “libertad”, de “racionalidad instrumental calculadora”, de “riqueza”, de “eficiencia”, de “paz”, de “democracia”, de “equilibrio”, de “Dios o Alá” de “seguridad nacional o internacional”, de “seguridad del capital o del mundo de las finanzas”, de “derechos humanos” en abstracto, de “monopolio y control internacional del poder”, de “guerras humanitarias o derecho o deber de injerencia”.
La inquietud que se nos presenta va mucho más lejos. Profundizando un poco más y con ciertas dosis de temeridad en el fondo, de lo que se trata es de reconocer si realmente es realmente la vida y/o la dignidad de todos los seres humanos el fin primario y último que nos empuja a actuar en nuestras actuaciones, no sólo extraordinarias como las que se requieren, por ejemplo, en los casos de las ayudas humanitarias a terceras personas en situación de extrema necesidad, sino también en las ordinarias y cotidianas que se llevan adelante tanto a nivel de lo público e institucional como en el nivel de lo privado. No hablamos de la vida de unos pocos o unos cuantos seres humanos, sino de todos los seres humanos sin excepciones. Con ello también cuestionamos la manera como se conciben ideas, supuestamente emancipadoras, como la de los derechos humanos o el mismo concepto de ser humano o humanidad, ya que sirviendo de excusa, en su nombre, también se ha colonizado, esclavizado, asesinado y matado.
Esta hipótesis provocadora parte de un criterio de realidad: para que el ser humano pueda sentir, respirar, hablar, comunica, crear, recrear, significar y resignificar mundos, debe vivir. Por esta razón, partimos de la consideración de que la vida humana es el fundamento interno de la realidad. La vida humana (no abstractamente considerada) funciona como criterio que juzga sobre toda acción, tanto sobre aquello que la produce, reproduce y desarrolla como sobre aquello que la aniquila o degrada. No nos referimos a ella como fin, ni como programa que se puede cumplir o en el que se fracasa. Se trata más bien de la condición para cualquier cosa, acción o evento que esté dentro de los marcos de la realidad histórica del ser humano. Sin vida de los sujetos, no hay discusión, ni razonamiento, ni valoración, ni sentimiento. [2] Sobre esta base juzgamos y analizamos la modernidad.
Por otra parte, incluso dentro de la tradición de nuestras sociedades “desarrolladas”, salvo pequeñas excepciones como las que indica Vladimir Jankélévitch, a los seres humanos en general los tratamos como entes extraños, lejanos, anónimos y prescindibles que pasan por la vida inercial y mecánicamente, uno detrás de otros, al igual que los automóviles se suceden indistintamente por las carreteras o las hormigas caminan en fila hacia el hormiguero. Además, con respecto a las personas más queridas y más cercanas, tendemos a preocuparnos por ellas (y no por todas) una vez que se han muerto, en vez de hacerlo cuando se encuentran vivos. Estructuralmente nos cuesta acompañar, amar, solidarizarnos, relacionarnos, comprometernos con y junto a los demás, comunicarnos e intercambiar experiencias gratificantes con los seres humanos vivientes menos conocidos y, por el contrario, solemos añorar, echar de menos y dignificar con mayor interés a aquellos seres queridos o admirados que han desaparecido, arrepintiéndonos de haber perdido el tiempo y desaprovechar la oportunidad de haber tenido más vínculos y más experiencias compartidas con ellos. Como trasfondo de toda esta cultura de ausencia de vida y de presencia puntual y latente de muerte, parece que existiera una especie de tabú para desarrollar nuestras condiciones de existencia y convivencia cotidiana, partiendo de la corporalidad, la presencia, la comunidad y la relacionalidad olorosa, táctil, gustativa, visual y sonora directa, basada en el cara a cara y en la dignidad única, singular y valiosa de cada ser humano particular.
2. La segunda reflexión guarda relación con la manera como la modernidad ha tenido, a partir de los siglos XV y XVI, de administrar la vida y la muerte de los individuos, de garantizar la seguridad y prevenir de las amenazas a sus ciudadanos. Cuando hablamos de modernidad, nos estamos refiriendo al modo particular cultural que Occidente tiene para reaccionar ante el entorno de relaciones con respecto a los demás, con la naturaleza y consigo mismo. Dicho de otro modo, una forma específica o determinadas formas específicas de reaccionar, funcional o antagónicamente, frente a los sistemas de relaciones que han ido predominando en el contexto particular concreto, principalmente europeo y anglosajón.[3]
A partir de esta delimitación, hacemos una afirmación clara: la forma de reaccionar de Occidente en su entorno de relaciones se ha hecho ofreciendo no una única versión o un único modo, sino desarrollando distintos procesos tanto de dominación e imperio como distintos caminos de emancipación. En su heterogéneo andar, la modernidad ha extendido tanto espacios de inclusión y reconocimiento, como espacios de exclusión y colonización. Por tanto, no existe una única versión colonial o emancipadora de la modernidad. Hay muchas modernidades, no existe una sola modernidad y posee tanto elementos positivos como negativos para la condición humana, de ahí su dimensión compleja y controvertida.[4]
De todas maneras, la forma de administración de la vida biopolítica de las personas en la cultura occidental que se ha convertido en hegemónica y predominante se mueve bajo dinámicas de dominación e imperio. La versión de la modernidad que ha ido expandiéndose por el mundo ha ido combinando tanto una lógica de regulación colonial e imperial de carácter socio-político mercantil y estatal como una lógica de regulación de dominación epistemológica técnico-científica basada en la racionalidad de la ciencia.
Para poder explicar y aclarar mejor todo esto, vamos a realizar las siguientes distinciones:
2.1. Las relaciones humanas con nuestros semejantes, con la naturaleza y con nosotros mismos pueden desarrollarse por medio de dos dinámicas o lógicas: de emancipación y liberación; y de dominación e imperio.[5]
Las dinámicas de emancipación se establecen a través de relaciones en las que los seres humanos se tratan unos a otros como sujetos, recíprocamente y en un clima horizontal, solidario, de acompañamiento y de respeto. Estas lógicas permiten al ser humano vivir y le posibilitan la capacidad de dotar de sentido a la realidad y de hacer y deshacer mundos. Siguiendo al iusfilósofo español Joaquín Herrera, las relaciones emancipadoras tienen mucho que ver con la capacidad humana de transformar el entorno de relaciones en el que vive,[6] pero tiene que vivir para poder hacerlo.
En cambio, las dinámicas o lógicas de dominación e imperio son aquellas que estructuran relaciones en las que los seres humanos son discriminados, interiorizados, marginados y/o eliminados, siendo considerados objetos. En ellas, se pierde la solidaridad, el acompañamiento y la horizontalidad, y se establecen procesos hegemónicos y jerárquicos colonizadores en los que todo es manipulable y prescindible a partir de la superioridad de unos sobre otros.
Por otra parte, las relaciones humanas se ordenan, canalizan y reconducen por medio de una serie de mediaciones e instituciones humanas socio-históricamente generadas. En Occidente, el estado, el derecho, la ciencia, la idea de contrato social, la iglesia, la religión, los derechos humanos, la democracia, etc. son algunas de las producciones institucionales utilizadas, entre otras cosas, para proteger, garantizar orden y certidumbre, resolver los conflictos sociales, prevenir las amenazas, satisfacer las necesidades humanas, etc.
Las instituciones se encargan de regular el conjunto de procesos relacionales que se desarrollan en un grupo social, en una comunidad o en una sociedad. La regulación puede estar imbuida de dinámicas de emancipación, cuando mantiene y abre espacios de reconocimientos como sujetos diferenciados a quienes participan de determinadas redes de relaciones, o puede estructurarse bajo lógicas de dominación e imperio cuando permite que algunos seres humanos se comportan con otros tratándolos como objetos, apareciendo en estos casos distintas formas de humillación, abandono, desprecio y so-juzgamiento.[7]
En relación a lo que estamos afirmando, pensamos que Occidente ha regulado tanto emancipadora como imperialmente la vida de las personas, pero lo ha hecho de una manera muy peculiar, llegando a hacerse hegemónica su versión más negativa, colonial y dominadora. Con esta versión, el referente humano se pierde ¿De qué modo se ha producido esto? A continuación trataremos de explicarlo. Para ello utilizaremos los planteamientos de Boaventura de Sousa Santos, pero matizadamente.
2.2. Afirma el sociólogo luso en su Crítica de la razón indolente. Contra el desperdicio de la experiencia, que el paradigma de la modernidad se asienta sobre dos pilares interrelacionados: el conocimiento-regulación y el conocimiento-emancipación.[8]
El conocimiento-emancipación consiste en una trayectoria que va desde un estado de ignorancia denominado colonialismo, a un estado de saber que nuestro autor llama solidaridad. En cambio, el conocimiento-regulación consiste en un estado de ignorancia llamado caos, a un estado de saber denominado orden. En el paradigma de la modernidad, los dos modelos de conocimiento se articulan en equilibrio dinámico, alimentándose mutuamente (p.e. el poder cognitivo del orden alimenta el poder cognitivo de la solidaridad, y viceversa).
Asimismo, la emancipación y la regulación están, cada una, constituidas por tres principios o lógicas:
a) La regulación por el principio de estado, caracterizado por darse un tipo de obligaciones políticas verticales entre individuos-ciudadanos y el estado; el principio del mercado, con obligaciones políticas horizontales pero antagónicas entre individuos que intercambian competitivamente mercancías; y el principio de comunidad, con obligaciones políticas horizontales y solidarias entre asociaciones y miembros de una comunidad.
b) La emancipación se sostiene sobre la lógica o racionalidad estético-expresiva, expresada en el arte y la literatura; la cognitivo-instrumental propia de la ciencia y la técnica; y la moral-práctica perteneciente a la moral y el derecho. [9]
Boaventura de Sousa Santos explica que del lado de la regulación hay una tendencia a la maximización del estado, a la maximización del mercado o a la maximización de la comunidad. Del lado de la emancipación se tiende a la “estetización”, la “cientifización” o la “juridización” de la práctica social. Si durante mucho tiempo hubo cierto equilibrio entre la administración de la vida y la muerte entre el estado, el mercado y la comunidad, lo más interesante ahora es cuando se produce una quiebra o ruptura del mismo.
Resulta que la modernidad, compleja y rica en su trayectoria y llena en su matriz tanto de energías reguladoras como emancipadoras, ha llegado desde hace unos años a su límite porque ya no tiene capacidad de respuesta para los problemas humanos. En los dos últimos siglos ha habido un desarrollo desequilibrado tanto por parte del pilar de la emancipación como de la regulación, pero la balanza se ha inclinado a favor de esta última. La condición sociocultural desde finales del siglo XX a principios del siglo XXI se caracteriza por la absorción del pilar de la emancipación, basado en la idea de solidaridad frente a la colonización, por el pilar de la regulación, cimentado en la idea del orden frente al caos y la incertidumbre. De este modo, el conocimiento-regulación conquistó la primacía sobre el conocimiento-emancipación recodificándolo bajo sus mismos términos. El estado de saber del segundo, la solidaridad, pasó a estado de ignorancia en el primero, traduciéndose como caos e, inversamente, la ignorancia del conocimiento-emancipación (la colonización) pasó al estado de saber en el conocimiento-regulación, que termina por ser considerada como orden.
Como veremos, las repercusiones de esta regulación colonizadora son nefastas para los seres humanos y la naturaleza, ya que ambos son transformados en cosas u objetos susceptibles de invasión, apropiación y destrucción al quedar empapadas las instituciones encargadas de gestionar el orden social de un significado que valoriza a determinadas producciones humanas por encima de los propios sujetos que las producen y significan.
Si en sus orígenes, la modernidad pretendía el desarrollo armónico y recíproco de ambos pilares traducido en una completa racionalización de la vida colectiva e individual, tratando de gestionar y solucionar todo tipo de dificultades, promesas y déficit que iban surgiendo por medio de la combinación del estado, el mercado y la comunidad, al final, del lado de la regulación imperial, el mercado, apoyado por el estado y el derecho, se apropió de todas las parcelas de la vida. Del lado de la emancipación, junto a la pérdida de su dimensión solidaria, la ciencia y la técnica acabaron por colonizar y concentrar las energías y potencialidades de la tradición moderna de manera sobre-represiva, desplazando y/o subordinando a las otras formas de conocimiento.[10]
Resumidamente, hay que decir que la crisis y el límite supuestamente insuperable de la capacidad de la modernidad han sido fruto de todo un proceso histórico y de convergencias de distintos trayectos y secuencias. El caso es que en el instante en el que el desarrollo del sistema capitalista se apoderó de las capacidades de la modernidad, estas capacidades se redujeron a dos de sus grandes instrumentos de racionalización de la vida colectiva: la ciencia moderna y el derecho estatal moderno, que pasó a ser el alter ego de aquélla. Junto a ellas, el mercado se hizo hegemónico y controló al resto de instituciones. Como cada uno de los principios y racionalidades de la regulación y de la emancipación tienen vocación maximalista al intentar acaparar la gestión de los excesos y de los déficits, la racionalidad cognitivo-instrumental científica acabó dominando al resto, convirtiéndose en un modelo totalitario que niega cualquier conato de racionalidad y estatuto epistemológico a todas las otras formas de conocimiento. Además, el principio de regulación de mercado, convertida la ciencia en la principal fuerza productiva, se adueñó de la administración de lo social. El resultado fue claro: la eficiencia, la eficacia, la cuantificación, la técnificación y la reducción de la complejidad de la realidad, sentaron las bases con las que se quiebra la dialéctica entre regulación y emancipación, y se estabiliza la asimetría entre la capacidad de actuar y la capacidad de prever. Promesas incumplidas e insuficiencias irremediables cayeron como una losa en la (in)capacidad de solucionar los problemas y las adversidades sociales que repercutan sobre las condiciones de existencia de los sujetos.
Entre otras cosas, tanto la absolutización del mercado como de la ciencia legitimadas por medio del derecho en tanto formas e instituciones de ordenación, de conocimiento y, junto a la tecnología, instrumentos de manipulación y transformación de lo real, han provocado un proceso de colonización patriarcal, quebrando los vínculos solidarios y no reconociendo como sujetos a antiguos y nuevos espacios culturales y naturales que se ha ido y se va encontrando en su camino. En cierta forma, articulando relaciones de poder jerarquizadas, de dominación y de explotación, se ha ido generalizando una incapacidad de concebir al otro y a la otra como sujetos. Más bien ha sucedido todo lo contrario, se ha extendido el hábito y la costumbre de colonizar y cosificar la experiencia, tratando a lo extraño como objeto, ya sea su condición animal, vegetal y/o humana.[11]
Por esta y otras razones, hemos llegado a tales niveles, excesos y déficits de la ciencia y del mercado (con el estado y el derecho a su merced), que nos encontramos en una época de crisis y de transición paradigmática.[12] En esta crisis, hay elementos de la modernidad que pueden ser resignificados, pero no todas las alternativas salen del la chistera occidental. Muchas culturas poseen tradiciones y trayectorias históricas que pueden ser un ejemplo de reacción humana ante los entornos de relaciones particulares y de reivindicaciones diferentes a favor de la dignidad. De ahí que, por esta crisis, sea necesario buscar nuevas formas de pensar, nuevas formas de enfrentar la realidad cuyos ámbitos de reciprocidad, solidaridad y reconocimientos de sujetos diferenciados y plurales sean sus referentes y sus objetivos.
3. La tercera reflexión, algo más breve, guarda relación con dos de las instituciones y formas de conocimiento que han conquistado casi todas las parcelas de la vida en Occidente: la ciencia y el mercado y de las que acabamos de señalar algunas cosas.[13] En ambos casos se producen dos consecuencias:
a) La primera es que tanto en mercado, como forma de producción y coordinación social del trabajo, y la ciencia, como forma de conocimiento, eliminan a otros modos de producción y coordinación social del trabajo y otros modos de conocimiento, provocando tanto colonialismos imperiales excluyentes como epistemicidios. Si anteriormente dijimos que Occidente poseía una clase particular cultural para reaccionar ante el entorno de relaciones con respecto a los demás, con la naturaleza y consigo mismo, al absolutizar sus instituciones y sus dinámicas de reacción, impide y no reconoce a otras formas culturales específicas de reaccionar, funcional o antagónicamente, frente a los sistemas de relaciones que han ido predominando en sus respectivos contextos particulares.[14]
El problema no reside en poseer determinadas maneras de responder a lo entornos propios de relaciones, sino en que se absolutizan como si fueran los únicos y, simultáneamente, se rechazan los modos de vida de reacción distintos, tanto desde el punto de vista epistémico como de la producción socioeconómica y cultural.
b) La segunda opera internamente: la mercantilización de todas las parcelas de la vida y su racionalidad instrumental del cálculo medio-fin y la cientifización a la hora de interpretar la realidad, provoca un efecto de amputación de lo humano.
Desde el punto de vista ético, la modernidad capitalista en su actual desarrollo, ha hecho salir sus demonios depredadores. Mientras el mercado se expande y acapara lo material y lo inmaterial, la institución de la comunidad del conocimiento-regulación, en la que se desarrollan las relaciones horizontales entre los sujetos, se desplazan y disminuyen. Los vínculos morales, el respeto mutuo y la solidaridad hacia los semejantes se fragilizan. Las relaciones sociales se fragmentan. La sociedad acaba dividiéndose en ganadores y perdedores. El individualismo egoísta acaba conformando sujetos amorales solitarios que pugnan por ganar más dinero, consumir y tener cada vez más, rodeados de robots, máquinas y demás logros científicos.[15]
Asimismo, tanto el mercado capitalista como la ciencia, incorporan un tipo de racionalidad eficiente e instrumental, basada en el cálculo y en la obtención del máximo beneficio o en la mejor optimización de los recursos, que al preocuparles únicamente la mejor solución, racionalmente se puede llegar a exterminar a aquellos seres humanos que son considerados un estorbo o que no interesan para el logro de los más eficientes resultados.
Esto guarda relación con los peligros que acarrea una cultura basada en la búsqueda racional de la eficiencia y con la óptima consecución de los objetivos que si se descontrola, puede provocar no solo el Holocausto de los judíos, de personas con algún tipo de discapacidad, de homosexuales y de los gitanos, sino también muchos otros holocaustos más cotidianos. Tanto las burocracias públicas como privadas, estatales o del mundo de los negocios entienden a la sociedad y a sus sujetos como un objeto a administrar. No por otra razón Zygmunt Bauman en Modernidad y holocausto afirma que el Holocausto fue “un inquilino legítimo de la casa de la modernidad, un inquilino que no se habría sentido cómodo en ningún otro edificio”. Asimismo, para el filósofo polaco, la burocracia moderna basada en la razón científica posee una capacidad para coordinar la actuación de un elevado número de personas morales para conseguir cualquier fin, aunque sea inmoral. [16]
Ciencia y mercado apoyados por un estado burocratizado, desarrollan y consolidan una mística de muerte y violencia que estructuralmente se inserta en la lógica el capitalismo, opera de múltiples formas. Nosotros ahora solo vamos a destacar, brevemente, el paradigma epistémico que está detrás de ambas mediaciones e instituciones humanas: el paradigma de la simplicidad sobre el que reflexionaremos en cuarto lugar.[17]
4. Occidente, dentro de una de sus trayectorias históricas más predominante, en su forma de pensar y actuar se basa en una ontología de la presencia, de la unidad y del orden. Tiene una obsesión por caracterizar la “verdad” de las cosas y los principios que lo rigen. Con el objetivo de lograr el orden, posee un miedo y un terror por la incertidumbre, el desorden y el caos. De ahí la fobia que presenta ante la acción, la corporalidad y la pluralidad temporal y espacial. Termina por exorcizar las relaciones humanas y lo socio-históricamente producido. Para consolidar y reforzar su idea de razón, orden, verdad y unidad, ejecuta una disposición misionera que hay que extender y expandir por todo el mundo para que todos y todo encaje en su imaginario. El sociólogo francés Edgar Morin habla de una metodología, una forma característica de la cultura occidental y un modo de construir, interpretar, organizar y jerarquizar la realidad para llevar a cabo sus propósitos y que denomina el paradigma de la simplicidad que, aunque es necesario, porque todo ser humana hace simplificaciones y significa parcial y limitadamente lo real, en el momento que se absolutiza este paradigma y se ignora lo que simplifica, acaba amputándolo todo y sacrificando muchas vidas. Porque cuanto más mutilador es un pensamiento más mutila a los seres humanos y a sus vidas.[18]
Tres son los principios, que hay que concebir de manera interrelacionada, con los que opera el paradigma de la simplicidad y que vamos a proyectar sobre la racionalidad del capitalismo y su lógica sacrificial: a) el principio de disyunción o separación; b) el principio de reducción; y c) el principio de abstracción, junto con su complemento, el principio de idealización.
Resumiendo la manera de operar de este paradigma, hay una totalización y una absolutización de los marcos categoriales, las teorías, los conceptos y las instituciones con las que nos regimos y nos orientamos por el mundo, es decir, las propias producciones humanas terminan por sustituir a la realidad, convirtiéndose en la única realidad. Asimismo, epistemológicamente, se separan los elementos que componen la estructura de lo real, y se reduce a una única expresión su complejidad. Se abstraen y se ignoran al considerarlos inferiores. Tanto la teoría con la que se interpreta la realidad (racionalidad tecno-científica), como las instituciones que se encargan de administrar nuestro mundo, abstraen e idealizan a la propia realidad y la sustituyen por sus conceptos, por sus producciones humanas y sus ideas. Se sacrifica la realidad a favor de una teoría o una institución y se acaba por eliminar los contextos, las relaciones humanas, la especialidad y la temporalidad de los problemas y las mismas condiciones de existencia de las personas. De todo esto, solo una minoría saca provecho frente a una gran mayoría.
El pensamiento occidental lógico y científico utiliza todos los principios del paradigma de la simplicidad. El problema y el cuestionamiento de sus usos hay que hacerlos, no sistemáticamente, sino principalmente cuando nos desentendemos y nos despreocupamos tanto de los elementos que se eliminan y quedan fuera, como de los que se añaden y se incluyen, sobredimensionándolos. Al absolutizarse tanto la institución del mercado bajo la lógica del capital como la racionalidad técnico-científica se pueden omitir uno o varios elementos de la realidad que, a pesar de ser importantes y decisivos, se califican como insignificantes, accesorios y secundarios, hasta tal punto que se pueden ignorar, como puede ser la vida de algunos o muchos seres humanos.
La totalización y la hegemonización de Occidente de sus propias producciones son tan grandes y tan exigentes que la adición introducida como única e ideal provoca un grado de perfección que es imposible de lograr en la realidad (por ejemplo, una sociedad perfecta desarrollada por el mercado o el estado perfecto, o cualquier otra mediación como la ciencia perfecta omniabarcadora e incluso alguna cualidad del ser humano –en cuanto individuo racional, ganador y competitivo-). El problema es que no hay conciencia de esta imposibilidad y se persigue a costa de lo que sea necesario. Se totaliza como un fin que hay que conseguir haciendo lo que haga falta, incluso sacrificando todo aquello que se interpreta como una distorsión o un obstáculo, aunque sea la propia condición humana y su acción de vida, rebeldía y resistencia.
5. Finalmente, dado que este Simposio está organizado por geógrafos aunque con miradas abiertas e interdisciplinares, nos gustaría mencionar una historia que Ivan Illich cuenta cuando visitó la casa de Gandhi, y que tiene mucho que ver con la capacidad que posee el ser humano de significar el espacio en el que habita; también con el mantenimiento de las condiciones de existencia desde la sencillez, la hospitalidad, la corporalidad humana; y con su pérdida de referente a través de mediaciones humanas como la cultura de producción acumulativa y consumista del capitalismo, que se convierte en algo superior y más importante que las personas.[19] Con esto, en realidad, insistimos en la importancia de que el ser humano, con nombres y apellidos, sea siempre el ser supremo para el ser humano y que sus producciones socio-históricas e institucionales no se conviertan en sus dioses.
Narra Illich que cuando estuvo en la choza donde vivió Mahatma Gandhi, tratando de absorber el espíritu de sus conceptos y empaparse de su mensaje, dos cosas le impresionaron: a) una sobre el aspecto espiritual del lugar; y b) otra sobre los enseres y objetos encontrados.
a) Espiritualmente, la sencillez de la casa, su belleza y orden proclamaban un mensaje de amor e igualdad de todos los seres humanos. Hecha a mano y no a través de máquinas (tecno-científicamente construidas), de madera y adobe, la choza estaba construida para satisfacer las necesidades de sus habitantes, por eso, más que una casa, era un hogar, habiendo una diferencia entre ambas. Uno se sentía en ella cómodo, arropado y feliz, como un sujeto y no como un objeto.
b) Con esta distinción entre casa y hogar, hay un matiz importante que le llamó la atención a Ivan Illich en la colocación de los objetos y los enseres. Una casa es un lugar en el que guardamos equipajes y mobiliarios. Suele servir más para la seguridad y la conveniencia de los muebles que para las de los seres humanos. Los muebles de una casa no nos dan fortaleza interior, al contrario, su acumulación y nuestra excesiva obsesión por adornar bajo un ideal de belleza las habitaciones, nos hace llegar a un punto en el que nos convertimos en esclavos de la casa y de sus enseres, haciendo que nuestras vidas sean más restringidas. Curiosamente, en la medida en que perdemos la capacidad de vivir, vamos dependiendo más de los bienes que adquirimos (causados por un mercado consumista).
La casa de Gandhi no depende del mobiliario, sino que están al servicio del ser humano. Illich explica que en la choza sintió tristeza al pensar que quienes tienen más artículos y objetos domésticos, son considerados criaturas superiores al resto (regulan dominando). Para gozar de la vida, no es necesario tener más. El ser humano acaba rindiéndose a la estructura inanimada de las máquinas, los adornos y los objetos. En ese proceso acumulativo y consumista, terminan por perder la elasticidad de su cuerpo y su vitalidad. Asimismo, las relaciones con la naturaleza y con sus semejantes, se quiebran, desaparecen y mueren. Es más, incluso la toma y la significación del espacio y nuestras relaciones con el entorno, no se construyen para que vivamos en función de nuestras necesidades vitales, fundamentales y necesarias, sino en función de las mediaciones y las producciones humanas que, al ser ensalzadas en los altares como dioses, nos superan y van marcando el ritmo de nuestra acción en el tiempo y en el espacio. De ello han sacado provecho una minoría a costa de una mayoría.
El mensaje de Illich al analizar el hogar de Gandhi es que el modo de producción del capitalismo y el modo de vida que transmite al no tener límites y al aumentar sin cortapisas, está provocando un proceso de cosificación y sacrificialidad humanas al establecerse una dependencia con respecto a las máquinas y de la racionalidad científica-instrumental. El ser humano es para el mercado y el capital y no el mercado y el capital para el ser humano. A través del consumismo y la producción capitalista, se hace perder el referente humano basado en la sencillez, la solidaridad y la preocupación por la satisfacción suficiente de aquellas necesidades que nos son necesarias para tener condiciones de existencia dignas de ser vividas.
En relación a la forma y al contenido que le damos a los lugares en los que moramos y sobre lo que la choza de Gandhi tiene mucho que decir, ahora vamos a terminar con otra reflexión a partir de un dicho popular chino que dice que la casa más segura es aquella que no tiene ni puertas ni ventanas. De esta manera, se piensa que sin agujeros no hay amenaza de invasiones, secuestros o robos. Nadie de fuera puede entrar. De esta manera, quien esté dentro y habite en la casa blindada se sentirá engañosamente seguro y tranquilo sin darse cuenta de las cadenas de piedra y los muros que le impiden tener cualquier contacto con el exterior.
En este sentido, el propio Bauman afirma que las sociedades occidentales, paradójicamente, son las sociedades más seguras jamás conocidas pero, simultáneamente, son las más temerosas y las que viven con más miedo a lo ajeno y a lo extraño. Vive en un estado permanente de frustración e impotencia al no poder satisfacer bajo un clima de seguridad, todo aquello que considera es una amenaza. La promesa moderna de evitar o derrotar una a una todas las amenazas a la seguridad humana (procedentes de las fuerzas superiores de la naturaleza, las propias de la debilidad innata de nuestros cuerpos y las que tienen un origen en la agresión de otras personas) hasta cierto punto fue cumplida, pero no pudo cumplir con la otra promesa de acabar con esas amenazas de una vez por todas.[20] El caso es que para enfrentar esa impotencia no solo se buscan culpables concretos a los que se les sanciona y castiga (p.e. inmigrantes o personas pertenecientes a una religión o una cultura distinta), sino que todos somos potencialmente peligrosos y sospechosos de quebrar nuestra tranquilidad y de eliminar nuestras vidas. Por ello, en nombre de la seguridad, gastamos el dinero que haga falta en colocar alarmas, contratar empresas de seguridad, blindar las cosas con el material más eficaz. Lo que al final logramos es que acabamos con el disfrute de la vida y aniquilamos a la propia condición humana. Por querer la seguridad perfecta, estamos dispuestos a renunciar y no reconocer tanto nuestros propios derechos como los derechos de los demás. Terminamos construyendo barrios, casas, predios, urbanizaciones “sin puertas ni ventas”, que metafóricamente o bien no dan opción a nadie ni a entrar ni a salir, o bien a los que están dentro viven en una situación en la que la convivencia brilla por su ausencia y se hace insoportable por el miedo líquido, el miedo sólido, el miedo gaseoso y el miedo plasma de todos sus miembros. Una casa sin aberturas, sin ventanas ni puertas, no es ninguna casa y mucho menos un hogar.
En virtud de un ideal de perfección por lograr la seguridad completa y absoluta que nunca será real, se obtiene el rechazo casi perfecto de los derechos de las personas. Se rompe el contacto humano y, con ello, la solidaridad y los vínculos sociales. Además, quien es sospechoso o es considerado peligroso o un elemento de distorsión, se le excluye e, incluso si hace falta, se le aniquila fríamente. Por querer una vida segura se justifica una muerte cierta.
Notas al pie:
[1]Ver Zygmunt Bauman, Medo líquido, Jorge Zahar Editores, Río de Janeiro, 2008, pp. 60 y 61.
[2]En este sentido, ver Franz Hinkelammert y Henry Mora, Hacia una economía para la vida, DEI, San José, 2006, p. 143. Sin intención de incurrir en un unidimensional economicismo, para enfrentar la manera como el capitalismo y la modernidad que lo apoya coordina la división social del trabajo y produce y distribuye los bienes sociales, estos autores defienden que no sólo se debe politizar y explicitar la política en toda actividad económica para evitar que se esconda bajo una falsa actividad técnica, sino que también se debe reconducir el mundo de la economía (así como toda acción de cualquier poder socio-político) hacia el reconocimiento de las condiciones de existencia de todos los seres humanos (corporales en todas sus dimensiones) y la naturaleza que conforman tanto la humanidad y como el planeta Tierra, teniendo en cuenta el criterio y el principio de la vida humana. Cualquier acción o política pública y privada, como mínimo, debe tener en cuenta y apostar por las condiciones de existencia de todos los sujetos que conforman la humanidad, porque la vida de cada persona es el soporte de todo lo demás.
[3]Ver Joaquín Herrera Flores, Los derechos humanos como productos culturales. Crítica del humanismo abstracto, Catarata, 2005, Madrid, p. 19
[4]Milton Santos, cuando habla de la historia de la ciudad y de lo urbano, afirma que no hay una sola modernidad; existen modernidades en sucesión. Ver su libro Técnica, espaço, tempo, EDUSP, Sao Paulo, 2008, p. 68.
En los debates entorno al pensamiento pos-colonial y el pensamiento pos-moderno (que en la terminología de Boaventura de Sousa Santos, distingue entre uno de celebración y otro de oposición), nosotros preferimos hablar de un pensamiento crítico no-colonial o contra-colonial, atento a las situaciones en las que los seres humanos son marginados, discriminados o eliminados. La modernidad, incluso incumpliendo sus promesas, posee elementos tanto para la crítica emancipadora como para el establecimiento y la consolidación de jerarquías imperiales, siendo esta la versión que ha hecho hegemónica. Sobre esta discusión ver la introducción de Boaventura en A gramática do tempo: ara uma nova cultura política, Cortez Editoria, Sao Paulo, 2006, pp. 25 a 47.
[5]Distinción en la que Helio Gallardo profundiza. Ver su trabajo Teoría crítica: matriz y posibilidad de derechos humanos, Imprenta Francisco Gómez, Murcia, 2008.
[6]Ver Joaquín Herrera Flores, Los derechos humanos como productos culturales, p. 26.
[7]En este sentido, ver el imperativo categórico crítico reflexionado por Faranz Hinkelammert a partir de Marx que consiste en echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciado de Franz Hinkelammert, a partir de la autoconciencia cuando el ser humano se convierte en el ser supremo para el ser humano. Franz Hinkelammert, Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad. Materiales para la discusión, Editorial Arlekín, San José, 2007, pp. 22
[8]Boaventura de Sousa Santos, Crítica de la razón indolente. El desperdicio de la experiencia, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2003, pp. 86 y ss.
La matización que hacemos reside en que para nosotros es mejor combinar el par dominación-emancipación relacionándolo con la regulación y no, tal como hace Sousa Santos, relacionar el dualismo regulación-emancipación y sobre esa base, introducir el concepto de dominación. Consideramos que todas las instituciones y en todas las culturas se intentan canalizar, regular y ordenar las relaciones humanas con el objetivo de reducir el caos (que tampoco es de por sí negativo). La clave de interpretación reside en saber si toda regulación socio-cultural se hace bajo dinámicas de emancipación y liberación o bajo dinámicas de dominación e imperio. La regulación no es negativa de por sí. Puede ser más o menos rígida o más o menos flexible, pero es necesaria. Lo que verdaderamente importa es el significado que se le otorga a la regulación y la dinámica que desarrolla (emancipadora o dominadora) con respecto a los seres humanos y sus condiciones de vivir haciendo y deshaciendo mundos. La regulación, la dominación y la emancipación y liberación son entendidas como formas de conocimiento y, principalmente, como prácticas o tramas sociales.
[9]Ídem, pp. 30-31.
[10]Ídem.
[11]Según Zygmunt Bauman, las organizaciones sociales de la modernidad líquida (con el estado a la cabeza), en el actual contexto global, no se pueden mantener por más tiempo porque se descomponen y disuelven más rápido que el tiempo que tardan en moldearlas. La lógica consumista y depredadora del mercado tiene mucho que ver con este proceso. Ver Tempos líquidos, Jorge Azahar Editor, Río de Janeiro, 2007, p. 7.
[12] Ver también el trabajo de Boaventura de Sousa Santos, “Para uma socologia das ausencias e uma sociologia das emergencias”, en Boaventura de Sousa Santos (org.), Conhecimento Prudente para uma Vida Decente, Cortez Editora, Sao Paulo, 2004.
El propio Boaventura de Sousa Santos señala que la cultura occidental y su racionalidad, a través de un continuo ejercicio de desperdicio de la experiencia, se ha limitado a extender imperialmente su horizonte de sentido espacio-temporal y simbólico por todo el orbe terrestre, invisibilizando, silenciando y eliminando múltiples prácticas, experiencias y expectativas tanto propias como de otras culturas y formas de vida. Y en concreto, su principal característica ha sido la de contraer el presente y, simultáneamente expandir el futuro bajo las ideas de progreso y de totalidad. Para combatir esta unidimensionalización y homogeneización de los mundos, apuesta por articular procesos emancipadores y plurales. En concreto, habla de dos medidas necesarias que hay que adoptar: una que evite visiones monolíticas y uniformadoras de la realidad. Para ello hay que elaborar una teoría de las traducciones, que permita establecer el diálogo y la comunicación siempre incompleta y abierta de diversas maneras culturales e identitarias de afrontar la realidad; la otra medida pretende recuperar distintas dimensiones de solidaridad, expectativas, reivindicaciones y prácticas que se han dado en el pasado y se dan en el presente pero que por diversas razones se han invisibilizado, se han excluido, se han destruido o se han marginado por un pensamiento hegemónico. Las llama sociologías de las ausencias y de las emergencias. Con estas actuaciones podrá invertirse el proceso de contracción del presente y expansión del futuro, dando paso a una expansión del presente y a una contracción del futuro que recupere las diversas y variadas prácticas sociales y epistémicas que existen pero que no se las tiene en cuenta y aquellas múltiples expectativas que se preocupan más de articular un futuro inmediato y construido desde las factibilidades y las posibilidades humanas. Ídem.
[13]Ver David Sánchez Rubio, “Sobre la racionalidad económica eficiente y sacrificial, la barbarie mercantil y la exclusión de los seres humanos concretos”, en Alcindo José de Sá (Organizador), Pelo direito á vida: a construçao de uma Geografia cidadã, Editora Universitaria UFPE, Recife, 2008.
[14]Idea que retomamos de Joaquín Herrera Flores, op. cit..
[15]Ver Zygmunt Bauman, Ética pós-moderna, Paulus, Sao Paulo, 3ª edición, 2006; y Medo líquido, p. 172 y SS.
[16]Ver Zygmunt Bauman, Modernidad y holocausto, Sequitur, Madrid, 1997, especialmente, pp. 21 y ss.
[17]Ver Edgar Morin, los diferentes tomos de El método y su Introducción al pensamiento complejo, Gedisa, Barcelona, 2001; y David Sánchez Rubio, op. cit.
[18]Algunas características de la racionalidad científica son las siguientes: separa (causa e intención) y legitima la importancia del conocimiento dogmático; polariza, dualiza y separa a los sujetos de los objetos, sobredimensionando lo cuantitativo por encima de lo cualitativo; parcializa separando e incomunicando y matematiza la realidad (convirtiéndose en geométrica). Además, hasta ahora la ciencia ha tenido una falta absoluta de control de las consecuencias, reflejándose esto en nuestras propias experiencias humanas.
[19]Estas reflexiones están tomadas del sencillo, corto y pequeño, pero maravilloso trabajo de Ivan Illich, “El mensaje de la choza de Gandhi”, en Ixtus, nº 28, año VII. 2000, pp. 9 a 12).
[20]Ver Z. Bauman, Medo líquido, op. cit., p. 268 y ss.