Wednesday, June 23, 2010

LOS LIBERALES Y LA IGLESIA

1.5. LOS LIBERALES Y LA IGLESIA

En: La ilusión del progreso: los caminos hacia el estado-nación en el Perú y América Latina (1820-1860)

Autor Juan Luis Orrego Penagos
Editor Fondo Editorial PUCP, 2005


A partir de la década de 1820, la Iglesia tuvo que renunciar a la protec­ción imperial y unirse a la lucha por la independencia. Al aliarse con los criollos, arrastró consigo no solo al clero, sino también a una gran masa de población en la que de otra manera no habría tenido efecto el discur­so político de los patriotas ilustrados.

Pese a sus defectos, la Iglesia siempre fue en América Latina una institución eminentemente popular, que gozó a lo largo del siglo XIX de la firme adhesión de los piadosos peruanos y mexicanos. En algunos casos, la Iglesia cobró un precio muy alto por su apoyo a la independencia, precio que en México, por ejemplo, consistió en que el nuevo régimen aceptara íntegramente la inmunidad y las propiedades eclesiásticas. Así pues, la Iglesia salió del régimen colonial con su estructura intacta. Sin embargo, su posición era más precaria que ames.[1] Si el gobierno colonial español no había conseguido recortar el poder y los privilegios del clero (tal como lo intentó en el siglo XVIII con las reformas borbónicas), esto solo supuso un retraso en la creación de un estado secular en México. La batalla posterior y decisiva fue mucho más dura y violenta. En síntesis: 44-45

[...] la Iglesia entraba en la nueva vida republicana gravemente debili­tada por más de tres lustros de profunda disensión interna, por el sa­queo reiterado de su patrimonio, por la huida o expulsión de obispos y sacerdotes españoles, pero sobre todo por su propia ambigüedad ante el nuevo mundo que trataba de nacer: incluso los más fervorosos patriotas eran incapaces de plantearse desde la fe su aportación a la nueva socie­dad que quería construirse; si, por otro lado, las nuevas autoridades políticas demostraron muy poca imaginación revolucionaria en el mo­mento de regular las relaciones entre el estado y la Iglesia y prefirieron heredar el regalismo patronal de la monarquía castellana ('liberalismo legalista), podrá entonces entenderse la difícil situación en que tuvo que intentarse la restauración católica […].[2]

Pero la independencia supuso también otros problemas. La jerar­quía eclesiástica se desorganizó profundamente, con lo que se creó una situación difícil que el papado agudizó al tratar de ignorarla y al adoptar una prolongada actitud pasiva al respecto. Por fin, entre 1827 y 1844 se puede decir que la Iglesia latinoamericana estaba de nuevo normalizada.[3] Otro problema fue el desmantelamiento de la vida conventual, que empezó a recuperarse desde 1836. A partir de este momento, los fran­ciscanos, dominicos, capuchinos y monjas, dedicados al trabajo social, volvieron a establecerse en estos países.45

Para los liberales, el asunto de la Iglesia no era puramente económico. Estaba relacionado también con la forma de educar a los futuros ciuda­danos. Las reformas económicas apuntaban a poner en circulación, en el mercado nacional, las grandes propiedades eclesiásticas. La interpre­tación liberal del Estado moderno exigía reglamentar el papel del clero en la nación y desmantelar el sistema feudal que otorgaba a la Iglesia no solo poder material sino también social, fundado en su riqueza de tie­rras. A esto se sumaba el poder espiritual del clero.

En este sentido la separación de la Iglesia y del Estado (la supremacía del Estado secular) y la laicización de la sociedad civil condujeron a duras polémicas entre liberales y conservadores. Modernizar, reclamaban los liberales, era educar a las nuevas generaciones en las ideas del siglo. Quitarle al clero el monopolio de la educación era de alguna forma romper con el pasado; era una ruptura con el pasado español. Simón Bolívar y fray Servando Teresa de Mier planteaban la 'regeneración',
eso es, lograr la emancipación mental para completar la obra cumplida por las tropas patriotas en el campo de batalla. Esta idea abre camino y se convierte en uno de los caballos de batalla del liberalismo decimonónico.[4]

Al profundizar un poco más vemos que los objetivos de la seculari­zación y la reforma chocaban teóricamente con el liberalismo constitu­cional, ya que implicaban un fortalecimiento, en vez de un debilita­miento, de la autoridad del gobierno. En otras palabras, su aplicación alentó el autoritarismo presidencial.

La idea de fondo era que un Estado secular (es decir, un Estado moderno) estaba formado por individuos libres e iguales ante la ley y sin restricciones en la búsqueda del conocimiento por interés propio. Había que formar ciudadanos cuya principal lealtad estuviera con la nación y no con la Iglesia u otros rezagos corporativos de origen colonial.[5] 46

Como anota Charles A. Hale,
[...] como ciudadanos tenían un estatuto civil que debía regular y ad­ministrar el Estado. Las estadísticas vitales, los procesos fiscales, el pro­cedimiento judicial, la educación, incluso el calendario y los nacimien­tos, las bodas y las defunciones, todo ello debía apartarse del control de la Iglesia. La riqueza eclesiástica, tanto si constituía en diezmos, bienes raíces o hipotecas, debía pasar de mano muerta de la Iglesia y convertir­se en estímulo de la empresa individual [...].[6]

Sin embargo, estas ideas reformistas no prosperaron sin violencia. Las expulsiones y los retornos de los jesuítas se sucedieron en algunos países. La lucha armada fue con frecuencia resultado de esta polémica. Dos ejemplos fueron la guerra civil en México durante la Reforma plan­teada por Benito Juárez y en el período liberal colombiano que transcu­rrió desde 1850 hasta 1880.


[1] Uno de los primeros capítulos en la historia de esta lucha contra el poder de la Iglesia lo libró el gobierno de Antonio José de Sucre en Bolivia (1825-1828). Sucre destruyó gran parte de las comunidades monásticas, mientras el Estado expropió las valiosas propiedades urbanas y rusticas de propiedad directa de las órdenes eclesiásticas, o con­troladas por ellas mediante hipotecas o capellanías (propiedades ofrecidas a la Iglesia para cometidos piadosos). A la larga, esta política sirvió para reforzar el poder de los terratenientes y comerciantes, que pudieron adquirir a precios ínfimos los bonos inicial-mente entregados a las tropas y a oficiales extranjeros cuando estos tuvieron que retirarse del país (Bonilla, Heraclio. Ob. cit.). El caso de Bolivia lo hemos tomado al azar. También podríamos citar en esta cruzada contra las prerrogativas eclesiásticas el gobierno de Gálvez. en Guatemala y la dictadura de Francia en Paraguay, donde este curioso personaje subordinó al clero a su proyecto totalitario.
[2] Barnadas, Joseph M. «Hacia una Iglesia latinoamericana». En Historia Universal América Latina contemporánea. Barcelona: Salvat, 1987. Vol. 30, p. 3838.
[3] La Gran Colombia fue el primer territorio en recuperar la jerarquía (1827). En 1828 fueron nombrados vicarios apostólicos en Chile, un obispo en Argentina y otro en Bolivia. Pero los pasos decisivos se dieron en 1830, bajo Pío VII, cuando se creó una nunciatura en Rio de Janeiro. A partir de 1831, ya bajo Gregorio xvi, quedó normaliza­da la situación en México, Argentina, Chile, Uruguay y el Perú. En 1837 se creó una segunda nunciatura en Bogotá. Entre 1839 y 1842 se restablecieron las relaciones con El Salvador y en 1844 con el Paraguay.
[4] Sin embargo, en la práctica, hasta el siglo XX, los estados no estuvieron en condiciones de sustituir la obra educativa de la Iglesia por falta de fondos, de maestros, de planes de estudio, etc.
[5] Regímenes precursores en esta ideología, aunque con escasos resultados, fueron los de Bernardino Rivadavia en Buenos Aires (1822-1823) y el de Valentín Gómez Farías en México (1833-1834). Ideólogos que influyeron mucho en esta corriente fueron el mexica­no José María Luis de Mora (1794-1850) y los chilenos Lastarria y Bilbao. Sus postulados
[6] Hale, Charles A. «Ideas políticas y sociales en América Latina, 1870-1930*. En Leslie Bethell (ed.). Historia de América Latina. América Latina: cultura y sociedad. Barcelona: Crítica, 1991,vol.6,p. 10.