Como ejercicio introductorio sano y deseable, intentaremos fijar con la mayor claridad y precisión posible la significación de las palabras claves aquí utilizadas. En su aceptación más amplia, un caudillo (del latín Capitellum) es el jefe o guía -especial mas no únicamente el de guerra- de un gremio o una comunidad. Los diccionarios también nos enseñan que cacique, voz taina de Santo Domingo, es la persona que ejerce una autoridad abusiva en la colectividad o grupo; aquella que en un pueblo o zona ejerce excesiva influencia en asuntos políticos o administrativos, valiéndose de su poder económico o estatus social. Los caciques, a diferencia de los caudillos clásicos, se integran a los sistemas políticos modernos. Por derivación, el caciquismo significa la influencia o dominio del cacique en el sistema político o social de una comunidad. Otro término afín a los dos anteriores es el de dictador (del latín dictatore), utilizado en la antigua Roma para designar a un cónsul a quien el Senado había conferido poderes extraordinarios, en la época moderna se refiere a la persona que se arroga o recibe todos los poderes políticos extraordinarios y los ejerce sin limitación jurídica. Otro significado posible de dictador, éste definido por Roa Bastos en su novela Yo, el supremo, es aquel que dicta a su escribano sus reflexiones sobre su política. Finalmente, otro vocablo próximo a los precedentes es el de tirano, entendiendo por tal a la “persona que obtiene contra derecho el gobierno de un Estado, especialmente si lo rige sin justicia y a medida de su voluntad”[1] . En la Grecia y en la Roma antiguas, historiadores y filósofos como Herodoto, Aristóteles, Polibio y Cicerón, en sus respectivas tipologías coincidieron en considerar a la tiranía como la peor de las formas malas de gobierno. Así pues, en el sentido clásico, tirano es el individuo que con el pretexto de progreso, bienestar y prosperidad de sus gobernados, remplaza el culto del pueblo por el de su propia persona.
En América Latina, a lo largo del siglo XIX hubo quienes desde enfoques diversos analizaron e intentaron aportar respuestas al por qué de la existencia de gobiernos autoritarios en la región. Así como en la Francia de la primera mitad del siglo XVI Etienne de la Boetie (1530-1563), en su opúsculo Discurso de la servidumbre voluntaria, trataba de encontrar una respuesta a la cuestión esencial de saber por qué unos ordenan, mientras que la enorme mayoría obedece, Domingo Fausto Sarmiento (1810-1888), en Civilización y barbarie, planteaba la pregunta y aportaba elementos de respuesta: la dictadura no podía ser más que el resultado de la incultura o barbarie. Por su parte, José Martí (1853-1895) se mostró convencido de que la dictadura era una forma para el hombre ordinario de expresar su rebelión contra los letrados. Posteriormente, otros autores buscarían en las tradiciones hispánicas e indígenas las causas del fenómeno del caudillismo, convertido en piedra angular de la política en América Latina. Uno de ellos, Laureano Vallenilla Lanz, en Cesarismo democrático (1918), justificó la presencia de hombres fuertes, estilo Simón Bolívar, únicos con capacidad para contener la descomposición social y restablecer el orden[2] . También el paraguayo Cecilio Báez estudió con minucia la genealogía de las dictaduras, en Ensayo sobre el doctor Francia y la dictadura en Sudamérica. Para este autor no hay duda de que el origen de los dictadores se encuentra en el advenimiento de las guerras por la independencia, coyuntura que propició la aparición de caudillos militares (Bernardo de O’Higgins y José de San Martín) y caudillos civiles (José Rodríguez de Francia).
La preocupación por entender la psicología de los caudillos a la luz de sus ancestros los señores de la guerra, motivó a Octavio Bunge a escribir Nuestra América, en donde auscultó con rigor la triple herencia cultural española, india y negra. El fruto de la mezcla de estos tres elementos sería una disfuncionalidad psicológica, aunada a una carencia moral. En resumen, para Bunge el caudillismo o caciquismo es una anomalía localizable en los usos y costumbres de los pueblos, contra los cuales nada pueden las leyes tipificadas en las constituciones políticas de las naciones. Por su parte, el venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969) estaba persuadido de que el caudillismo es obra de la educación y producto de atavismos raciales, agravados por la falta de unidad en su país de origen [3]. En cualquiera de los casos, los esquemas de reproducción o “habitus”, en el lenguaje de del sociólogo Pierre Bourdieu, están implícitos.
En este sentido, si lanzamos una rápida mirada al nivel educativo de algunos caudillos seleccionados al azar, veremos que José Gaspar Rodríguez de Francia, el ‘dictador supremo’ de Paraguay entre 1811 y 1840, era doctor en teología y en derecho; como libre pensador admirador de Juan Jacobo Rousseau y de la Revolución francesa, puso en práctica con mano de fierro sus ideas de progreso. Este singular y controvertido personaje, rehabilitado por Roa Bastos, en Yo, el Supremo, erradicó el analfabetismo y encabezó la resistencia a la política expansionista de los países vecinos, contribuyendo a crear en el pueblo paraguayo una sólida conciencia nacionalista.
Simón Bolívar, quien pronosticó que América caería entre las manos de “pequeños tiranos casi imperceptibles, de todos los colores y de todas las razas”, organizó una expedición de Cuerpos del Alto y Bajo Perú, para deshacerse de ese “tirano que tiene aquella provincia no solo oprimida del modo más cruel, sino que la ha separado de todo trato humano, pues allí nadie entra sino el que gusta su Perpetuo Dictador” [4] . En el extremo opuesto del Perpetuo Dictador, se encuentran casos como el de Enrique Peñaranda, presidente de Bolivia, cuya madre declaró en una ocasión:
“si hubiera sabido que mi hijo iba a ser presidente, le hubiera enseñado a leer y a escribir”[5].
Las obras literarias sobre dictaduras plantean cuestiones interesantes sobre las relaciones entre los intelectuales y los políticos. La novela pionera de Ramón del Valle Inclán, Tirano Banderas (Madrid, 1925), escrita luego de un viaje que a invitación del presidente Álvaro Obregón realizara en México (1922), resume los rasgos de los déspotas en América Latina.
Teniendo como escenario un país que bien pudiera ser cualquiera de los que forman parte del subcontinente de principios de siglo XX, el tirano Santos Banderas es un indígena ignorante, feroz y taciturno. También el dictador de García Márquez, en El Otoño del patriarca, proviene de los estratos populares y de escasos o nulos estudios. Alejo Carpentier se aparta de esta secuencia al poner en escena, en El recurso del método, a un caudillo ex-estudiante, honesto y desinteresado. Luego también, el premio Nobel Miguel Ángel Asturias da vida en El señor presidente (1946) a un dictador con rasgos de Tirano Banderas, que es en realidad Estrada Cabrera (1857-1924), presidente de Guatemala entre 1897 y 1920; novela inspirada en recuerdos de la época de estudiante de Asturias. Por su parte, el mexicano Martín Luis Guzmán, en La Sombra del caudillo, se aboca a describir la decadencia moral de los nuevos ‘revolucionarios’ que lo rodean, y no más sólo en la figura del dictador. Caudillos y dictadores, así como la sombra de ambos, han servido de musa a lo largo de siglo y medio a decenas de escritores, existiendo más de cien novelas y cuentos sobre el tema, de 1810 a 1969 [6] .
En el conjunto de obras de carácter histórico, así como en las obras literarias, los caudillos actúan en sistemas políticos descansando en mecanismos de exclusión. El historiador Alain Rouquié muestra cómo el caudillismo en América Latina empezó a manifestarse con la descomposición del Estado, luego del hundimiento de las autoridades coloniales. El surgimiento de las nuevas naciones trajo consigo la incapacidad de las autoridades centrales para mantener su hegemonía en los territorios de su jurisdicción. Dicha incapacidad, aunada a la concentración del poder y a la existencia de estructuras latifundistas, constituiría el caldo de cultivo para la aparición del caudillismo[7]. Este fenómeno de autoritarismo tradicional, explica Gino Germani, ocurre con mayor frecuencia en los pueblos donde aún no se consolida una conciencia nacional, y se produce con el apoyo de una parte importante de la población[8].
[1] Diccionario de la Real Academia Española, 2005.
[2] Ver sobre este tema: Carmen L. Bohórquez, “Caudillismo y modernidad en Laureano Ballenilla Lanz”, en Hugo Cancino (Coordinador), Los intelectuales latinoamericanos entre la modernidad y la tradición, siglos XIX y XX. Madrid: AHILA-Iberoamericana-Vervuet, colección: cuadernos AHILA, 2004, pp. 35-49.
[3] Devés Valdés, Eduardo, De Ariel de Rodó a la CEPAL (1900-1950), Editorial Biblos, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, pp. 68-74.
[4] Carta de José Antonio Sucre al general Francisco de Paula Santander, del 11 de octubre de1825. Citado por Roa Bastos, Yo, el Supremo, p. 324, pie de página.
[5] (citado por Pierre Vaysiere: 64).
[6] Pierre Vaysiere: 64.
[7] Alain Rouquié: 61.
[8] Gino Germani. Los límites de la democracia, p. 34.