Thursday, June 24, 2010

De caudillos, caciques, dictadores y tiranos



Como  ejercicio  introductorio  sano  y  deseable,  intentaremos  fijar  con  la  mayor  claridad  y precisión  posible  la  significación  de  las  palabras  claves  aquí  utilizadas.  En  su  aceptación  más amplia,  un  caudillo  (del  latín  Capitellum)  es  el  jefe  o  guía  -especial  mas  no  únicamente  el  de guerra- de un gremio o una comunidad. Los diccionarios también nos enseñan que cacique, voz taina  de  Santo  Domingo,  es  la  persona  que  ejerce  una  autoridad  abusiva  en  la  colectividad  o grupo;  aquella  que  en  un  pueblo  o  zona  ejerce  excesiva  influencia  en  asuntos  políticos  o administrativos, valiéndose de su poder económico o estatus social. Los caciques, a diferencia de los  caudillos  clásicos,  se  integran  a  los  sistemas  políticos  modernos.  Por  derivación,  el caciquismo significa la influencia o dominio del  cacique  en el sistema político o social de una comunidad. Otro término afín a los dos anteriores es el de dictador (del latín dictatore), utilizado en  la  antigua  Roma  para  designar  a  un  cónsul  a  quien  el  Senado  había  conferido  poderes extraordinarios,  en  la  época  moderna  se  refiere  a  la  persona  que  se  arroga  o  recibe  todos  los poderes políticos extraordinarios y los ejerce sin limitación jurídica. Otro significado posible de dictador,  éste  definido  por  Roa  Bastos  en  su  novela  Yo,  el  supremo,    es  aquel  que  dicta  a  su escribano sus reflexiones sobre su política. Finalmente, otro vocablo próximo a los precedentes es el de tirano, entendiendo por tal a la “persona que obtiene contra derecho el gobierno de un Estado,  especialmente  si  lo  rige  sin  justicia  y  a  medida  de  su  voluntad”[1] .  En  la  Grecia  y  en  la Roma antiguas, historiadores  y  filósofos como Herodoto, Aristóteles, Polibio y Cicerón, en sus respectivas tipologías coincidieron en considerar a la tiranía como la peor de las formas malas de gobierno. Así pues, en el sentido clásico, tirano es el individuo que con el pretexto de progreso, bienestar  y  prosperidad  de  sus  gobernados,  remplaza  el  culto  del  pueblo  por  el  de  su  propia persona. 

En  América  Latina,  a  lo  largo  del  siglo  XIX  hubo  quienes  desde  enfoques  diversos analizaron e intentaron aportar respuestas al por qué de la existencia de gobiernos autoritarios en la región. Así como en la Francia de la primera mitad del siglo XVI Etienne de la Boetie (1530-1563), en su opúsculo Discurso de la servidumbre voluntaria, trataba de encontrar una respuesta a la cuestión esencial de saber por qué unos ordenan, mientras que la enorme mayoría obedece, Domingo  Fausto  Sarmiento  (1810-1888),  en  Civilización  y  barbarie,  planteaba  la  pregunta  y aportaba elementos de respuesta: la dictadura no podía ser más que el resultado de la incultura o barbarie. Por su parte, José Martí (1853-1895) se mostró convencido de que la dictadura era una forma para el hombre ordinario de expresar su rebelión contra los letrados. Posteriormente, otros autores  buscarían  en  las  tradiciones  hispánicas  e  indígenas  las  causas  del  fenómeno  del caudillismo,  convertido  en  piedra  angular  de  la  política  en  América  Latina.  Uno  de  ellos, Laureano Vallenilla  Lanz, en Cesarismo democrático (1918), justificó la presencia de hombres fuertes,  estilo  Simón  Bolívar,  únicos  con  capacidad  para  contener  la  descomposición  social  y restablecer el orden[2]  . También el paraguayo Cecilio Báez estudió con minucia la genealogía de las dictaduras, en Ensayo sobre el doctor Francia y la dictadura en Sudamérica. Para este autor no hay duda de que el origen de los dictadores se encuentra en el advenimiento de las guerras por la  independencia,  coyuntura  que  propició  la  aparición  de  caudillos  militares  (Bernardo  de O’Higgins y José de San Martín) y caudillos civiles (José Rodríguez de Francia).

La  preocupación  por  entender  la  psicología  de  los  caudillos  a  la  luz  de  sus  ancestros  los señores de la guerra, motivó a Octavio Bunge a escribir Nuestra América, en donde auscultó con rigor  la  triple  herencia  cultural  española,  india  y  negra.  El  fruto  de  la  mezcla  de  estos  tres elementos sería una disfuncionalidad psicológica, aunada a una carencia moral. En resumen, para Bunge el caudillismo o caciquismo es una anomalía localizable en los usos y costumbres de los pueblos, contra los cuales nada pueden las leyes tipificadas en las constituciones políticas de las naciones. Por su parte, el venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969) estaba persuadido de que el caudillismo es obra de la educación y producto de atavismos raciales, agravados por la falta de unidad  en  su  país  de  origen [3].  En  cualquiera  de  los  casos,  los  esquemas  de  reproducción  o “habitus”, en el lenguaje de del sociólogo Pierre Bourdieu, están implícitos.

 En  este  sentido,  si  lanzamos  una  rápida  mirada  al  nivel  educativo  de  algunos  caudillos seleccionados al azar, veremos que José Gaspar Rodríguez de Francia, el ‘dictador supremo’ de Paraguay entre 1811 y 1840, era doctor en teología y en derecho; como libre pensador admirador de Juan Jacobo Rousseau y de la  Revolución francesa, puso en práctica con mano de fierro sus ideas de progreso. Este singular y controvertido personaje, rehabilitado por Roa Bastos, en Yo, el Supremo,  erradicó  el  analfabetismo  y  encabezó  la  resistencia  a  la  política  expansionista  de  los países vecinos, contribuyendo a crear en el pueblo paraguayo una sólida conciencia nacionalista.

Simón Bolívar, quien pronosticó que América caería entre las manos de “pequeños tiranos casi imperceptibles, de todos los colores y de todas las razas”, organizó una expedición de Cuerpos del Alto y Bajo Perú, para deshacerse de ese “tirano que tiene aquella provincia no solo oprimida del modo más cruel, sino que la ha separado de todo trato humano, pues allí nadie entra sino el que  gusta su Perpetuo  Dictador” [4] . En el extremo  opuesto del Perpetuo Dictador, se  encuentran casos como el de Enrique Peñaranda, presidente de Bolivia, cuya madre declaró en una ocasión:

“si  hubiera  sabido  que  mi  hijo  iba  a  ser  presidente,  le  hubiera  enseñado  a  leer  y  a  escribir”[5].

 Las  obras  literarias  sobre  dictaduras  plantean  cuestiones  interesantes  sobre  las  relaciones entre  los  intelectuales  y  los  políticos.  La  novela  pionera  de  Ramón  del  Valle  Inclán,  Tirano Banderas  (Madrid,  1925),  escrita  luego  de  un  viaje  que  a  invitación  del  presidente  Álvaro Obregón  realizara  en  México  (1922),  resume  los  rasgos  de  los  déspotas  en  América  Latina.

Teniendo  como  escenario  un  país  que  bien  pudiera  ser  cualquiera  de  los  que  forman  parte  del subcontinente  de  principios  de  siglo  XX,  el  tirano  Santos  Banderas  es  un  indígena  ignorante, feroz y taciturno. También el dictador de García Márquez, en El Otoño del patriarca, proviene de los estratos populares y de escasos o nulos estudios. Alejo Carpentier se aparta de esta secuencia al  poner  en  escena,  en  El  recurso  del  método,  a  un  caudillo  ex-estudiante,  honesto  y desinteresado.  Luego  también,  el  premio  Nobel  Miguel  Ángel  Asturias  da  vida  en  El  señor presidente  (1946)  a  un  dictador  con  rasgos  de  Tirano  Banderas,  que  es  en  realidad  Estrada Cabrera (1857-1924), presidente de Guatemala entre 1897 y 1920; novela inspirada en recuerdos de  la  época  de  estudiante  de  Asturias.  Por  su  parte,  el  mexicano  Martín  Luis  Guzmán,  en  La Sombra  del  caudillo,  se  aboca  a  describir  la  decadencia  moral  de  los  nuevos  ‘revolucionarios’ que lo rodean, y no más sólo en la figura del dictador. Caudillos y dictadores, así como la sombra de ambos, han servido de musa a lo largo de siglo y medio a decenas de escritores, existiendo más de cien novelas y cuentos sobre el tema, de 1810 a 1969 [6] .

En el conjunto de obras de carácter histórico, así como en las obras literarias, los caudillos actúan  en  sistemas  políticos  descansando  en  mecanismos  de  exclusión.  El  historiador  Alain Rouquié  muestra  cómo  el  caudillismo  en  América  Latina  empezó  a  manifestarse  con  la descomposición del Estado, luego del hundimiento de las autoridades coloniales. El surgimiento de las nuevas naciones trajo consigo la incapacidad de las autoridades centrales para mantener su hegemonía en los territorios de su jurisdicción. Dicha incapacidad, aunada a la concentración del poder  y  a  la  existencia  de    estructuras  latifundistas,  constituiría  el  caldo  de  cultivo  para  la aparición  del  caudillismo[7].  Este  fenómeno  de  autoritarismo  tradicional,  explica  Gino  Germani, ocurre con mayor frecuencia en los pueblos donde aún no se consolida una conciencia nacional, y se produce con el apoyo de una parte importante de la población[8].


[1] Diccionario de la Real Academia Española, 2005.
[2] Ver sobre este tema: Carmen L. Bohórquez, “Caudillismo y modernidad en Laureano Ballenilla Lanz”, en Hugo Cancino  (Coordinador),  Los  intelectuales  latinoamericanos  entre  la  modernidad  y  la  tradición,  siglos  XIX  y  XX. Madrid: AHILA-Iberoamericana-Vervuet, colección: cuadernos AHILA, 2004, pp. 35-49.
[3] Devés Valdés, Eduardo, De Ariel de Rodó a la CEPAL (1900-1950), Editorial Biblos, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, pp. 68-74.
[4] Carta de José Antonio Sucre al general Francisco de Paula Santander, del 11 de octubre de1825. Citado por Roa Bastos, Yo, el Supremo, p. 324, pie de página.
[5] (citado por Pierre Vaysiere: 64).
[6] Pierre Vaysiere: 64.
[7] Alain Rouquié: 61.
[8] Gino Germani. Los límites de la democracia, p. 34.