Tuesday, May 25, 2010

Alfredo Jocelyn-Holt Letelier. La independencia de Chile: tradición, modernización y mito

Título La independencia de Chile: tradición, modernización y mito
Autor Alfredo Jocelyn-Holt Letelier
Edición 2
Editor Planeta/Ariel, 1999

pp. 46 a la 105

Las Reformas Ilustradas Borbónicas. 

Hacia 1700 los atributos esenciales del Estado colonial estaban configurados: una estructura piramidal presidida por un monarca, un sistema administrativo imperial, la sucesión dinástica, reclamaciones patrimoniales sobre territorios ultramarinos, el derecho de patronato respecto a la Iglesia, una distinción entre autoridades peninsulares y locales, su organización en cuerpos colegiados, una división entre funciones legislativas y administrativas, y la calidad de apéndices asignada a las Indias. Estas ideas fundacionales no serían cuestionadas por cerca de trescientos años, hasta la Independencia, cuando fueron, salvo una o dos excepciones, simplemente erradicadas del subcontinente americano. Es comprensible, por lo tanto, que hoy en día remontemos los orígenes de los estados modernos de Hispanoamérica a este especie de borrón y cuenta nueva radical. El liberalismo y el nacionalismo todavía suscitan lealtades históricas fuertemente arrai-
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gadas y las transformaciones que tienen lugar entre 1810 y 1830 tienden en general a justificar dichas lealtades. Sin embargo, existe cada vez más conciencia de que antes de esta notable revolución, los dominios americanos experimentaron una transformación política igualmente profunda durante el siglo XVIII.

Por eso se pensaba que España debía despertar de este decaimiento progresivo, y debía tratar de recuperar lo perdido, concentrando simultáneamente su atención tanto en su punto más débil como en su activo más fuerte: los enormes recursos de Hispanoamérica sin los cuales era impensable un resurgimiento., y cuyo potencial aparecía cada vez más atractivo para las aspiraciones predatorias de otras naciones.47

De modo que el objetivo que inspiraba estas reformas erar enteramente auto-referencial. Fueron diseñadas para intensificar el control español, no para soltar amarras. Incluso algunos autores han sugerido que la intención primordial era lisa y llanamente «reconquistar» América.2 La riqueza del continente debía ser explotada en forma más eficiente. Había que minimizar los peligros externos, y los grupos de interés local cada vez más pudientes, leales en lo político pero promiscuos en lo comercial, debían ser objeto de un mayor control. Se pensaba que con una mayor centralización, un fortalecimiento militar más intenso y una re-
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caudación tributaria más eficiente, se revertiría la ola de decadencia. Las reformas administrativas persiguieron dos fines fundamentales: dividir territorialmente un imperio cada vez más difícil de gobernar, y centralizar su administración. Estos objetivos motivaron la creación de dos nuevos virreinatos, el de Nueva Granada (1717,1740) y el del Plata (1776); ambas creaciones pretendieron reducir los avances de tipo militar y comercial por potencias extranjeras en territorios hasta entonces periféricos. La introducción de intendentes y subdelegados se inspiró en este mismo fin.4 El sistema de intendentes, además, concentró en una sola autoridad responsabilidades militares, financieras, judiciales y las relativas a la Iglesia. El hecho de que los intendentes dependieran directamente de la Corona sin tener que pasar por jerarquías intermedias, por ejemplo los virreinatos, sirvió para acentuar aún más esta centralización.
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El Otro mecanismo de centralización empleado fue la vasta burocracia imperial. Una transformación profunda de las instituciones metropolitanas a cargo de las Indias tuvo lugar durante todo el siglo. Felipe V inició el proceso al crear la Secretaría de Marina e Indias (1711), ministerio que asumió casi todas las responsabilidades asignadas previamente al Consejo de Indias y a la Casa de Contratación. En 1717 la Casa de Contratación fue transferida a Cádiz reduciéndose aún más su poder. En ambos casos se pensaba que las anteriores instituciones se habían vuelto demasiado representativas de los intereses de comerciantes criollos. 

Un segundo ministerio fue creado en 1787 para supervisar asuntos jurisdiccionales tanto civiles como eclesiásticos; finalmente, tres años más larde, los asuntos americanos fueron incorporados completamente a la burocracia metropolitana al ser abolidos los ministerios al cuidado de las Indias y sus funciones redistribuidas entre las Secretarias de Asuntos Externos, Guerra, Marina, Justicia y Finanzas, a cargo de aspectos tanto peninsulares como ame-ricanos. Hispanoamérica dejó de ser un dominio colonia! con administración autónoma, lo que había distinguido al Estado Habsburgo, y pasó a ser una mera extensión provincial de España. El proceso de centralización se había terminado.

La consolidación de una burocracia imperial interesada eri concentrar poder no se limitó, sin embargo, a la Península. Durante todo el siglo XVIII, al otro lado del Atlántico nos encontramos con un aparato administrativo cada vez más amplio y poderoso. El número de audiencias aumenta; se establecen tribunales comerciales o consulados en todo el continente; surgen contadurías mayores, casas de moneda y aduanas en las colonias más apartadas; se fundan universidades en las principales ciudades. Pero aún más importante es el surgimiento de una nueva especie de funcionario civil imperial, los hombres que darían vida a este edificio corporativo. La burocracia local comienza a ser dirigida por funcionarios asalariados y de carrera, preferentemente peninsulares, evitando así el tipo de penetración criolla que tuvo lugar luego de la venta de cargos públicos ocurrida durante el siglo XVII.

Las reformas militares profundizaron algunos de estos mismos aspectos. Una serie de mejorías comienza a tener lugar con posterioridad a la Guerra de Siete Años (1756-1763), y durante la década de los ochenta al establecerse las intendencias. Se aumenta la frecuencia de inspecciones regulares, se reorganizan las milicias locales, el número de alistados aumenta, ciertos puntos estratégicos en América se fortalecen, y se recurre a regimientos de ultramar enviados periódicamente a lugares donde surgen problemas de tipo interno o externo/
Lo que se pretendía era profesionalizar lo militar. Las obligaciones militares de índole voluntaria y el enganche arbitrario fue-
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ron reemplazados por un servicio regularizado. Paulatinamente, los civiles dejan de tener obligaciones militares, mientras lo militar se vuelve más funcional y diferenciado: las ciudades pierden su apariencia de fortaleza, la ciudadanía se desprende de su carácter de pueblo en armas, y el destacamento militar pasa a distinguirse del resto de ¡a población mediante fueros, y una vida centrada en cuarteles.8 En cuanto a la división entre criollos y peninsulares dentro del mundo militar, ésta se asimila a lo ocurrido en la burocracia. De hecho, se observa una creciente discriminación en el otorgamiento de rango militar.

Finalmente, hacia fines de la década de 1770, la Corona optó por «liberalizar» el comercio entre España y América. La intención detrás de esta medida no fue tanto innovar como implementar una política uniforme. Se generalizó la apertura de nuevos puertos ibéricos al comercio recíproco con América, medida puesta en práctica previamente en el Caribe. La introducción de navios de registro puso fin al resto del antiguo sistema de flotas. El monopolio de Cádiz sobre autorizaciones navieras dejó de existir. Los derechos aduaneros disminuyeron y se le dio a las manufacturas españolas un trato preferencial. El Reglamento de Libre Comercio de 1778 se encuadró en estos términos. La apertura del comercio colonial a comerciantes extranjeros no estaba contemplado; el libre comercio no pretendía ser un comercio universal. De hecho, la intención era precisamente lo contrario: disminuir el contrabando existente, incentivar la producción española y la actividad marítima; permitir una mayor competencia, y canalizar todo el comercio extranjero a través de intermediarios españoles. De más está decirlo, al igual que las otras reformas, las políticas económicas reflejaron una preferencia clara tendente a favorecer el poder, control y riqueza de la Península.52

Chile Borbónico

Durante el siglo XVIII, los territorios que posteriormente vendrían a ser Chile republicano experimentaron el mismo tipo de reformas ejecutadas en el resto de Hispanoamérica. En general, el balance de estas reformas, en el caso chileno, fue bastante positivo. Gracias a ellas, Chile comenzó a perder parte de su carácter periférico y fronterizo. Logró un grado considerable de autonomía política y económica, especialmente respecto del Virreinato del Perú. Se volvió más autosuficiente. La administración local
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asumió un perfil institucional inexistente hasta entonces, y comenzó a extender su alcance a otras esferas y actividades que se beneficiaron por dicho proceso. Además, la moderación en la aplicación de estas reformas y su recepción atenuada por parte de la élite, fue creando las bases de una concepción transaccional de la política altamente instrumental para la posterior transición de colonia a gobierno republicano.

Hasta principios del siglo XVIII, Chile efectivamente era un lugar remoto, olvidado, marginal a los intereses españoles." Diversos factores explican este fenómeno. Desde luego, tenía muy poco atractivo económico. La población nativa era proporcional-mente menor a la de otros lugares de Hispanoamérica v notoriamente menos dócil. Poseía recursos minerales, pero su potencial difícilmente se comparaba con la extraordinaria riqueza minera hallada en Perú, Alto Perú y Nueva España. Más aún. el Valle Central y el Norte Chico, las regiones más aptas para la agricultura, se encontraban aisladas geográficamente; los Andes y el desierto de Atacama dificultaron un acceso más fácil. Además, no existían culturas pre-colombinas sofisticadas capaces de atraer la fantasía de aventureros. Estratégicamente, era quizáz muy importante para la deíensa del Perú, sin embargo requería menos atención que otros puestos de avanzada; el Plata, por ejemplo, flanqueaba un interior de enormes dimensiones y estaba seriamente amenazado por ingleses y portugueses, mientras Chile defendía una zona más remota, el Pacífico Sur, de ataques piratas, a lo sumo esporádicos.' Por último, hasta mediados del siglo XVII, el territorio sur de Chile sufría hostilidades periódicas a manos de los indios araucanos, agobiando a la Corona con gastos humanos y financieros cuantiosos. En general, como colonia, era poco atractiva, improductiva y costosa. Podía ser descuidada pero no abandonada; merecía algo de atención, pero sólo marginal mente.
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Las reformas y los cambios producidos durante el siglo XVIII no alteraron completamente este cuadro, pero sí ayudaron a resolver algunos de los problemas existentes. La transformación más fructífera a largo plazo para Chile fue el cambio en el equilibrio geopolítico y comercial acaecido en el subcontinente, consistente en la apertura de la ruta comercial alrededor del Cabo de Hornos, la presencia de contrabando en las costas del Pacífico, la disminuida importancia de Lima, y el ascenso rápido de La Plata como foco comercial alternativo.                                              

El realineamiento que tuvo lugar en el subcontinente fue gradual: demoró todo el siglo. Este proceso puede trazarse paso a paso en función de las distintas reformas comerciales y administrativas de los Borbones. El más perjudicado resultó ser el asiento virreinal de Lima, y las más beneficiadas fueron aquellas áreas anteriormente bajo su jurisdicción en los siglos precedentes- Fue el caso de Nueva Granada, virreinato desde 1739, y en cierta medida también el de Venezuela y Chile. Pero sin duda, el surgimiento de La Plata constituyó la manifestación más profunda de este cambio, y Buenos Aires, el que cosechó más del declinar de Lima. Los beneficios obtenidos por Chile de este realineamiento deben ser vistos por lo tanto a la luz de este proceso dual que involucra el descenso de Lima y el ascenso paralelo de Buenos Aires; de modo, que necesariamente debemos comenzar aquí antes de referirnos a la evolución de Chile durante el siglo XVIII.

Desde un comienzo La Plata, el interior para ser más exacto, minó el poder de Lima. Una serie de villas —Santiago del Estero, Córdoba, Tucumán, Salta y Jujuy— surgieron a fines del siglo XVI a fin de abastecer al Alto Perú de productos agrícolas. Intentos para desarrollar asentamientos costeros y suministrar a esta extendida colonización interior una salida al Atlántico fueron constantemente resistidos y frustrados por los poderosos comerciantes limeños. Sin embargo, ya a fines del siglo XVII el comercio ilícito, la caída de la producción de plata en Potosí, y la amenaza creciente de los portugueses de Colonia do Sacramento (1713 y 1763), desvirtuaron todos los intentos previos por controlar y posponer a Buenos Aires. El asiento de esclavos, concesión hecha
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a Inglaterra entre 1713 y 1739, también resultó preocupante para Lima. En adelante, Buenos Aires se constituiría en primera prioridad para la metrópoli, a pesar del daño que podía infligir al Perú.

Paralelamente al desarrollo atlántico, Lima debió enfrentar ciertos cambios en el Pacífico, producidos por el mayor uso de la ruta austral. El Cabo de Hornos fue abierto al comercio por navieros franceses a principios del siglo XVIII como consecuencia de la Guerra de Sucesión y de la nueva alianza entablada con Francia. En un principio se permitió extraoficialmente su uso, por estar aún vigente el sistema de flotas entre Callao, Portobelo y Cádiz; sin embargo, el comercio de contrabando cundió rápidamente. En efecto, el contrabando proporcionó a Concepción y Valparaíso un impulso altamente significativo, despertando fuertes resentimientos por parte del Callao. Con el correr del tiempo
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la situación se agravaría. En 1740 la ruta tuvo que ser abierta oficialmente a naves españolas. Hacia ese entonces, el contrabando estaba saturando el mercado chileno; Fortobelo había sido arrasado por los ingleses (1739); la ruta comercial del norte y el comercio del istmo que monopolizaba Lima estaban en ruinas; y se hacía necesaria y urgente la política de navios de registro —en operación entre Buenos Aires y Europa con una extensión por tierra hacia Chile (1722)— a fin de que la metrópoli, no sólo Lima, pudiera continuar ejerciendo control y obtuviera algún provecho de este comercio. A fines de la década de los setenta, Lima perdió la última partida en este asedio a dos flancos. Se estableció un nuevo virreinato en La Plata (1776) y fueron levantadas por el decreto de 1778 todas las restricciones aún existentes impuestas a Buenos Aires y a Chile con respecto a su comercio intercolonial y con la metrópoli.

Los problemas inferidos al Perú por Chile a causa de este
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realineamiento eran en realidad muy serios. Más serios aún si tenemos en cuenta que a partir de 1687 Chile se había transformado en el principal proveedor de trigo para el mercado peruano-ls Esta relativa ventaja comparativa de Chile se sumaba a las nuevas presiones que podían ejercer Valparaíso, Concepción y Santiago. Desde luego, ya no tenían que depender de Lima y del sistema de flotas para abastecerse o vender sus productos ahora que el contrabando y los navios de registros habían debilitado el monopolio del Callao en el Pacífico. Además, estos centros, fácilmente saturados, podían inundar con sus excedentes al Perú una vez satisfecha la demanda focal, molestia constantemente denunciada por Lima. Por último, se repetía el mismo esquema en lo referente al tráfico terrestre entre Lima y Buenos Aires, en el cual Santiago jugaba nuevamente un papel intermediario relativamente débil pero potencialmente disruptor.

En suma, el electo que tuvo para Chile el declinar de Lima y el ascenso de Buenos Aires fue crucial. Amplió el creciente distanciamiento entre Chile y Perú sin romper completamente una relación de dependencia reciproca. Disminuyó el carácter periférico de Chile. Le dio una orientación hacia el Atlántico mediada por Buenos Aires que en adelante tendría una trascendencia comercial y cultural decisiva. Además, permitió que Chile ejerciera un papel intermediario en un esquema triangular clásico en virtud del cual el tercero más débil logra cierta autonomía oponiendo a los otros dos más fuertes. Y proporcionó una vía comercial y de comunicación sin ningún costo político para Chile.             

La creciente autonomía chilena del Perú no fue sólo consecuencia del realineamiento comercial. El reordenamiento jurisdiccional y administrativo fue igualmente influyente. Fruto de ello, Chile adquirió una configuración territorial distintiva, esta-
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blecio una conexión mas directa con la metrópoli, y obtuvo una estructura institucional a la vez expansiva y más especializada. " La consolidación territorial fue especialmente significativa" De hecho, hacia fines del siglo XVIII, lo que constituiría el núcleo central de Chile hasta más allá de mediados del siglo XIX, estaba claramente definido; lo mismo se puede decir del carácter compacto de su territorio. Obviamente, esto significaría una gran ventaja para la nueva república. La nueva nación no necesitó comenzar su vida independiente debiendo consolidarse geográficamente; o más importante aún, transitando por una etapa preliminar en la cual diferentes regiones se enfrentarían unas a otras a fin de constituirse en el centro hegemónico, dos problemas que atormentaron la evolución política de algunas otras naciones hispanoamericanas.20 Por más de cien años (1776-1881) toda la atención y recursos convergieron en un territorio relativamente pequeño y fácil de manejar, un tercio del Chile actual: una superficie no superior a 1130 kilómetros de largo (27.° S a 37.° S) y aproxi-
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madamente 160 kilómetros de ancho en su punto más extenso.

Un número de medidas administrativas emprendidas por la Corona durante el siglo XVIII produjeron este carácter nuclear de Chile. La creación del Virreinato de La Plata le restó a Santiago la jurisdicción ejercida previamente sobre la región transandina de Cuyo. Ya con anterioridad Valdivia —una importante plaza militar situada al sur de Arauco— había sido segregada administrativamente nombrándose un gobernador especial. Y en 1768 Chiloé, aún más al sur, fue sujeto a supervisión directa por parte del Perú. Este tipo de contracciones territoriales normalmente tienden a ser debilitantes, sin embargo en este caso resultó todo lo contrario. Estas medidas fortalecieron a Chile alivianando a la zona central de responsabilidades potencialmente gravosas.

Por tanto, cualquiera que haya sido el costo en términos de
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superficie territorial, éste fue compensado por el carácter compacto logrado, lo cual redundó a su vez en un mayor control administrativo e incluso en transferencia de costos, lo último a expensas del Virreinato del Perú.
La otra medida que desató los vínculos chilenos con Lima fue la ejecución, a partir de 17S6, de la Ordenanza de Intendentes. Ya hemos señalado cómo el sistema de intendentes tuvo un efecto deseentralizador con respecto a los virreyes al acentuar relaciones más directas y cercanas con la metrópoli. Lo mismo ocurrió en Chile. Pero el golpe final inferido a Lima en este sentido tuvo lugar en 1798 cuando se otorgó a Chile la calidad de Capitanía General. Significó el fin de toda subordinación formal vis-a-vis el Virreinato, y la prohibición impuesta a Lima de intervenir en asuntos chilenos y en los enfrentamientos que todavía conti' Miaban esporádicamente en Arauco, a menos que la situación fuera tan grave que se hiciera necesaria su intromisión. Hacia ese entonces, Chile finalmente había alcanzado su mayoría de edad.


Esta creciente autonomía comercial, administrativa y territorial de Chile tendría su precio. Hemos visto cómo un aumento en demandas fiscales era parte integral del programa de reformas. Chile no podía ser una excepción a la regla general, cualquiera que haya sido su pobre historial autofinanciero en el pasado. La Corona no iba a dejar pasar la oportunidad sin exigir lo que a ella le correspondía. Por lo tanto, se aplicó el mismo tipo de presión tributaria ejercida en otras partes de América. Se establecio un estanco sobre la distribución y venta de tabaco; azogue y pólvora, ambos básicos para la minería, también fueron sujetos a monopolio estatal. Una institución especial, la Contaduría Mayor, fue establecida en 1768 a fin de hacer más efectiva la recaudación de impuestos y erradicar la corrupción, tareas previamente asignadas a agentes virreinales. El impuesto de compraventa o
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alcabala, hasta entonces rematado por recaudadores privados, cayó bajo supervisión directa de la Corona en 1776; lo mismo ocurrió con los impuestos de almacén y de pulpería. Por último, la práctica tradicional de exigir préstamos o donaciones ocasionales continuó, como también la recaudación del diezmo. Paliativos en esta materia casi no hubo. Obviamente esto suscitó una creciente preocupación local toda vez que la Corona contaba ahora con una máquina profesional eficaz, capaz de aplicar, se temía, nuevos impuestos en el momento que lo estimara conveniente. Dicha preocupación se transformó rápidamente en reacción. El rechazo local se hizo sentir varias veces durante las décadas de los cincuenta y sesenta, y nuevamente en 1776. Sin embargo se trató de una oposición moderada. En ningún caso se dio una situación comparable a las experimentadas en Nueva Granada y en Perú. Así y todo, hasta cierto punto se podría incluso argumentar que fue una oposición exitosa. El estanco del tabaco debió ser reintroducido luego de haber fracasado en su primer intento de ejecución, y el Cabildo logró ciertas transacciones de parte de las autoridades fiscales. De este modo el efecto global negativo fue aminorado. A final de cuentas la Corona obtuvo lo que perseguía —medidas como el estanco eventualmente fueron puestas en práctica— pero no sin antes habérsele arrancado ciertas concesiones.

En efecto, en Chile la reforma fiscal produjo resultados mixtos para la Corona. La forma relativamente moderada y gradual como fue aplicada impidió rendimientos mayores, aun cuando el peso financiero asumido por Lima fue reducido." La corrupción disminuyó, pero no fue enteramente erradicada. Una gran proporción de la riqueza, la derivada del contrabando, no fue fiscalizada; y finalmente, buena parte de los nuevos ingresos fueron empleados en Chile, en gastos administrativos, militares y obras públicas, quedando por lo tanto un remanente muy exiguo para
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llenar las cajas reales. 

La reforma militar fue fuente de mayores satisfacciones para / la Corana- Lo militar era el problema más importante enfrentado por España en Chile, en vías de ser resuelto hacia fines del siglo XVIII. Sin embargo, en la primera mitad del siglo la situación no i podría haber sido peor. La tropa estaba mal equipada e indisciplinada, pues siendo demasiado numerosa era difícil de controlar.'" Y aun cuando la guerra de Arauéo había llegado a un cierto impasse, la incapacidad de terminar completamente más de dos siglos de conflicto era desmoralizante y costoso. Los gastos militares alcanzaban a casi la mitad de las expensas totales, y debían ser pagados por Lima. Esto en sí mismo era fuente de constante tensión para todos los involucrados, no sólo los limeños. Retratos en la llegada del situado, supuestamente anual, si llegaba del todo, eran frecuentes; existía siempre la posibilidad de que se redujera, y las resultantes recriminaciones mutuas entre Chile y el Virreinato agravaban aún más los otros problemas pendientes entre ambos. De modo que las reformas ejecutadas en la decada de los cincuenta y sesenta no podrian haber llegado en un mejor momento.

Hacia fines del siglo la situación militar había mejorado sustanciaImente. En 1753 las dimensiones dehejército permanente habían sido reducidas d ras ticamente a la mitad, medida deseada por las autoridades. Una década después se contaba con unidades mejor adiestradas. El estanco del tabaco financiaba los gastos militares disminuyéndose la dependencia del Perú; y la política combinada de entablar parlamentos con caciques indígenas junto con mejorar la eficiencia del aparato militar, reportaba dividendos. De hecho, a partir de 1683 el conflicto con los
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araucanos eslaba casi totalmente controlado. Incidiría en esto la mutua interdependencia que se había ido desarrollando en la zona fronteriza y e! mejoramiento del aparato militar. Adicionalmente, las milicias habían sido reforzadas, y reorientadas hacia nuevas tareas de vigilancia rural y urbana. Chile, por tanto, llegó al fin de siglo más fuerte que nunca, debiendo afrontar menos presiones de orden financiero-mi litar, una recuperación notable si recordamos el triste estado inicial.

Un Estado Embrionario 

La ejecución de estas políticas militares y fiscales, de por sí pro fundas y acuciosas, manifiesta una transformación estatal aún mayor durante el siglo XVIII. Pone en evidencia la creación de nuevos órganos administrativos, el surgimiento de instituciones embrionarias, y la aparición de una nueva élite burocrática con funciones especializadas y con una actitud enteramente novedosa hacía el Estado y el poder. En efecto, estamos frente una nueva infraestructura política capaz de introducir e implementar nuevas políticas y mantener a la vez una dinámica sostenida de cambio.      

Seis instituciones de primera importancia fueron creadas durante el siglo XVIII, específicamente: la Diputación de Comercio (1736), la Casa de Moneda (1743), la Universidad de San Felipe (1758), la ya mencionada Contaduría Mayor (1768), el Tribunal del Consulado (1795) y el Tribunal de Minería (1802). 

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Ahora bien, fue en las ciudades más grandes, especialmente" Santiago, donde el Estado obtuvo el máximo de provecho de la nueva política urbana. Las ciudades mayores ofrecían un escenario ideal donde hacer visible su nuevo poder. Aquí se podía exhibir sin mayores impedimentos y a gran escala su espíritu filantrópico. Sabemos que la construcción de la Casa de Gobierno en la Plaza de Armas (1714), la imponente Moneda ubicada muy cerca (1743-1805), los edificios del Tribunal del Consulado y de la Real Aduana, el Puente de Cal y Canto (1765), la terminación de la Catedral, la constnicción de varías parroquias, y los Tajamares (1804), suscitaron en el vecindario un fuerte orgullo cívico; estas obras, imponentes para los estándares de la época, eran pruebas fehacientes del progreso y riqueza recientemente logradas por el reino. Y aun cuando resulta difícil probar si estas obras efectivamente ayudaron a elevar la conciencia política o sirvieron para aumentar las expectativas vis-a-vis el poder del Estado, su efecto en este orden no parece haber sido insignificante. 65-66

Encontramos también un prurito intervencionista y racionalizador en el anhelo constante por establecer restricciones estatutarias para todo tipo de actividades sociales. Un buen ejemplo es el extraordinario número de decretos relacionados con esparcimiento público y consumo conspicuo. Lo que ocurre aquí es que el Estado adopta un papel de vigilancia paternalista inspirado en un principio rector en virtud del cual el gobierno existe no sólo para ejecutar y administrar las leyes, asegurar la paz, el orden y la prosperidad, sino además debe proveer líneas directivas, valores cívicos y un decoro ético mínimo, propio a todo pueblo civilizado. 66

Sin lugar a dudas la reglamentación de índole económica constituyó el ejemplo más frecuente de expansionismo estatal. Ya hemos mencionado las reformas tributarias y hemos visto cómo hubo un profundo interés por ordenar las relaciones comerciales y canalizarlas dentro de límites autorizados. Pero esto no fue todo. Diversas actividades que habían sido entregadas a concesionarios privados fueron sometidas a control de la Corona; por ejemplo, en 1768, el servicio de correo, administrado desde el siglo XVI por la familia Carvajal, revirtió a manos de funcionarios rea' les. En la mayoría de los casos, sin embargo, nd fue necesario cambiar el sistema existente. De hecho, la administración sienv pre fue intervencionista; bastó con acentuar el mismo camino.              
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El intervencionismo económico no estuvo únicamente restringido a lincas preceptivas. Varios gobernadores y funcionarios del Chile borbónico concibieron al Estado como un agente activo estimulador y creador de riqueza. Ambrosio O'Higgins introdujo el cultivo del algodón y del Azúcar en Copiapó, Htiasco y La Serena, cáñamo en QuiIlota y arroz en Aconcagua; esfuerzos similares se hicieron para plantar lino y viñedos en los valles del Maule y Biobío. A íin de estimular el interés privado, las autoridades crearon todo tipo de incentivos, subsidios tributarios y medidas proteccionistas. Apoyo gubernamental en este mismo sentido estimuló el comercio con la metrópoli a donde se exportaron productos mineros, cueros y lana; y es evidente que obras de gran envergadura como la irrigación de buena parte del valle de Santiago, mediante la construcción de un canal que conectaría los ríos Mapocho y Maipo, habría sido impensable sin estimulo oficial. 

Anteriormente hicimos alusión a otro aspecto del Estado absolutista borbón, a saber, su tendencia a neutralizar a todos sus posibles competidores y a transformarse en el único poder político existente. Esta aspiración está detrás del intento por romper toda influencia ejercida por parte de la élite local, pero también /¡gura prominentemente en la relación entre Estado e Iglesia. La Iglesia era, por supuesto, un bastión formidable. Poseía riqueza y prestigio. Mantenía vínculos muy estrechos con la sociedad criolla; educaba a la élite, su jerarquía local provenía mayori tartamente de las familias más encumbradas, y además ejercía una influencia sin parangón sobre el grueso de la población. Por último, su poder no se sustentaba únicamente sobre una base local; tenía el respaldo papal y de la cristiandad católica. La Iglesia, ante todo, ejercía una influencia moral y espiritual, y esto evidentemente no podía ser fácilmente obviado por el Estado.

Por lo mismo, ni confrontar a la Iglesia y pretender reducir Su enorme poder, el Estado asumió uno de los desafíos más difíciles y delicados imaginables. Corrió el riesgo de alienar a una institución ya consolidada, de extraordinaria magnitud y fuerza.

(el estado) Encaró nada menos que al principal defensor de la Corona hasta entonces. Su ataque estaba dirigido, además, a la institución que había diseñado la fundamentaron doctrinal del poder político tal como había sido entendido a la fecha. Ciertamente el terreno no era el más propicio. La Corona se arriesgaba a cuestionar su propia base de legitimidad. Atacar un elemento eje como la Iglesia exigía crear un marco político enteramente diferente al conocido. La autoridad debía comenzar por buscar nuevas bases de legitimidad fundamentadas en otras premisas que las religiosas. El absolutismo tendría que compensar la pérdida de un fuerte aliado, y la tradición apoyarse en nuevas justificaciones quizás más débiles.

La Corona aplicó en Chile la misma política para con la Iglesia impuesta en el resto de Hispanoamérica. Medidas de corte legalista fueron acentuadas. Un mayor número de asuntos eclesiásticos se vieron incorporados a la matriz administrativa del Estado. Incluso se pensó llevar a cabo una reforma profunda del clero regular, pero a la larga se hizo poco en este ámbito. Sin embargo, se logró un remezón dramático con la expulsión de los jesuitas, alterando aspectos significativos de la vida colonial chilena 

 El derecho real de patronato continuó siendo ejercido a lo\ largo del siglo XVIII. En virtud de las facultades otorgadas a la \ Corona por el patronato, las autoridades locales proponían a Roma candidatos para los cargos de Iglesia, conocían y autorizaban todas las órdenes y documentos papales (exequator), fiscalizaban sentencias emanadas de tribunales eclesiásticos, recaudaban y administraban el diezmo, y en algunas ocasiones permitían que probables candidatos asumieran funciones en los obispados sin esperar su investidura formal. Varias de estas atribuciones se fueron ampliando; por ejemplo, se exigió el exequator no sólo para medidas administrativas sino también para documentos 

sobre asuntos doctrinales; además, al Estado se le permitió retener un porcentaje mayor de lo recaudado por el diezmo para cubrir los gastos de administración del mismo.
Se suma a todo esto, una serie de nuevas facultades que disminuyeron aún más el poder de las autoridades eclesiásticas. Se

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reglamentó el derecho de asilo, y se requirió aprobación previa por parte de la Corona para las visitas ad íimina. Además, las comunicaciones con Roma fueron objeto de una mayor supervisión por parte de las autoridades civiles, aumentaron las visitas fiscalizadoras ordenadas por la Corona, y la metrópoli convocó con mayor frecuencia a los consejos provinciales a fin de discutir asuntos eclesiásticos sobre la base de agendas pre-establecidas por funcionarios reales/"1 Pero quizás el cambio más ilustrativo tiene lugar en el pensamiento general sobre el patronato durante el siglo XVII. Si antes la tendencia predominante era visualizarlo como una concesión papal hecha a la Corona, con el tiempo comenzó a ser percibido más bien como una cualidad inherente del poder soberano del Estado. De más está decirlo, pero los gobiernos republicanos durante el siglo XIX concibieron el patronato exactamente en los mismos términos.


El reíormismo borbónico despertó resentimiento y hostilidad entre los chilenos al igual que en otros lugares de Hispanoamérica. La manera inflexible y severa con que fue a veces impuesto contrariaba los intereses locales y ofendía profundamente todo sentido de justicia. En ciertas ocasiones, como por ejemplo a raíz de las nuevas exigencias tributarias, los ánimos estaban tan alterados que hubo reacciones agrias; en cuatro ocasiones por lo menos la situación casi se escapó de las manos. Sin embargo, en ningún momento este resentimiento puso a la sociedad criolla y al gobierno en oposición irreconciliable, tampoco podemos hablar —en el contexto chileno— de criollos alienados por estas reformas.

En efecto, no existían suficientes motivos en Chile como para que la élite sintiera antagonismo hacia el gobierno. La administración del país había mejorado considerablemente desde comienzos del siglo. En general, las autoridades gobernantes en Santiago, durante todo el transcurso del siglo XVIII, fueron funcionarios modelos. Chile tuvo hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX gobernadores extraordinariamente brillantes en su desempeño. Consolidaron una paz y un orden desconocidos en el país. Además, durante sus gobiernos la economía experimentó un auge considerable. En general, hacia fines del siglo XVIII se logró aumentar la riqueza pública y privada, y el sistema paternalista trajo consigo beneficios e instituciones cuyo principal motivo era el progreso local de la sociedad.

Ciertamente hubo costos que asumir, pero a la larga, estos fueron compensados por una mayor prosperidad y orden. Sin duda las condiciones habían cambiado, pero ello no significaba que no pudieran ser utilizadas en beneficio local. Si se quería seguir ejerciendo influencia había que acomodarse al nuevo esquema político.

' Probablemente, el efecto político más perdurable del refor-mismo borbónico fue la extensión progresiva del Estado. El Estando mismo creció, tanto como su capacidad abarcadura. Se crearon nuevas instituciones imperiales, las otras ya existentes fue-
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ron reforzadas. Todo tipo de actividades sociales cayeron bajo el escrutinio estatal. Y por último, surgió una élite imperial a cargo del aparato administrativo que vino a controlar y a disputarle a los grupos dirigentes locales la enorme ascendencia que habían ido adquiriendo. Así y todo, estos nuevos fenómenos significaron un cambio cualitativo no necesariamente antagónico para el ámbito local. El reformismo borbón introdujo una nueva concepción política que eventualmente tendría consecuencias revolucionarias, a saber, que el poder —ya sea político, económico o social— deriva del Estado.

Esta nueva percepción del poder fue rápidamente asumida por ios grupos dirigentes criollos. Tomaron conciencia que el nuevo poder del Estado era, en verdad, formidable/ que cualquier tipo de confrontación—incluso la más fuerte—se enfrentaría ante una reacción aún más poderosa, y que todo lo nuevo no era necesariamente pernicioso. Crecientes exigencias imperiales que implicaban mayores fuentes de riqueza y prosperidad, imponentes obras públicas, mejores comunicaciones, cierta autonomía administrativa respecto de otras regiones dentro del imperio, y un aumento del comercio, obviamente no tenían por qué ser enteramente negativas. El nuevo Estado podía serles útil tanto a ellos i como a la Corona. El régimen imperante podía ser a la vez/ paternalista y benevolente, despótico e ilustrado, fuertemente absolutista pero también funcional a los intereses criollos.
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La élite dirigente

Existe un consenso unánime de que en Chile, el proceso de Independencia tuvo como actor o sujeto histórico principal a la élite dirigente. Se piensa también que la naturaleza relativamente pacifica y exitosa de este proceso —si lo comparamos con otros casos hispanoamericanos— se debió al papel protagónico asumido por ésta. La actuación de dicho grupo posibilitó el paso trascendental de una monarquía a una república en Chile en forma menos trastornadora. Hizo que buena parte del pasado español persistiera, permitiendo a la vez, reccpcionar y acomodar aquellos cambios necesarios que ayudaron a proyectar el país hacia un mundo nuevo y más moderno.

Tanto el período de Independencia, tema que aquí nos preocupa, como el período siguiente de consolidación del Estado liberal (1830-1870) son inexplicables sin un análisis acucioso del grupo dirigente. En ambos períodos, la política manifiesta un acentuado carácter oligárquico.2 Al examinar la historia política de
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inspirado en este afán por recuperar prerrogativas del poder central.

El efecto producido por estas medidas fue mixto. A través de ellas, la Corona retomó la iniciativa, y el Estado pasó a ser percibido como el encauzador de los procesos políticos, económicos y sociales. Para ello debió enfrentarse al poder criollo, el cual resistió los obstáculos interpuestos por la Corona. A diferencia de otros lugares de América, en Chile dicho enfrentamiento no significó alienar a los grupos locales. Esto se debió a la forma transaccional cómo se aplicaron las medidas reformistas, al aprovechamiento hecho por la élite de una serie de condiciones favorables, y a la enorme capacidad demostrada para acomodarse a las nuevas, limitantes impuestas por un Estado revitalizado. A la postre, dicha adaptación o cooptación por parte del poder local frustró el propósito original en su contra que inspirara las reformas imperiales, y posibilitó incluso lo que se pretendía evitar: su fortalecimiento como grupo dirigente.

En efecto, durante el siglo XVIII se consolida la élite dirigente que a su vez va a protagonizar la Independencia, élite difícil de caracterizar pero en la cual se constatan aspectos tradicionales y modernos que, en definitiva, la van a capacitar para enfrentar el futuro inmediato.
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La Ilustración en Chile

En los dos capítulos anteriores hemos visto cómo una serie de cambios promovidos por la Corona, durante el siglo XVIII, alteraron significativamente el curso histórico que se venía dando en Chile hasta entonces. Algo similar a lo ocurrido en el orden administrativo, económico y social tuvo lugar en el ámbito cultural. Al igual que en esas otras esferas, hubo cambios trascendentales acompañados por cierta acomodación y flexibilidad. La cosmovisión tradicional sufrió fuertes trastornos, pero a la larga se impuso un término medio que concilio lo nuevo con lo tradicíonal, aspecto clave sin el cual no podemos entender el desenvolvimiento posterior acaecido durante el período de Independencia.

En líneas generales, en lo cultural, el período pre-borbónico se caracteriza por un predominio cosmovisual cristiano-católico, efecto del enorme poder gravitante de la Iglesia. La cultura se asienta sobre una base local. Carece de una alimentación fluida proveniente de centros europeos. Y es notorio el débil papel jugado en esta esfera y época por el orden secular. Sin embargo, tal como en los ámbitos económico-social y político, la administración borbónica asumiría una actuación más protagónica y se esforzaría por controlar la iniciativa cultural durante el siglo XVIII.
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Durante el transcurso de dicho siglo se percibe en Chile una creciente presencia del Estado en materias culturales- Se introduce la Ilustración, a través de una variante oficial lo que impide un quiebre con la lealtad al orden establecido, aun cuando se ven alteradas las bases de legitimidad política. Se manifiesta además una mayor apertura a influencias de carácter no español. Y comienza a perfilarse un manejo propiamente ideológico en lo político, hasta ahora inédito, que denota un cambio cualitativo hacia un orden claramente más moderno.

La Cultura Pre-Ilustrada

En un comienzo, la cultura surgida en América es producto de un proceso complejísimo de transculturación en el cual se fusionan aspectos hispanos e indígenas. El encuentro del conquistador con un medio físico ajeno y con culturas autóctonas sobre las cuales no tenía antecedentes previos le exige adaptarse culturalmente a condiciones novedosas. Debe adecuarse a una fauna y flora poco familiar, a una geografía extraña/ a un régimen alimenticio diferente y a materiales que debe aprender a dominar. Se enfrenta a idiomas, religiones, estructuras de dominación y producción, en algunos casos bastante sofisticadas y difíciles de erradicar. De hecho, se apoya en este conocimiento indígena a fin de solidificar su presencia y supremacía, y por consiguiente afloran múltiples formas culturales mixtas, punto de encuentro entre dos tipos de culturas diferentes que logran complementarse.

Si bien se produce un sincretismo cultural que afecta a los dos polos en esta relación, el resultado final no es equilibrado. Este proceso de adecuación y adaptación cultural, paralelo, por lo demás, al de mestizaje racial, hace pesar el elemento hispano-occidental por sobre el indígena. 
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Debido a la fuerte impronta jesuíta, la cultura pre-ilustrada chilena ha sido caracterizada como barroca, tipología dentro de la cual efectivamente pareciera calzar.6 Esta cultura está permeada por una cosmovisión integrista, orgánica, en la cual cada parte se inserta dentro de una totalidad coherente. El arte, la ciencia, la religión y las formas de organización social participan de un proyecto globalizador. Esto explica la multiplicidad de inquietudes constatada en la producción cultural jesuita. Cada actividad es desarrollada autónomamente pero se incorpora a un plan o diseño más cabal cuya finalidad es la mayor gloria de Dios y el aprovechamiento del potencial humano natural. Ningún sector social está marginado de este proyecto; ningún ámbito cultural es despreciado culturalmente; no hay una jerarquización implícita que distinga lo culrurizante o académico de lo meramente popular. Actividades prácticas profanas como administrar una hacienda —y no hay que olvidar que la Compañía era «la mayor empresa económica existente en el país durante los siglos XVII y XVIII»— o bien tareas docentes elitarias y la propagación de la fe en las capas más bajas, todas ellas están imbuidas de un mismo cthos teleológico y sagrado. Se da una suerte de compartimentalización cultural, pero cada uno de los logros eventualmente converge en una proposición de orden colectivo, en una suma total envolvente.

Indudablemente, se trata de una concepción cultural barroca. No sólo porque ésta era la opción «oficial» española contrareformista, sino porque además se avenía con las necesidades y condiciones imperantes. Se ha dicho que el barroco es un fenómeno artístico que permite difundir una cosmovisión homogénea no obstante admitir diversidades locales.9 De ahí que congeniara perfectamente con la naturaleza plural del imperio español. Concillaba la inevitable heterogeneidad espontánea regional
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con el imperativo político unitario. Ahora bien, en un plano ya más formal, el barroco en la medida que no se atenía a padrones estrictos o a órdenes formales au tocón tenidos podía acoger con cierta facilidad el aporte cultural autóctono —negro, indígena, mestizo y criollo— agudizando aún más el proceso transcultural cumulativo ya aludido. Por último, permitía imprimirle a lo telúrico-sensual americano un sentido trascendente y salvífico militante, cristiano-occidental.

En el fondo, esta cosmovisión cristiano-barroca obedece a una concepción escolástica tardía, que por lo demás prima en el orden político-social. Según esta visión de raigambre aristotélica-tomista —expresada fundamentalmente por Vitoria, Suárez y Molina— la sociedad existe para que el hombre desarrolle su plena potencialidad humana, Este se inserta dentro de un orden objetivo y orgánico en el cual cada cosa y cada individuo tiene asignado un lugar específico. Lo humano participa de lo natural y éste a su vez se rige por lo eterno. Para ello el hombre está dotado de razón, cualidad que sólo se potencia en la fe y en la «gracia». Por último, el propósito social final al que debe propenderse consiste en la armonía natural entre las distintas partes constitutivas del todo, que en un plano político viene a ser el bien común, y a un nivel administrativo imperial se traduce en la adaptación de «un conjunto idiosincrático de naciones y pueblos a un orden moral universal.»> (morse.1982)

De más está decirlo, pero los puntos de contacto entre esta conceptualización filosófica y la cosmovisión cultural referida son múltiples. Ambos comparten un sentido comunítario-social, una percepción estructural orgánica -na tu ral, y un deseo de congeniar lo individual con lo universal, todo lo cual está revestido además de un significado religioso trascendente.

A modo de resumen, podemos decir que la cultura chilena comienza con la adaptación del medio natural e indígena por parte del orden predominante español- Adquiere una fisonomía eminentemente cristiana dada la importancia central de la Iglesia en
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esta sociedad fundacional. Se advierte una débil, por no decir inexistente, presencia secular; las únicas excepciones que confirman la regla son las escuelas creadas por los cabildos para enseñar a leer y escribir, y la enseñanza de oficios ofrecida por los gremios, dependientes también del cabildo. Se observa, además, una evidente gravitación hacia lo local en los contenidos temáticos de la literatura embrionaria aparecida en esta época; la guerra constituye quizás el principal tema de la poesía épica y de la crónica historiográfica, géneros en los cuales se alcanza un nivel bastante alto. Así y todo, va a ser lo religioso el elemento eje de esta cultura, y la orientación barroca-escolástica el elemento defi-:, nitorio cosmovisual, en gran medida debido al papel hegemónico que juegan los jesuítas en la producción artística, artesanal, literaria, educacional y teológica.                                        105

La Ilustración Borbónica

El orden cultura! gestado desde la Conquista también fue afectado por la ola reformista generada por la nueva dinastía borbónica. Tal como en los ámbitos político, económico y social, el impacto medular del cambio se centró en el papel preponderante del Estado. Si hasta ahora, su actitud había sido básicamente pasiva, asumiendo la Iglesia la dirección cultural, durante el siglo XVIII observamos una suerte de dirigismo cultural estatal que agudiza aún más el inevitable choque entre la anterior cosmovisión barroca y la nueva concepción ilustrada que se comienza a imponer «desde arriba».       105