Antonio Cornejo-Polar
"La "Invención" de las naciones hispanoamericanas. Reflexiones a partir de una relación textual entre el Inca y
Palma"
En: Discursos sobre la 'invención' de América Volumen 10 de Teoría literaria. (Editor) Iris M. Zavala, Rodopi, 1992.
pp. 139-142
¿Qué relación puede existir entre la re-escritura de un "cuento" que el Inca consigna en sus Comentarios en/por una de las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma con el tema de la "invención de América" que organiza los estudios recogidos en este volumen? Aparentemente ninguna; sin embargo, desde una cierta perspectiva, tal vez se pueda encontrar alguna vinculación y—tal vez—no sea irrelevante. Necesito hacer, para ello, unas pocas aclaraciones preliminares.
I
Leída hoy la tesis que O'Gorman sintetizó bajo la fórmula "la invención de América" resulta de verdad, y pese al magnetismo que emana de esa frase, muy poco conviencente; quizás no tanto por la función metafísica que le asigna a Europa (que atribuyó "un ser histórico"—en el fondo, escuetamente, un ser—a un "ente inventado" por ella misma), sino sobre todo porque supone que esa compleja operación se hizo íntegramente a partir de un "vacío originario" (O'Gorman 1958, 16, 75, 83). Por supuesto, no intento repetir el debate sobre estos temas, pero me interesa remarcar que en el mismo acto con que Europa "inventa" a América se está "inventando" también—y hasta con mayor eficiencia—a ella misma. Aunque la comparación sea algo abrupta por más de una razón, después de Oricntalism no cabe duda que la configuración de la imagen de otro es una de las estrategias más socorridas para definir la figuración de sí mismo (Said 1978), y en esto— como es claro—hay mucho más de servicio y de utilidad que de conocimiento.
Por lo demás, desde hace exactamente cinco siglos, Occidente no ha cesado de "inventar" a América. Bastaría recordar al respecto el copioso discurso científico de los viajeros europeos de los siglos XVIII y XIX y su decisiva influencia, inclusive en la formación de las autoimágenes americanas
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(Pratt: 1988); o las mucho meaos conspicuas "informaciones" que difunde cada dia la prensa occidental sobre la parte luso-hispana del continente americano, con tanta frecuencia definidamente destinadas no a conocernos sino a facilitar, mediante la comparación, casi inevitablemente prejuíciosa, la complaciente autoimagen "civilizada" de Occidente.
Nada de esto debería extrañamos demasiado. También los hispanoamericanos hemos ejecutado tenazmente la misma operación, aunque, como es obvio, cambiando de lugar las referencias y a veces complejizándolas con sutiles desordenamientos. Para poner un ejemplo poco problemático: la América arielista es impensable fuera de la oposición que enfrenta al espíritu sajón, obviamente también "inventado" como el otro con función definidora, y a! margen de esa "latinididad" americana—que es, fuera de toda duda, su más grande y gruesa ficción (Rodó: [19001 1976). Un caso más complejo es el de Sarmiento en el que el yo es casi siempre el deseo del otro o—más claramente— el deseo de ser como el otro (Sarmiento ([1845] 1977; Jitrik: 1977; Piglia 1980; Ramos 1989: I, I). Un otro tan inventado como los demás, por supuesto.
Naturalmente la identificación de si mismo en función de la imagen del otro podría no ser más que que el resultado de la lógica predominantemente binaria del pensamiento occidental3 (y hasta un juego poco comprometedor: **te invento para inventarme") si no fuera porque todo el proceso está inscrito y forma parte de una relación asimétrica del poder, relación en cuya base está la fuerza del sujeto social que enuncia la imagen del otro y su correlativa capacidad de convicción —que no es otra cosa que el poder de la imagen sobre el/la/lo imaginado. Como sujetos de la periferia, con experiencia acumulada por cinco siglos de historia colonial y neocolonial, no hay motivo alguno para insistir en esta materia.
II
Recientemente se ba puesto especial empeño en definir el carácter de "comunidades imaginadas" que tienen las naciones y en lo decisivo que es el lenguaje en todo ese proceso constitutivo (Anderson 1983). Tomando pie muy libremente en estas ideas, creo que cabría hablar de la índole discursiva de las naciones: no porque de una y otra manera no sean "reales", con la escurridiza realidad que tienen los objetos históricos (White 1978; De Certeau 1985), sino porque sus imágenes y autoimágenes, que es lo que ahora interesa, son el producto de complejos procesos lingüísticos, o mejor de extensas y sutiles semiosis, en las que el tejido de los signos va construyendo figuraciones más o menos fluidas y a veces contrapuestas entre sí. De esta manera, habría que habituarse a pensar la nación como una entidad en movimiento que además puede no tener una sola figura sino tantas como
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sujetos sociales la experimentan y la piensan. En buena parte de América Latina esos sujetos a más de representar intereses y cosmovisiones sociales relativamente definidos, suelen convalidarse como portadores de signos de identidad étnica. El caso andino sería emblemático a este respecto.
Por cierto, si estas imágenes funcionan sincrónicamente, coexistiendo varias a la vez, cada una de ellas supone—además—una conciencia específica del tiempo que les corresponde como historia. Cada cual forja su propia tradición; y esto—es bueno subrayarlo—en dos sentidos: como evolución de sí misma, con su historial de precursores gloriosos y de antihéroes, pero también como imagen histórica global de toda la nación. Por así decirlo, cada sujeto decide la historia que le corresponde, a la que pertenece y a la que se debe (Cornejo 1989, Int.). De nuevo, para abreviar, un ejemplo simple: muchos hispanistas imaginan que las naciones andinas comienzan con la conquista y todos los indigenistas encuentran las raíces nacionales mucho más atrás, en la época prehispánica.
En este orden de cosas, más que inventadas, las naciones son producto inestables de vastos y también inestables ejercicios sfgnicos, genéricamente discursivos, que socialmente suelen competir con los productos elaborados de la misma manera y sobre el mismo asunto por otros sujetos sociales. Ciertamente no es que las naciones no sean "reales" (insisto: lo son con la realidad que es propia de la historia) pero de ninguna manera son independientes de las operaciones discursivas que de una o de otra forma las producen. Radicalizando la propuesta: las naciones están hechas también (¿sobre todo?) de discursos.
III
Hasta hace muy poco, las naciones eran impensables sin el correlato definidor de su homogeneidad. Las nociones tradicionales acumulaban factores de unidad para concebir una nación de verdad: unidad de lengua y cultura, de experiencia histórica, de componente étnico, etc. etc. Los románticos sintetizaron el asunto recurriendo al "espíritu del pueblo" y generando grandes redes metafóricas —hasta hoy vigentes—que asocian nación, familia, filiación. El que esta unidad jamás se produjera, inclusive en el apogeo de los estados nacionales europeos, no fue suficiente para hacer variar tal paradigma; en el mejor de los casos, las fisuras de la homogeneidad eran interpretadas como carencias subsanables mediante políticas adecuadas, desde la extensión de los programas educativos uniformizadores o el desaliento al cultivo de las lenguas regionales (y a veces su perversa prohibición), hasta el establecimiento de sistemas de producción y mercadeo económicos fuertemente centralizados.
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En Hispanoamérica, contrariando las evidentes fracturas que trozaban internamente cada nación, se optó por el mismo modelo. En el siglo XIX y en una amplia primera parte del XX, la obsesión primaria fue la de la "integración" de cada uno de los países mediante políticas educativas de fin ¡clámenle aculturadoras, que se suponía terminarían por borrar las disidencias culturales (aunque esas disidencias correspondieran irónicamente a la mayoría de la población) o de manera más expeditiva mediante genocidios considerados oficialmente, sin mayor recato, como condición del progreso. Lo sucedido con indios y gauchos en el Río de la Plata es un ejemplo entre otros posibles. Se trataba, pues, de configurar naciones que no fueran algo así como un escándalo frente a lo que se suponía que eran las naciones europeas. En otras palabras, la idea subyacente era convertir lo heterogéneo y conflictivo, inclusive enconadamente belicoso, en un espacio homogéneo y de ser posible armónico.
Es también el momento en que en toda Hispanoamérica surgen los discursos propios de esa vocaciones de homogeneidad, aunque tal vez sea más exacto decir que fueron esos discursos los que crearon no sólo la vocación sino la necesidad social de esa homogeneidad (Ramos 1989). Los resultados casi siempre fueron catastróficos: del principio liberal según el cual los indios, como cualquier otro ciudadano, debían ser propietarios individuales de sus tierras, derivó—por ejemplo— uno de los más desvastadores ataques contra las comunidades indígenas (y todo lo que ellas significan cultural, social y económicamente) y la rápida expansión de las grandes haciendas que, muy dentro del esquema liberal, "compraban" la tierra a comuneros—en ese momento propietarios individuales—que jamás llegaron a saber que las habían vendido. Sarcástocamente, el gran discurso liberal de la igualdad entre los ciudadanos de una nación producía mayores y más agudas desigualdades.
IV
Ciertamente, si como quiere Anderson el lenguaje es factor decisivo en la constitución de las naciones como "comunidades imaginadas" y la homogeneidad de una lengua nacional resultaba ser un urgencia prioritaria. No me referiré al complejo caso rioplatense, en la que por un lado se combale las impurezas idiomáticas traídas por la inmigración y por otro se sueña con la creación de un "idioma argentino", por ejemplo, sino al caso andino—que en ciertos puntos es aún más turbadoramente complejo (Escobar 1972; Bailón y Cerrón [eds.] 1989).
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