Simplificando mucho, hay dos tipos de procesos sociales: en uno, los individuos y los grupos actúan en su mundo como algo ya dado. Por ejemplo, los campesinos del occidente cristiano medieval con respecto a su comunidad y a su señor; o los miembros de la élite de la Roma antigua con respecto a sus clientes y esclavos; o las familias de banqueros de la alta Edad Moderna con respecto a príncipes y reyes, etc. Todos ellos tienen una cosa en común: dejar fuera de su horizonte como móvil principal a la humanidad o a la sociedad concebida como un todo. No actúan para transformar sino que, dentro de la transformación, se limitan a ser lo que son. Por el contrario, lo que caracteriza a la época contemporánea es la insatisfacción ante lo inmediato y lo concreto. Es como si el campesino de la Edad Media se hubiese propuesto el crecimiento agrario, o el senador romano la democracia, o el banquero medieval el control de la inflacción y del crédito, como metas humanas beneficiosas en sí mismas. Esto es política en un sentido nuevo, “moderno”.
Lo anterior es tan general que exige algunas matizaciones.
En primer lugar, la humanidad ha sido reivindicada mucho antes de la época contemporánea, por ejemplo por las religiones universalistas. Una característica de muchos imperios antiguos, ha sido autoconcebirse en términos cosmológicos como el centro del mundo llamado a reunir a la humanidad, dispersa como consecuencia de algún castigo, accidente o catástrofe.
En segundo lugar, la humanidad ha estado ausente, como motivo principal, de muchos de los procesos de la época contemporánea. Por ejemplo, las innovaciones industriales no estuvieron estimuladas por el ideal del progreso, al menos hasta que éste se convirtió en la principal ideología del siglo XIX. Lo nuevo surge cuando el universalismo desborda los límites del mundo inmediato, cotidiano, de la gente común -aunque en su origen esta actitud se circunscriba a algunas gentes de la ciudad dedicadas a la cultura escrita, que empiezan a percibir su vida como parte de un movimiento humano más general. En último extremo, este salto está relacionado con cambios sociales estructurales que involucran ambas lógicas (como en el caso referido de los inventores durante la Revolución Industrial, movidos por el afán de reconocimiento, lucro, filantropía, etc.). En cualquier caso, aún con esta extensión del universalismo a la vida ordinaria de la gente, ésta sigue actuando dentro de su mundo próximo y particular, aunque sea en nombre de ese movimiento humano general.
En este sentido, no hay un empezar de cero. Del mismo modo que las dos lógicas están conectadas, también lo está el universalismo nuevo con el antiguo. Las antiguas cosmologías alimentan la modernidad. Por ejemplo, los modernizadores del imperio chino desde el siglo XIX hasta la República Popular, han reforzado el papel tradicional confuciano del “sabio”, del intelectual, como servidor de la comunidad y del Estado, por oposición al desarraigado, individualista, traidor, etc. Por no hablar de las múltiples conexiones entre socialismo y cristianismo o del anarquismo cristiano.
Esta extensión del universalismo se puede llamar también politización o modernización.
El papel del sector “culto” de la sociedad en la extensión del universalismo es fuente de malentendidos. No significa que las élites sean el motor de la historia, ni excluye otros factores, como la urbanización o la transición demográfica. En último extremo, estos procesos históricos que parecen impersonales también obedecen a la acción de sujetos movidos por una lógica particularista, como la crisis de los gremios o la diferenciación social entre campesinos ricos y pobres. La aportación fundamental de la inteligencia a la politización popular es un lenguaje y unas acciones desacralizadoras, que los de abajo interpretan en clave tradicional, moral, igualitaria, etc., para consternación de los de arriba, cuya principal preocupación es cómo controlar el proceso.
En la revolución francesa los de arriba tenían más ideas que organización. Como consecuencia de la desacralización de la monarquía y del orden social ligado a ella, se desencadenó un movimiento asociacionista, fundamentalmente urbano, en un contexto de crisis de subsistencias y de carestía. Surgieron organizaciones y líderes “modernos”, es decir, orientados también por móviles universalistas fuera del marco de la religión tradicional, es un espacio de tiempo asombrosamente corto. Esto dio a la respuesta a la crisis una densidad moderna: junto a los tumultos, los desfiles carnavalescos y los asaltos a panaderías, la discusión pública en los clubs y en las secciones de los barrios, como una nueva versión de los motines de subsistencia y de herejía social. Este movimiento desde abajo se vio contrarrestado primero con una dictadura asamblearia, después con un esbozo de poder ejecutivo. (el Directorio) y por último por un general.
La política moderna precedió así a las instituciones, los partidos y las asambleas modernas. Una vez establecidos éstos, las revoluciones tomaron otro cariz. Los móviles universalistas proclamados desde arriba iban a estar respaldados por realidades y no sólo por ideas o por un único modelo: Inglaterra. Así, cuando el partido bolchevique se hizo con el control de las grandes ciudades de la Rusia europea a partir de octubre de 1.917, pudo controlar a los soviets y a los sindicatos y disolver la Asamblea Constituyente, o sea, monopolizar el proceso de politización popular, algo que en la revolución francesa requirió los ensayos de la Asamblea Constituyente, la Asamblea Nacional, la Convención, el Directorio y los primeros tiempos del Consulado. Algo similar puede decirse de los comunistas chinos en su campaña de modernización, itinerante hasta 1.949, (con la diferencia de que Mao y sus partidarios intentaron, sin conseguirlo, basar el Estado en una permanente movilización popular desde arriba, primero rural con el Gran Salto Adelante y después urbana con la Revolución Cultural).
Como consecuencia de esto, la revolución francesa supuso un comienzo y las revoluciones rusa, china, cubana, etc., un final. La revolución francesa abrió una época marcada por las posibilidades derivadas de la politización popular (la popularización del universalismo de nuevo cuño), mientras que las revoluciones posteriores pudieron abortar estas posibilidades desde un principio, gracias, paradójicamente, a contar desde arriba con organizaciones ya modernas, y no sólo con el ejército y la administración monárquica. Por eso los revolucionarios rusos, chinos, cubanos, etc., pudieron lanzarse a ambiciosos ensayos de ingeniería social, creyendo que estaban transformando la sociedad cuando en realidad la estaban eclipsando. El resultado fue una nueva élite productora de consignas y cosmologías, sobre una sociedad aparentemente moderna pero interiormente parada.
Las esperanzas ligadas a la politización de la multitud también fueron abortadas por revoluciones de otro tipo (movimientos reaccionarios, fascistas, etc.), pero que compartían con los anteriores el hecho de contar con organizaciones modernas ya establecidas -aunque en este caso fueron muy importantes las instituciones del Estado, la clase política, el ejército, etc.- . El resultado también fue una suplantación de la sociedad. Hitler, Stalin o Mao podían entenderse tan bien por eso, aunque su universalismo, robado a la sociedad moderna, los enfrentaba como a emperadores antiguos.
Hubo lugares y momentos en que la sociedad pudo desplegar ese universalismo -consistente en la humanidad como preocupación-, no directamente, porque su espacio político ya había sido creado por la monarquía, sino indirectamente, de forma traumática en momentos de crisis como la revolución francesa, las revoluciones de 1.830, 1.848, 1.871, 1.905, etc., a través del asociacionismo y la acción y el débate públicos, o en la actividad ordinaria, en distintos movimientos ciudadanos, de solidaridad, etc.
Otro aspecto de la revolución es el Terror. En la revolución francesa el Terror tenía que ver con la unanimidad y con el fracaso, relativo, de las distintas formas de controlar el asociacionismo popular. El desacuerdo con la mayoría en reuniones públicas se equiparaba a traición. A su vez, los miembros de las distintas asambleas nunca estaban seguros de que la corriente no se volvería contra ellos: la discusión pública podía terminar en la guillotina. El terror también podía instalarse en la sociedad post-revolucionaria, como en la Unión Soviética de los años treinta (una sociedad que la industrialización y el Partido Unico parecían destinar a una nueva clase de técnicos y burócratas); o en la China de Mao, donde la aparición de una nueva élite urbana parecía cuestionar, no el crecimiento económico o el bienestar, sino la lucha de clases, por lo que había que movilizar al campesinado o a los estudiantes para salvar la Revolución. ¡contra el propio Partido y el Estado¡ También el régimen nazi se basaba en la imprevisibilidad de la moral y la voluntad “colectivas”, en una colectividad expropiada a sí misma en nombre de una verdad universal.
El universalismo da a la violencia social una densidad moderna sólo parangonable con las guerras de religión. El convencimiento nuevo de estar en posesión de una verdad social. La violencia social relacionada con el particularismo, por ejemplo la destrucción de títulos de propiedad feudales por los campesinos franceses durante el Gran Miedo, se reviste con el universalismo encarnado en la Asamblea Constituyente y la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano. Adquiere un sentido universal que puede ser apropiado en adelante por una minoría revolucionaria. Así, el movimiento social puede ser apropiado y dirigido a un fin, lo que permite prescindir de la realidad, por ejemplo del sufrimiento concreto.
De todas formas, la minoría nunca se apropia del sinfín de móviles particularistas y universalistas, a veces inexplicablemente entrelazados, de los sujetos. Robespierre no podía impedir que los campesinos ocultasen sus cosechas, ni Stalin conseguir que los obreros fuesen tan productivos como él quería, ni Mao convertir a los jóvenes Guardias rojos en revolucionarios y administradores experimentados. Tampoco podía erradicar la recalcitrante religiosidad del “pueblo” que acababa absorviéndolos en sus sistemas de devociones y creencias. Podían construir una sociedad gris, monocolor, de convencidos, etc., pero no apropiarse del ser humano en su complejidad. ¿Por qué queremos vivir, enriquecernos, disfrutar, aprender, cuáles son las raíces de nuestro querer?.
En otros casos, la apropiación del nuevo universalismo era menos evidente, sin revolución. Por ejemplo, la modernización económica, el lema “Fuerza y Riqueza” de la Restauración Meiji, el ideal europeo de la CEE, etc. Japón es un ejemplo de la compatibilidad entre modernización técnica y económica y valores tradicionales. El desarrollo tecnológico parece, una vez sentida su necesidad, disponible para aquellas sociedades mejor codificadas. La innovación tecnológica no supone una transformación profunda de la sociedad, al menos no hay una relación de causa-efecto inmediata. En este sentido, la modernización no garantiza la adopción mecánica del universalismo del que hablamos por la mayoría. Incluso cierta racionalidad económica se opone a la utopía en nombre de la eficiencia, el mercado, etc. Según esta versión de la modernización, cada uno actúa buscando su propio beneficio y como resultado surge la sociedad moderna. En cambio, el universalismo es un residuo del pasado, en que las grandes creencias movían -mejor dicho, paralizaban- a las sociedades.
Frente a esto puede objetarse que todas las sociedades, incluso hoy, buscan fundamentalmente satisfacer necesidades básicas humanas. Que dentro de estos límites es dónde se produce o no la modernización, que no es un resultado mecánico (aunque indudablemente haya una relación) de la innovación tecnológíca y del crecimiento económico. Y que más bien tiene que ver con el grado de autoconciencia colectiva que alcanzan los sujetos, como miembros de un grupo doméstico, aldea, ciudad, nación y/o humanidad. Según esta versión de la modernización, una sociedad es más moderna cuanto más cotidiana le resulta la humanidad en su vida diaria.
Otra cosa es que una minoría se apropie de este universalismo y trate de monopolizarlo y restringirlo, o que haya edificios modernos, autopistas y aeropuertos.
Aún aceptando la primera versión de modernización, parece que el carácter global de los problemas y las posibilidades actuales exige algún tipo de universalismo incluso más amplio, que no se limite a la humanidad sino que tenga como referente todo el sistema de vida.
Este universalismo ya no puede basarse sólo en el mercado (aunque el mercado a pequeña escala sea el medio más eficiente para la transmisión de información entre los agentes económicos). Tampoco basta el modelo keynesiano, basado en el equilibrio del precio de los factores básicos (trabajo, materias primas, energía) y en la expansión de la demanda de bienes de consumo duraderos; sin estos dos requisitos, las fuertes inversiones que exigen las grandes empresas de producción en serie son inviables debido a la incertidumbre. Por otra parte, las respuestas a estas crisis del fordismo basadas en la flexibilidad, la descentralización y las nuevas tecnologías (la revolución del sector terciario) no han roto con el paradigma que antepone el crecimiento a la satisfacción de necesidades. Adam Smith, Marx, Keynes, etc., pese a discrepar en aspectos como la distribución y la propiedad, coincidían en la idea de que una sociedad progresaba en la medida en que era capaz de acumular bienes y servicios útiles más que en la medida en que lograba definir y satisfacer necesidades (a muchas de las cuales, como la tranquilidad, la realización personal, etc., difícilmente puede asignárseles un coste en el mercado o mediante una planificación burocrática). Quizás es este tipo de universalismo el que ha entrado en crisis.
Tratando de encontrar una explicación a la Revolución Industrial, Joel Möquir apuntó la idea de que quizá, después de todo, lo que buscaba la gente al enriquecerse era mejorar sus relaciones con otros. La vieja lógica de la sociabilidad ya apuntaba por Aristóteles, habría seguido actuando si bien con medios tecnológicos y sociales mucho más poderosos. Por otra parte, estos medios habrían permitido estrechar el círculo social básico a la familia nuclear y algunos amigos, un número menor que las bandas de cazadores y recolectores. Fuera de ese círculo se debilitaba la reciprocidad. En este sentido la modernización tendía a excluir a la humanidad o a considerarla sólo como un concepto abstracto.
Entretanto, la convulsión de las instituciones políticas del Antiguo Régimen había abierto el cauce a un tipo de modernización distinta, no movida sólo por una lógica particularista (subsistir, enriquecerse, ser aceptado...), sino también por un tipo nuevo de universalismo, basado en la idea de humanidad, aunque su expresión inmediata fuese la comunidad política, la patria, la nación. Este universalismo en principio aparece en el discurso y la práctica de una élite “ilustrada”, pero, en un contexto de crisis, se extiende y contribuye a desacralizar el orden monárquico tradicional y con él muchos de los valores político-religiosos del viejo universalismo. De pronto mucha gente descubre en sus casas, sus barrios, su ciudad, un espacio público, o mejor aún lo crea. A partir de ese momento, el principal problema de la política profesional es encauzar ese movimiento, restringiéndolo, alentándolo en función de la “razón de Estado”. Entretanto prosigue la otra modernización, silenciosa, movida por la lógica de la sociabilidad.
Aunque la humanidad y el sistema de vida desbordan nuestra experiencia inmediata, uno de los efectos de la modernización silenciosa ha sido que decisiones y acciones aparentemente lejanas afecten a nuestra cotidianeidad, en forma de paro, deterioro del medio ambiente, violencia, etc. Una forma de afrontar esto es construir la democracia, aunque esto suponga seguir confiando aún durante algún tiempo en la minoría.
A modo de conclusión puede apuntarse que el proceso de colonización de la América española y la portuguesa, con todo su bagaje positivo de integración, y sin olvidar sus sombras, sentó muy pocas base para que una modernización semejante, política y social, pudiera darse una vez que emergen las sociedades y los Estados emancipados. No ya sólo porque las nuevas dependencias políticas y económicas, fundamentalmente respecto al mundo anglosajón, hipotecasen su futuro, sino y sobre todo porque sus propias estructuras sociales, excesivamente segmentadas, y sus Estados demasiado débiles, pronto presa de la oligarquía de la tierra, de los intereses foráneos firmemente establecidos en las ciudades y las capitales,y del caudillismo, no dejarán espacio para la emergencia de una auténtica sociedad civil, similar a las que a raíz de las revoluciones francesas y europeas, se irán asentando en el viejo y en el nuevo continente (en los EE.UU.). Esta es quizás una de las asignaturas pendientes más urgentes del antiguo mundo colonial americano, tanto español como portugués. Y para ello valgan como marco de reflexión todas las indicaciones apuntadas más arriba en este ensayo.
BIBLIOGRAFIA
CASTELLS OLIVÁN, Irene: La Revolución francesa (1.789-1.799). Madrid, Síntesis, 1.997.
LOCKHART,James; y SCHWARTZ, Stuart B. : America Latina en la Edad Moderna. Una historia de la América Española y el Brasil coloniales, madrid, Akal, 1992.
KING FAIRBAN, John: Historia de China. Siglos XIX y XX. Madrid, Alianza Universidad, 1.990.
PIORE, Michael J. & SABEL, Charles F.: La segunda ruptura industrial. Madrid, Alianza Universidad, 1.990.
TAIBO, Carlos: La Unión Soviética (1.917-1.991). Madrid, Síntesis, 1.993.
MOKYR, Joel: La Revolución Industrial y la nueva historia económica. Revista de Historia Económica, Nº 2, 1.987.