Saturday, May 8, 2010

LA SOCIEDAD CHILENA ENTRE SIGLOS (XVIII-XIX)



Los cambios que experimentaba Europa a finales del siglo XVIII se expandirían y repercutirían en nuestro continente, el cual dependía directamente de la monarquía española, cada vez más debilitada social y políticamente por el avance del movimiento ideológico que comenzaban a surgir en Europa y que España aún rechazaba, esto significaría que las colonias en América si bien dependían directamente de España la educación de las clases altas eran mayormente forjadas con el referente francés, que a su vez significaba progreso, en consecuencia, los cimientos inculcados por la monarquía española comenzaban a presentar fisura que en el futuro terminaría por derrumbarse, dando paso a un nuevo pensamiento que afloraba y pedía independencia

LOS FUNDAMENTOS MORALES DE LA SOCIEDAD

Al terminar el siglo XVIII, la sociedad chilena, en sus diferentes jerarquías, se cimentaba sobre dos grandes principios místicos: el dogma de la majestad real y el dogma de la majestad divina, es decir, en un respeto incondicional a la Corona- que era el símbolo supremo del espíritu español-, y en una veneración absoluta a los principios de la Iglesia. Ambos dogmas ya entonces habían perdido algo de su antigua y sólida consis tencia moral: el real se había debilitado a impulsos de las propias reformas que la monarquía introdujo en sus dominios, y por ciertas medidas que lastimaron profundamente la conciencia de la clase social preponderante, tales como la falta de una verdadera libertad de comercio, la expulsión de la Compañía de Jesús y, finalmente, el término del régimen de las encomiendas. El dogma de la majestad divina perdió a su vez vigor. La Iglesia, desde la expulsión de la Compañía de Jesús, no manejaba el freno de las conciencias y, desde el mo mento en que la ilustración se hizo un poco más vasta, fue posible percibir en la gente, si acaso no una rebeldía, por lo menos una mayor indepen dencia, para juzgar y apreciar los actos de la vida desde un punto de vista psicológico y moral. Sin embargo, todavía la Iglesia se conjugaba plenamente para acentuar y darle toda su expresión de forma al dogma de la majestad real, del cual continuaba recibiendo no pocos beneficios.



LA POBLACIÓN Y SUS CLASES SOCIALES


La población del país, como territorio organizado administrativamente debido a las reformas de la dinastía borbónica y a la obra de varios gobernadores, no alcanzaba a más de medio millón de habitantes, sin tomar en cuenta a los araucanos, cuya suma podía ser entonces calculada en cien mil almas. En general, la población chilena era pobre en comparación con la de los grandes virreinatos y aun con las de otras capitanías generales. Cerca de las tres cuartas partes la constituía el mestizaje español-indígena. No eran ni bárbaros ni civilizados y llevaban una vida ruda y triste. Formaban el elemento de explotación de los campos de cultivo en las feraces regiones del Valle Central o en los secanos de la cordillera de la costa; eran el músculo fuerte en el trabajo de las minas de las montañas, y bien podía considerárseles como los siervos de la tierra, como el conglomerado más importante de la servidumbre del servicio rural.


Los criollos se levantaban sobre esta sabana social. Eran los descendientes de los españoles de pura y limpia sangre blanca, mezclada a veces con el indíge na, y no exenta, en otras, de ciertas gotas de la africana. Constituían el elemento básico de la civilización europea, lo nacional genuino de la Colonia, si quiere decirse. Poseían las tierras de cultivo, las minas, algunas pequeñas industrias, prosperaban en el comercio, en manera muy desigual; tenían acceso a las dignidades del clero, a las del ejército, y en los cabildos aprendían débilmente el arte del gobierno de las ciudades; servían en la Universidad de San Felipe y en otros colegios la docencia y la dirección de la enseñanza. Era la élite intelectual, por misérrima que fuera. La alta clase social de este grupo, que bien contando no llegaba a ciento cincuenta mil, traía su origen en una transformación racial verificada en el país al finalizar el siglo XVII, y acentuada en el siguiente; era el producto de un desplazamiento paulatino de una parte del elemento conquistador primitivo, reemplazado por familias de origen vasco y entroncado con la vieja estirpe castellana, que había colaborado en esa empresa y que aún subsistía.


CARACTER ARISTOCRATICO DE LA ORGANIZACION SOCIAL CHILENA

La jerarquía fue la característica dominante de la organización social chile na durante todo el siglo XIX. Este aspecto social venía arrastrándose casi desde un siglo y medio atrás. El criollo, heredero de los vicios encomenderos, poseía todo el suelo agrícola del país, y se encontraba dominado aún por las tradicio nes militares que sus antepasados en las guerras de Arauco le habían legado; o bien, por las preocupaciones de estirpe, cuando, sucesor de un vasco del siglo XVIII, enriquecido en el comercio y dedicado a las faenas agrícolas, necesitaba consolidar su situación con un provechoso matrimonio. Diez títulos de Castilla exhibía la sociedad chilena al finalizar el siglo, lo cual quiere decir que todos ellos, o casi todos, estaban vinculados a mayorazgos en grandes latifundios, siendo muchas también las tierras simplemente vinculadas. La unidad familiar servía a maravilla para mantener la casta, 0 las relaciones de la casta. Pero este criollo de origen vasco o castellano estaba dotado de grandes virtudes. No era, ordinariamente, un hombre culto. A él se le atribuye aquella especie de sentencia, que dice: «La fortuna te dé Dios, que el saber nada te vale»

Los españoles no eran más de veinte mil; pero era la estirpe social predomi nante. De su sangre pura o no, había surgido el criollo; éste heredó sus tierras, su fortuna y su rango. Poco a poco, los españoles fundadores fueron extinguién dose, y una casta oficial, venida de la metrópoli, de escasa raigambre en el país, reemplazó a la de los conquistadores, Era éste un grupo privilegiado: el gobier no, la alta jerarquía administrativa, la justicia de segunda instancia, la preemi­nencia en el ejército y cuanta actividad administrativa de importancia remunerada, le pertenecía. Tenía valimiento en la Corte, disponía de influencia política y estaba poseído del orgullo de su origen, que no dejaba de lastimar a los criollos. Ni eran más ni menos que éstos en el orden moral, y tal vez más en todo caso, porque mientras los primeros no amaban al país por lo general los segundos lo contemplaban con ojos de enamorados: el cielo y sus montañas; sus ríos y sus lagos; sus árboles y su clima; sus mujeres y sus hombres; sus trigales y sus huertos; sus aves y sus frutos, los extasiaban en la contemplación. Y en el interior pensaban, como buenos hombres amantes del terruño, ¿por qué no ha cer grande esta patria? ¿Por qué no poder nosotros dirigirla? He aquí el primer rozamiento psicológico del criollo con el español.

Los estratos sociales que se siguen a éstos, se diversifican en varios grados inferiores. Son los esclavos africanos y sus derivados con mestizos e indígenas, los zambos y mulatos. No alcanzaban felizmente, entonces, a veinte mil. Era la escoria social, el desecho humano, que un régimen bárbaro pero legal poco menos que había embrutecido.
No había elemento suficiente para renovar la raza, es decir, el porcentaje de extranjeros era ínfimo. En el siglo XVIII hay algunos centenares: disminuyen después. En 1808, el censo arroja, efectivamente, ciento. De este modo, las uniones matrimoniales se hacen en cada gru po: el criollo, de origen vasco o castellano, cierra cada vez más el círculo fami liar hasta constituir una verdadera casta de trascendente importancia en la vida social y política del país, que le dará a su organización, en cuanto las otras de América, una fisonomía propia. Pero hará nacer cierto complejo de inferiori dad racial, principalmente en las mujeres, que, cansadas del mismo tipo de hom­bre, entre agrícola y urbano, enaltecerán al extranjero, al inglés, francés e ita liano, en quien idealizaran un tipo de amor. El mestizo se funde en él mismo. De siervo se convierte, al dejar de ser encomendado, en inquilino: se hace arte sano, trabajador manual, obrero.

La historia de Chile, a diferencia de cualquiera otra historia, carecía de pue blo primeramente, porque no la animaba ningún sentimiento que no haya sido el de la servidumbre. No obstante, el pueblo aflora con intermitencias: en 1814, para vengar, con la piedra en la mano, la opresión de los Talaveras; en 1818, para combatir en los llanos de Maipo por simple espíritu militar; en 1839, cuando se da cuenta de que ha nacido una nueva aurora para él; en 1879, porque siente la grandeza de Chile; en 1891, inducido a la lucha por la alta clase social; en 1920, porque ha llegado, al fin, su redención.

Esa población y esas clases sociales se reparten en los campos y en las ciuda des. La hacienda, la gran hacienda chilena, alberga al inquilino. Su vida no cambia en todo el siglo XIX. El inquilino ama la tierra que lo vio nacer, porque es su único mundo; generaciones de generaciones le han precedido y él sigue allí, como el árbol, profundamente enraizado a la tierra. Vive de lo que le dis pensa el patrón, según sea su carácter bondadoso o áspero. Ha quebrado todo gesto de rebeldía. Siente por el amo un temor reverencial y entrega a veces hasta la honra de sus hijas, Una choza embarrada y de techo pajizo, que no es más que una mejor adaptación de la ruca indígena primitiva, le sirve de hogar, en la cual no hay la más ligera comodidad. Un salario miserable se le abona por el trabajo que efectúa. Una ración mezquina de alimento le sirve para mante nerse. No conociendo otra imagen mejor de vida, el inquilino no maldice su suerte ni aspira a más tampoco, porque en su alma hay cierto fatalismo. Las costumbres campesinas conservan hasta bien en trado el siglo XIX ciertas formas de integridad moral, de fondo sano, de am biente noble y fresco
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La vida del campesino mejoró lentamente en el correr del siglo XIX. Era la consecuencia del progreso económico del país. La minería, con el aliento de Chañarcillo, la Descubridora y Tres Puntas, levantó la producción general; para la agricultura se habían abierto también nuevos mercados en el exterior. Ade más la gran hacienda comenzó a dividirse. Este, aunque fue un proceso largo, puede decirse que culminó en las leyes de ex vinculación de los mayorazgos de los años de 1852 y 1857. Al producirse la ex vinculación, la vieja aristocracia colonial perdió una parte considerable de su importancia social, y las propiedades, las grandes haciendas, fueron subdividiéndose paulatinamente. A consecuencia de ello mejoraron los salarios. Pero el inquilino siguió viviendo como en los días del coloniaje. Un dato revelará hasta dónde llegó este progreso. Sólo ya muy entrado el siglo XIX se introdujo la reforma de dar a los trabajado res de la ciudad y a los del campo un plato de frijoles o porotos para su almuer zo. La carne no se usaba como alimento fuera de la época de la matanza, ni por los mismos hacendados; les resultaba a éstos demasiado subido matar una res para el alimento de unos pocos individuos, durante dos o tres días, como dice un autor. Tampoco habían cambiado las condiciones espirituales e intelectuales de los inquilinos: en las haciendas, por excepción, encontraban se una escuela primaria. Esta instrucción la daba el cura del latifundio, de algún patricio.

No era tampoco mejor la vida en las ciudades. La población, al comenzar el pasado siglo era, en cada una de ellas, reducida. Treinta eran las ciudades; mas algunas apenas si merecían el nombre de villas. A sólo siete podía aplicárseles realmente el título de ciudades. Santiago, en 1810, alcanzaba a cuarenta mil habitantes; en 1865, según el censo, era de 115.377 habitantes, y en 1897, llegaba a 312.467. Valparaíso, hacia esa misma fecha, contaba con poco más de tres mil; en 1865, tenía 75.330, y en 1879, esta suma alcanzaba a 122.447. Concepción y Valdivia, al comenzar el siglo XIX, barajaban cifras de población entre cinco y seis mil habitantes. Para la primera, en 1897, ésta era de 27.942 habitantes; para la segunda, de 37.674. La Serena, Talca y Chillán, contaban con más o menos tres mil pobladores; pero en el correr del siglo, éstos habían aumentado considerablemente. En 1897, La Serena poseía 34.332; Talca, en ese mismo año, 78.429, y Chillán, 41.334.

En 1865, la población urbana representaba sólo un 21,8 por ciento de la población total del país que era de 1.819.000 habitantes. A finales de siglo ésta aumentó un 34,1 por ciento, siendo la población total del país 2.695.000 de habitantes. Esto se debió en parte a la ampliación de la red de ferrocarriles y a la creciente actividad económica, que permitió la creación de nuevas ciudades y pueblos con la consiguiente migración hacia ellos.

El proletariado es un fenómeno de ayer en la historia de Chile. No cabe duda que ya al término del siglo XIX, en los últimos treinta o cuarenta años, aflora con caracteres confusos. El obrero, el artesano, comienzan a agruparse en sociedades mutualistas o a plegarse a los partidos políticos de avanzada. Pero estas primeras manifestaciones no están claramente definidas, porque oscilan entre una aspiración política de reforma democrática, ajena a los intereses populares, o son simplemente vagas idealidades para llegar a una democracia so cial, que entonces nadie, ni los hombres más cultos, habrían podido definir.

Familia.

Las clases sociales dieciochescas eran compartimentos herméticos, de los que no resultaba sencillo evadirse al hombre de la época. Estos muros que definían estas clases-compartimento y las aislaban unas de otras, eran los prejuicios sociales. Esto va a influir sobremanera en el tema de las uniones matrimoniales; por lo tanto, en la concepción de familia.

Este prejuicio social y racial comienza a manifestarse en el s XVIII, exactamente en el año 1776, con el dictamento por parte del Rey Carlos III de España de la Real Pragmática sobre el matrimonio de los hijos de familia, el día 13 de marzo de aquel año. Dos años después, esta pragmática comienza a aplicarse a los dominios americanos. Este hecho consistía en que: “Ante la ley, era hijo de familia toda persona menor de veinticinco años. Y aun la que excediese este límite conservaba igual calidad respecto a su padre, mientras él viviera. Al hijo de familia, según la Pragmática y bajo severas sanciones, le estaba prohibido casarse sin el asentimiento previo del padre; en su defecto, de la madre y faltando ambos, de los ascendientes más inmediatos. Pero las personas así llamadas a prestar su consentimiento tampoco podían negarlo por motivos baladíes, sino, únicamente, usando casi los términos textuales de la Pragmática, si el matrimonio en proyecto ofendía de manera grave el honor de la familia, o bien perjudicaba al Estado”. De esta manera, la sociedad comenzó a considerar que las etnias tales como la africana y la indígena no eran dignas de integrarse en la familia “oficial”, porque se consideraba “deshonrosa”. No obstante, este prejuicio no se encontraba inscrito en la pragmática, porque bien dice una Real Cédula de 22 de agosto de 1780 que “el matrimonio con persona de raza negra no es impugnable, cuando aquélla se desempeña como oficial de Su Majestad, o se distingue por su reputación, buenas obras o servicios”.

Entrado el s. XIX la familia consistía en ser un hogar nuclear,inserto conformado por el padre, la madre y entre tres y cinco hermanos. Luego, este hogar nuclear albergaría además a corresidentes, tales como parientes consanguíneos o políticos, trabajadores de temporada, etc.
La casa popular en la sociedad tradicional (o llamada en ese período “rancho”, que se componía de una construcción a base de barro y con techo de paja) era un espacio social multifuncional; por una parte, era residencia y ámbito de existencia colectivo, pero también era soporte fundamental de la economía familiar. Gradualmente, la vivienda tradicional- primero en las elites y mucho más tarde en los sectores populares- va a comenzar a constituirse en espacio privado al cual se repliega la pareja y su prole para la consumación de su estatus de familia. Resulta interesante destacar al respecto de la familia colonial chilena de fines de s. XVIII e inicios del s. XIX, que fue esencialmente una sociedad “conyugal” más que una unión afectiva, relevando, en consecuencia, su función productiva y reproductiva por sobre los aspectos emocionales. En ella, la mujer posee, fundamentalmente, papeles intramuros- servicio doméstico, producción artesanal, reproducción biológica, etc.-, que la mantienes recluida durante prolongados períodos.
Las estrategias de reproducción social de las familias populares se relacionaban íntimamente con tres áreas económicas: la explotación agropecuaria, el trabajo de minas y el comercio.

CONCLUCIÓN



A comienzos de 1.800, Chile experimentó los cambios sociales más radicales desde el descubrimiento de América. La sociedad vivió profundos cambios políticos, como la independencia, ocurrida en 1818, esto trajo consigo la necesidad de mejorar al pueblo para establecer una política de sociedad eminentemente chilena, la cual estaba idealizada en la utopía que la independencia significaba, para crear Chile como república se entendió que la sociedad debía ser educada, puesta que ésta sería la que forjará los cimientos de la nueva patria. Esto fue marcado por el pensamiento ilustrado, que en ese entonces era el que comenzaba a dominar las mentes de las clases altas. Dentro de este moviendo ilustrado estaba inserta la idea de “promesa” en donde se consideraba que aquel que poseía mayor conocimiento era mejor persona.
Gracias a estos factores (político y social), y más tarde gracias a factores de desarrollo económico la nación Chilena, se consolidaría como un país imprescindible en el continente, algo que más tarde Ruben Dario denominaría como “el París de la América”.

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