Título Las Américas y la civilización: proceso de formación y causas del desarrollo desigual de los pueblos americanos
Volumen 180 de Biblioteca Ayacucho
Autores Darcy Ribeiro, Mércio Pereira Gomes
Editor Fundacion Biblioteca Ayacuch, 1992
pp. 336-345
V. LOS CHILENOS
La historia del pueblo chileno nos recuerda las ideas de Toynbee sobre los factores estimulantes o impeditivos del florecimiento de las civilizaciones. El factor fundamental sería, a sus ojos, el desafío consistente en las dificultades que un pueblo tiene que enfrentar, las cuales no deben ser demasiado aplastantes como para disuadirlo, ni tan débiles que lo ablanden, sino suficientemente emulativas para acicatear el ánimo creador y mantener el esfuerzo de autoafirmación.
Colgados de una tira de tierras pedregosas, el clima áspero, batidos por los vendavales del Pacífico, castigados por terremotos, hostilizados por los araucanos, los chilenos, a pesar de todos estos percances —o gracias a ellos— consiguieron fundar una etnia peculiar, más madura y más viril que otras asentadas en tierras más ricas y menos castigadas por tantos flagelos.
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Santiago, su capital, vetusta y gris, sólidamente edificada para resistir los terremotos, contrasta curiosamente con la alegría cordial y colorida de la gente que anda por sus calles. Mavor es, sin embargo, el contraste entre esa gente que pasea y mira vidrieras y aquellos hombres y mujeres que se ven en las ferias populares, o a través de las cercas, en las construcciones. Unos y otros contrastan por su altura y esbeltez, por sus posturas y por sus ropas, como gentes de dos países diferentes y distantes.
Jorge Ahumada, expresando una autoimagen nacional típica de la intelectualidad chilena más alienada, asevera que: "La mayoría de los chilenos rechazará de plano el paralelo con muchos países asiáticos o africanos y también con países indoamericanos. Nos gusta pensar que somos los ingleses de la América morena.(1) Por más que esto los entristezca, la verdad es que los chilenos constituyen un Pueblo Nuevo, fruto del mestizaje de españoles con indígenas. Su matriz es la india araucana apresada y encinta por el español.
Los mestizos originados por estos cruzamientos, que a su vez absorbieron más sangre indígena por el apareamiento mestizo-india, plasmaron el patrimonio genérico fundamental del pueblo chileno. Esta enorme masa mestiza, en el esfuerzo por sobrevivir biológicamente y por definirse como etnia, es la que ha conformado la nación chilena que comienza ahora, a tomar conciencia de sí misma y a forjar una autoimagen autentica correspondiente a sus características y a su experiencia histórica.
Chile jamás recibió contingentes europeos en proporción tan considerable que permitiese absorber tamaño conjunto somático indígena o soterrarlo socialmente en la condición de casta inferior bajo un alud migratorio. El mestizaje se operó de continuo durante todo el período colonial entre la base humana indígena y la minoría hispánica; simultáneamente actuaba un sistema de integración sociocultural que, al liberar al mestizo de la esclavitud o de la servidumbre que pesaba sobre el indio, le permitió ascender merced a la españolízación lingüística y religiosa. No se trataba, naturalmente, de una asimilación completa que fundiese a todos los mestizos en una amalgama indiferenciada. Varios factores de diferenciación en acción conjunta plasmaron una clase dominante fenotípicamente más europea. Dentro de estos factores, se destacan los privilegios que el estatuto colonial confería a los peninsulares, lo que les daba posibilidades de imponerse a los criollos, así como el implicado en el muy difundido afán de realizar casamientos con españolas como mecanismo de "blanqueamiento" por parte de los mestizos enriquecidos. Esta última tendencia persiste aun hoy, pudiéndose apreciar en actitudes como la ejemplificada por Ahumada; asimismo, en el hecho, de la absorción, por parte de la capa dominante criolla de algunas decenas de millares de europeos emigrados a Chile después de su independencia.
(1) * Jorge Ahumada, 1958. Actitudes semejantes se registran en Nicolás Palacios 1904; F. A. Encina, 1912 y A. Edwards Vives, 1928.
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La autoimagen chilena, que tiende a describir a sus nacionales enfatuando las características blancoeuropeas como un valor en sí, no es sólo un error sino que también implica una forma de desprecio por el perfil nacional real. Es cierto que la literatura chilena, y sobre todo su poesía, encuentra en una figura del araucano su principal símbolo integrador. Del araucano aceptado al final apenas como mano de obra servil y como vientre étnico, ya que la historia chilena es principalmente el relato de siglos de esfuerzos para diezmarlo.
La situación es curiosamente semejante a la de los mamelucos paulístas, también orgullosos de sus cuatrocientos años de paulistanídad, también mestizos e igualmente alienados. Ambos rinden culto, con igual respeto, al indio que aniquilaron con idéntica eficacia. ¿Será éste un rasgo típico de la alienación del mameluco? Marginado entre dos culturas contrapuestas, parcialmente integrado en ambas el mameluco fue llamado a identificarse con el padre europeo en contra de la madre indígena y su gente, como condición de reconocimiento de su asimilación y como requisito previo de ascenso social. Sus nietos, distanciados por generaciones del conflicto indioeuropeo, todavía manifiestan esa ambivalencia fundamental en la extravagancia de la identificación blancoide y en el culto al antepasado indígena sometido, en contextos que lorevelan como su propia y original matriz étnica.
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Lejos está todavía para muchos países mestizos de América el cumplimiento de la primera etapa que consiste en la aceptación tranquila de su propia imagen, autoidentificándose como etnia nueva, racialmente más heterogénea que los tres troncos básicos, pero ni peor ni mejor que ellos; culturalmente plasmada por la integración de la herencia europea con el patrimonio forjado a duras penas bajo la comprensión del régimen esclavista y al calor del esfuerzo secular por sobrevivir en las tierras americanas y crear aquí formas propias de ser y de pensar.
Una de las postreras formas de dominación europea, subsistente luego de la independencia, consiste en la introyección en millones de americanos mestizos, de ideales estético-humanos, así como de otros valores, apoyados en la sobrcvaloración de las características del blanco europeo como señales de superioridad. Esta manera de asumir la auto-imagen "del otro" se manifiesta de mil modos. En la aristocracia chilena, por ejemplo, se denuncia por la vanidad de la identificación blancoide,
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expuesta con la mayor naturalidad y hasta con autenticidad por parte de gentes que se conciben como diferentes y mejores en el cuerpo de la nación, atribuyendo su precedencia social a su tez más clara. El ejercicio secular de una superioridad social incontestada, fundada en la propiedad monopolista de la tierra y de otras formas de riqueza, y el hábito de dirigir dependientes serviles de ordinario morenos, acabó por hacer que aun los aristócratas de fenotipo más nítidamente indígena se vean a sí mismos como blancos y expliquen en razón de tal característica su condición social superior.
En gran parte de la intelectualidad chilena, y en la clase media más alienada de su pueblo, la misma compenetración se revela en el esfuerzo por identificarse con la aristocracia blanca, o blanca por auto-definición, y en el empeño por desfigurar verbal e ideológicamente la imagen nacional real, creando instrumentos sutiles de sojuzgamiento de las clases populares más fuertemente mestizas. Es así como las marcas raciales denunciadoras de ascendencia indígena, en lugar de operar como factor de orgullo, continúan funcionando como estigmas, suscitando actitudes discriminatorias que van del preconcepto abierto a la autocensura.
Estos hechos tienen no sólo importancia descriptiva, como episodios en el proceso de formación de los chilenos como Pueblo Nuevo, sino también un valor de actualidad, porque una de las trincheras de lucha de la oligarquía por la perpetuación de sus privilegios se basa en las barreras socioculturales y psicológicas que se oponen al reconocimiento de las masas mestizas como el pueblo chileno real. Mientras subsistan estos valores, constituirán un obstáculo a la formulación de un proyecto nacional reordenador que tenga como requisito previo y prioritario la integración de todos los chilenos, pero sobre todo de sus masas marginadas, en una misma sociedad igualitaria.
Lo más curioso, en el caso de la autoimagen chilena, es la combinación de una serie de rasgos contradictorios. Tales, por ejemplo, la extrema exaltación literaria de las cualidades viriles del araucano, transformado en heroico ancestro mítico, no sólo con posterioridad a su desaparición, sino aun durante el período de los combates exterminado-res; disgusto por el carácter mestizo de la población, contrapuesto a cierto orgullo por la belleza de la mujer chilena, explicada en términos de mestizaje indohispánico; la anglofilia de actitudes, de ideología, de la etiqueta, como índice de ilustración y de blancura, y hasta cierta animosidad antihispánica por considerar la etnia morena, manifiesta en el intento por representar al conquistador ibérico que llegó a Chile como un rubio hombrón de tipo germánico.
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Lejos está todavía para muchos países mestizos de América el cumplimiento de la primera etapa que consiste en la aceptación tranquila de su propia imagen, autoidentificándose como etnia nueva, racialmente más heterogénea que los tres troncos básicos, pero ni peor ni mejor que ellos; culturalmente plasmada por la integración de la herencia europea con el patrimonio forjado a duras penas bajo la comprensión del régimen esclavista y al calor del esfuerzo secular por sobrevivir en las tierras americanas y crear aquí formas propias de ser y de pensar.
Una de las postreras formas de dominación europea, subsistente luego de la independencia, consiste en la introyección en millones de americanos mestizos, de ideales estético-humanos, así como de otros valores, apoyados en la sobrcvaloración de las características del blanco europeo como señales de superioridad. Esta manera de asumir la auto-imagen "del otro" se manifiesta de mil modos. En la aristocracia chilena, por ejemplo, se denuncia por la vanidad de la identificación blancoide,
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expuesta con la mayor naturalidad y hasta con autenticidad por parte de gentes que se conciben como diferentes y mejores en el cuerpo de la nación, atribuyendo su precedencia social a su tez más clara. El ejercicio secular de una superioridad social incontestada, fundada en la propiedad monopolista de la tierra y de otras formas de riqueza, y el hábito de dirigir dependientes serviles de ordinario morenos, acabó por hacer que aun los aristócratas de fenotipo más nítidamente indígena se vean a sí mismos como blancos y expliquen en razón de tal característica su condición social superior.
En gran parte de la intelectualidad chilena, y en la clase media más alienada de su pueblo, la misma compenetración se revela en el esfuerzo por identificarse con la aristocracia blanca, o blanca por auto-definición, y en el empeño por desfigurar verbal e ideológicamente la imagen nacional real, creando instrumentos sutiles de sojuzgamiento de las clases populares más fuertemente mestizas. Es así como las marcas raciales denunciadoras de ascendencia indígena, en lugar de operar como factor de orgullo, continúan funcionando como estigmas, suscitando actitudes discriminatorias que van del preconcepto abierto a la autocensura.
Estos hechos tienen no sólo importancia descriptiva, como episodios en el proceso de formación de los chilenos como Pueblo Nuevo, sino también un valor de actualidad, porque una de las trincheras de lucha de la oligarquía por la perpetuación de sus privilegios se basa en las barreras socioculturales y psicológicas que se oponen al reconocimiento de las masas mestizas como el pueblo chileno real. Mientras subsistan estos valores, constituirán un obstáculo a la formulación de un proyecto nacional reordenador que tenga como requisito previo y prioritario la integración de todos los chilenos, pero sobre todo de sus masas marginadas, en una misma sociedad igualitaria.
Lo más curioso, en el caso de la autoimagen chilena, es la combinación de una serie de rasgos contradictorios. Tales, por ejemplo, la extrema exaltación literaria de las cualidades viriles del araucano, transformado en heroico ancestro mítico, no sólo con posterioridad a su desaparición, sino aun durante el período de los combates exterminado-res; disgusto por el carácter mestizo de la población, contrapuesto a cierto orgullo por la belleza de la mujer chilena, explicada en términos de mestizaje indohispánico; la anglofilia de actitudes, de ideología, de la etiqueta, como índice de ilustración y de blancura, y hasta cierta animosidad antihispánica por considerar la etnia morena, manifiesta en el intento por representar al conquistador ibérico que llegó a Chile como un rubio hombrón de tipo germánico.
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