Monday, May 24, 2010

El historiador entre el poder y la nada





FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR * 
*  Bilbao,  1943.  Catedrático  de  Historia  Contemporánea y  Decano  de  la  Facultad  de  Filosofía  y  Letras  de  la  Universidad de Deusto.


Los  clásicos  con  su  particular  clarividencia  se  dieron  perfecta cuenta del apreciable papel que podía jugar la historia de los hechos (la «rerum gestae») en la educación moral de los pueblos. Nada  como  el  ejemplo  bien  relatado  de  un  reino  o  una  dinastía para tipificar un modelo a seguir por las generaciones presentes y futuras.  El  historiador,  elevado  así  a  la  categoría  de  amanuense biográfico de reyes y batallas, repúblicas o paces, ocupaba un lugar digno de su oficio al lado del más espectacular ministerio de sacerdotes y adivinos, guerreros o majestades. 

El  destino  utilitario  que  adoptaba  la  historia  iba  a  ayudar  a perpetrar la parábola semántica: del griego «pragma» (hecho, acción)  derivaba  el  tautológico  «historia  pragmática»,  al  que  un  paso moralizante  transformaría  a  su  vez  en  el  latino  «historia  vitae».  De este modo nuestros ancestros culturales, Herodoto (el padre de la historia),  Livio  (el  apologeta  del  imperio),  Tucídides  o  Polibio,  los renacentistas como Maquiavelo o Guichardino, Plutarco su precedente en moral educativa para las élites, Voltaire, Taine, Michelet y los románticos, etc., han tenido muy presente las diferentes encomendaciones  del  gusto  del  poder.  En  muchos  de  ellos  hay  una esquisita preocupación literaria, pero lo que predomina es la querencia  explicativa,  la  exposición  educativa  encaminada  aparentemente  a  establecer  la  verdad  de  los  hechos,  según  Polibio.  Ello quiere  decir  que  ya  se  había  establecido  el  concepto  de  «verdad oficial»,  como  elemento  base  del  proyecto  de  la  historia.  El  cristianismo  y  la  historiografía  medieval  recogen  abundantes  pruebas  de historia pragmática «verdadera». Cualquier historia sagrada, con el ensalzamiento del pueblo escogido; las abundantes crónicas sucesorias;  las  múltiples  justificaciones  de  poder  temporal  o  las  innumerables fabulaciones sobre el pasado para entretener a miles de subditos  y  siervos,  financiar cruzadas o perseguir herejes, son otros tantos ejemplos de algo más que devaneos con el poder. 

Los  renacentistas  y  sus  epígonos  los  ilustrados  racionalistas del xvii-xviii, no se alejan casi nada del favor cortesano, aunque se horroricen de aquellos métodos y añadan apreciables dosis de curiosidad e inquietud científica a los nuevos relatos. Inmediatamente  surge,  a  caballo  del  ascenso  burgués,  una  historiografía agresiva que desde entonces selecciona entre el poder y la oposición al poder (es decir el poder alternativo).

Historiadores humanistas o laicos, deslumhrados por el descubrimiento del hombre y su  capacidad  creadora  se  inclinan  ahora  absortos  ante  la  razón capitalista. El asombro revolucionario, en Inglaterra o Francia, el prodigio  de  cambio  que  prometen  las  libertades  burguesas,  el mundo  de  los  negocios  y  la  industria  reclaman  la  ayuda  de  los antiguos oficiantes de leyendas, al tiempo que el providencialismo de la «divina aristocracia» queda arrumbado. 


LOS AÑOS DORADOS  DE LA HISTORIA.

Con la burguesía, en su defensa y explicación, conoce el historiador su edad de oro. Se instala como nunca en los aledaños de la clase discreta y encantadora, sigue y persigue sus vericuetos mercantiles e industriales, y con ella se aferra a un neoprovidencialismo. De esta nueva reflexión saldrá el espejismo historiográfico por antonomasia: la creencia en el progreso ilimitado. La nueva polis que ahora mima a los cronistas es aquélla de la revolución agrícola e industrial, la de los descubrimientos geográficos y científicos, la del  maquinismo  y  la  urbanización.  De  nuevo  el  trabajo  histórico reafirma  su  tinte  pragmático:  proporcionará  justificación  y  argumentos a la clase frente al estamento. Para ello ha de delimitar con claridad el papel del hombre en su obra, reeditando el antropocentrismo,  clásico  y  situando  la  religión  en  su  lugar  adecuado,  pero marginal.  Ningún  favor  al  viejo  régimen.  Es  la  humanidad  en  su conjunto  (y  no  Dios  ni  la  aristocracia  designada)  con  su  trabajo, esfuerzo  e  ingenio  la  que  se  convierte  en  sujeto  definitivo  de  la historia.  De  esa  historia  que,  habiendo  entrado  en  su  fase  más progresiva de la mano de la burguesía, es presentada como un todo en sí misma y como la realización perfecta y libre del tercer estado. 

Todo  lo  que  ha  sucedido  (y  por  tanto  lo  que  sucederá  en  el futuro)  es  racional  «per  se»,  Hegel  dixit.  Y  su  misma  realidad triunfante, que no puede ser otra cosa que una sustancialidad lógica,  sirve  para  acreditarlo.  Filosofía  e  historia  se  concitan  en  el espíritu  del  cronista,  invaden  la  universidad  y  barnizan  al  poder. 

Son su confabulación más mortífera contra las nuevas revoluciones. Porque, si al fin la historia ha encontrado un sujeto de estudio ad hoc, ¿qué necesidad tiene el tercer estado de subdividirse como una  ameba  secular?  ¿No  lo  es  todo  y  en  conjunto?  como  quería Sieyés. Si así no fuera, esta negación habría de crear un antagonismo  dialéctico  que  dispute  el  papel  principal  a  la  triunfante  clase. 

Y,  entonces,  la  máquina  no  se  movería  (al  menos  sólo)  por  el carácter  progresivo  de  las  relaciones  y  los  alicientes  burgueses,  sino precisamente  por  todo  lo  contrario.  Por  la  disputa  mortal,  en  el seno homogéneo en apariencia del estamento burgués. Por un reparto del botín arrebatado a la aristocracia y al Antiguo Régimen. 

Pero el historiador, oficializada su función, se negará a escarbar en esta «homogeneidad», en espera de que más altas instancias determinen el  momento  y  concedan el permiso. El mundo es así «hasta  nueva  orden».  En  la  larga  espera,  la  historia  será  todavía «burguesa»  con  los  nacionalismos,  romanticismos  o  reacciones varias  que  contemplan  el  período  final  del  siglo  xix.  Burguesa  e intelectual,  erudita  y  cada  vez  más  elitista,  ahora  que  la  clase  en revolución ha descubierto los placeres del Olimpo. El discurso alrededor del poder engulle las nuevas metodologías y los más recientes aprecios, incluidas las evocaciones emocionales, la perspicacia y el recurso positivo-determinista. 

LA LUCHA POR SER HISTORIA

Sólo  que  nada  se  hace  de  forma  gratuita  y  sin  perder  jirones por  el  camino.  En  la  confrontación  entre  reacción-revolución,  un testigo mudo pero mayoritario urge la atención de las plumas. El incómodo «cuarto estado», del que apenas nada se sabía, se desgaja (estaba ya desgajado para observadores menos comprometidos) del carro  triunfal  y  de  los  desfiles  del  progreso  burgués.  Y  mientras trabaja y se lame las heridas, la historia empieza a ocuparse de él. 

Extravagante  afición  de  una  civilización  para  quien el pueblo no es nada (todavía), y poca gratificación puede ofrecer al estudioso de  reyes,  príncipes  y  propietarios.  Pero  será  durante  el  período espléndido  de  la  gigantesca  transformación  industrial,  de  la  acumulación  urbana  y  de  la  aparición  de  las  masas  (la  orteguiana revolución  por  excelencia)  con  sus  preocupaciones  económicas  cotidianas y agobiantes, cuando de la mano de sociólogos, políticos, moralistas  y  (finalmente)  historiadores  el  pueblo  entre  la  crónica de sucesos y acontecimientos, con rango merecido. 

En la Inglaterra victoriana de las pésimas condiciones laborales, en la Francia napoleónica (del tercer Napoleón) que inspirará a Comte, el padre de la sociología, en la Alemania prusiana de la seguridad  social...,  durante  el  último  cuarto  del  ochocientos,  la entrada es ya irrupción de lo popular. Y la historia que, gracias a Kant, se había atrevido a pensar, encontrará con Marx la oportunidad  de  comparar.  De  allí  surgirá  la  lucha  por  el  derecho  a  ser objeto histórico. En la palestra, la clase en el poder, avalada por su modelo  racional  de  producir  y  por  la  capacidad  económica  que con él ha desatado. Para cuyo disfrute empieza a arrepentirse del «mal» ejemplo que ha dado (con su revolución) a los que vienen. 

Frente  al  inmovilismo,  recién  adquirido  de  la  burguesía,  «los que  vienen  detrás»  reclaman  un  sitio,  impensable  en  una  estructura dada  o  inmóvil  por  definición.  La  lectura  se  hace  dinámica  y  se piensa  más  en  diacronía  que  en  sincronía,  cuando  el  prometedor futuro aún está por jugarse en un duelo dramático. El historiador duda  y  se  tambalea...  (los  encantos  del  poder  y  la  incertidumbre  de la ciencia a ambos lados), cuando la posibilidad se concreta y el socialismo real puede financiar su propia crónica. Pero el poder que todo  lo desnaturaliza y fagocita, termina por dogmatizar también la nueva dialéctica (nada a mi izquierda) con la misma arrogancia con que la aristocracia anatematizaba a la burguesía, y ésta al proletariado.

El historiador sirve ahora, por su derecha o por su izquierda, el menú  que  le  demandan  los  nuevos  dirigentes.  El  discurso  sobre  la adoración  del  progreso  sirve  para  ambas  márgenes  enfrascadas  en llegar  antes  a  la  desembocadura  del  desarrollismo.  Nuevas  épicas, nuevos  cantos  históricos.  Nuevas  potencias,  nuevas  energías,  nuevos descubrimientos tapan la boca de las disidencias en el Este y el Oeste,  hasta  que  la  ficción  creada  sobre  el  espejismo  de  un  avance continuo estalla en las mismas páginas de la historia escrita. Con cada  salpicadura  va  una  denuncia  de  impotencia.  A  la  vuelta  de 1973,  el  historiador  enmudece  y  se  esconde  con  vergüenza  tras  el muro de seguridad de su aula, o de su meticulosa investigación erudita. Ninguna contricción, ninguna disculpa, ningún «nos hemos equivocado...».  La crisis  ha  venido  y  la  historia  no  sabe  cómo  ha  sido. 

La  historia,  perpleja  y  traicionada,  entra  en  una  de  sus  depresiones  más  profundas,  la  del  relativismo,  la  ambivalencia  y  el  refugio  de  la  erudición  positivista.  Se  hace  prudente,  ambigua, clandestina,  y  reconoce  su  fracaso,  sin  discusión  enriquecedora.  Así  se vacían las humanidades, se maldefiende el pensamiento, se autoderrota la cultura. Y el poder (que no paga a traidores) prescinde del  concurso  del  débil  amanuense...  quizá  arrepentido  de  no  haberlo hecho mucho antes. Trasto inútil que se margina, el historiador enmudece y vacila. Trata de equilibrarse mostrando su torpe catálogo  de  servicios;  pero  el  estado  tecnológico  no  está  para  bromas  ni  antiguallas. 

Alguna  sinecura  fosilizada  y  el  desempleo  para los  más  débiles,  como  destino  a  medio  plazo.  ¿Quién  podría  dar crédito  al  que  no  ha  sabido  poner  la  advertencia  en  su  punto? ¿Cómo  fiarse  del  eterno  adulador  progresista,  cuando  ha  desaparecido cualquier fe? 


NADIE QUIERE PASAR A LA HISTORIA  

La  tecno-estadística,  el  publicismo,  la  contingencia  o  el  puntualismo, son los nuevos llamados. Juristas y programadores pugnan por el califato, y hacen sus previsiones mulantes cada veinticuatro  horas  como  cautos  meteorólogos  del  poder.  El  asesor  de imagen,  el  planificador  de  campañas,  el  diseñador  de  gráficos... queman en sus piras las energías inmediatas del inmediato poder. El  nuevo  Estado  aborrece  la  historia,  le  trae  malos  recuerdos  y descubre sus fallidos proyectos. Oda a la información y sublima la informática,  que  carece  de  moral  y  riesgo  alguno  porque  da  con exactitud, bien que nada más, aquello que promete. Nadie aspira en el Estado a ser historia, nadie quiere pasar a la historia. Prefieren ser presente perpetuo, pasar a la ucrania... Y tal vez así «eternizarse»,  en  el  reino  de  lo  atemporal,  lo  inmóvil,  lo  permanente admitido.  Aquellos  ilusos  que  aspiraban  a  estudiar  el  «paso  de  una estructura  a  otra»  y  explicar  sus  errores,  temer  sus  equivocaciones, y prometer sus correcciones... han sido arrojados a las tinieblas de los  campus,  al  polvo  de  los  legajos,  al  revistero  minúsculo  y  secreto. Sus hábiles sustitutos, maestros en el uso de la retórica leguleya y  en  dominar  situaciones  imprevistas,  no  quieren  complicaciones administrativas  y  les  buscan  dorados  exilios  internos,  en  la  confianza  de  que  son  una  especie  a  extinguir. El  tiempo  que  tanto aprecian se encargará de ellos. Mientras tanto, las cosas se van haciendo sin su concurso (y sin el  de  filósofos  y  poetas)  cada  vez  más  parcelarias,  funcionales  y deshumanizadas.  «Nadie  que  sepa  historia  entre  aquí»,  parecen parodiar  los  frontispicios  de  los  parlamentos,  los  gobiernos,  los ministerios... Es decir, nadie que crea que puede decirnos en qué nos equivocamos y cómo debemos llevar las cosas. A ser posible que  tampoco  el  pueblo  («eso»  que  nos  vota  cada  cierto  tiempo) sepa historia. Cuatro reglas, tres idiomas y algo de tecnología es suficiente para el sentido común postmoderno. Y  la  clase  política,  aislada  del  pensar  histórico,  lejos  de  la  confrontación con la realidad (que pedía Devvey), preocupada en su minusculidad,  desentendida  de  todo  lo  que  no  la  haga  crecer  un centímetro o engordar un gramo, arroja por la ventana los hechos, su significado y sus consecuencias.