FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR *
* Bilbao, 1943. Catedrático de Historia Contemporánea y Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Deusto.
Los clásicos con su particular clarividencia se dieron perfecta cuenta del apreciable papel que podía jugar la historia de los hechos (la «rerum gestae») en la educación moral de los pueblos. Nada como el ejemplo bien relatado de un reino o una dinastía para tipificar un modelo a seguir por las generaciones presentes y futuras. El historiador, elevado así a la categoría de amanuense biográfico de reyes y batallas, repúblicas o paces, ocupaba un lugar digno de su oficio al lado del más espectacular ministerio de sacerdotes y adivinos, guerreros o majestades.
El destino utilitario que adoptaba la historia iba a ayudar a perpetrar la parábola semántica: del griego «pragma» (hecho, acción) derivaba el tautológico «historia pragmática», al que un paso moralizante transformaría a su vez en el latino «historia vitae». De este modo nuestros ancestros culturales, Herodoto (el padre de la historia), Livio (el apologeta del imperio), Tucídides o Polibio, los renacentistas como Maquiavelo o Guichardino, Plutarco su precedente en moral educativa para las élites, Voltaire, Taine, Michelet y los románticos, etc., han tenido muy presente las diferentes encomendaciones del gusto del poder. En muchos de ellos hay una esquisita preocupación literaria, pero lo que predomina es la querencia explicativa, la exposición educativa encaminada aparentemente a establecer la verdad de los hechos, según Polibio. Ello quiere decir que ya se había establecido el concepto de «verdad oficial», como elemento base del proyecto de la historia. El cristianismo y la historiografía medieval recogen abundantes pruebas de historia pragmática «verdadera». Cualquier historia sagrada, con el ensalzamiento del pueblo escogido; las abundantes crónicas sucesorias; las múltiples justificaciones de poder temporal o las innumerables fabulaciones sobre el pasado para entretener a miles de subditos y siervos, financiar cruzadas o perseguir herejes, son otros tantos ejemplos de algo más que devaneos con el poder.
Los renacentistas y sus epígonos los ilustrados racionalistas del xvii-xviii, no se alejan casi nada del favor cortesano, aunque se horroricen de aquellos métodos y añadan apreciables dosis de curiosidad e inquietud científica a los nuevos relatos. Inmediatamente surge, a caballo del ascenso burgués, una historiografía agresiva que desde entonces selecciona entre el poder y la oposición al poder (es decir el poder alternativo).
Historiadores humanistas o laicos, deslumhrados por el descubrimiento del hombre y su capacidad creadora se inclinan ahora absortos ante la razón capitalista. El asombro revolucionario, en Inglaterra o Francia, el prodigio de cambio que prometen las libertades burguesas, el mundo de los negocios y la industria reclaman la ayuda de los antiguos oficiantes de leyendas, al tiempo que el providencialismo de la «divina aristocracia» queda arrumbado.
Historiadores humanistas o laicos, deslumhrados por el descubrimiento del hombre y su capacidad creadora se inclinan ahora absortos ante la razón capitalista. El asombro revolucionario, en Inglaterra o Francia, el prodigio de cambio que prometen las libertades burguesas, el mundo de los negocios y la industria reclaman la ayuda de los antiguos oficiantes de leyendas, al tiempo que el providencialismo de la «divina aristocracia» queda arrumbado.
LOS AÑOS DORADOS DE LA HISTORIA.
Con la burguesía, en su defensa y explicación, conoce el historiador su edad de oro. Se instala como nunca en los aledaños de la clase discreta y encantadora, sigue y persigue sus vericuetos mercantiles e industriales, y con ella se aferra a un neoprovidencialismo. De esta nueva reflexión saldrá el espejismo historiográfico por antonomasia: la creencia en el progreso ilimitado. La nueva polis que ahora mima a los cronistas es aquélla de la revolución agrícola e industrial, la de los descubrimientos geográficos y científicos, la del maquinismo y la urbanización. De nuevo el trabajo histórico reafirma su tinte pragmático: proporcionará justificación y argumentos a la clase frente al estamento. Para ello ha de delimitar con claridad el papel del hombre en su obra, reeditando el antropocentrismo, clásico y situando la religión en su lugar adecuado, pero marginal. Ningún favor al viejo régimen. Es la humanidad en su conjunto (y no Dios ni la aristocracia designada) con su trabajo, esfuerzo e ingenio la que se convierte en sujeto definitivo de la historia. De esa historia que, habiendo entrado en su fase más progresiva de la mano de la burguesía, es presentada como un todo en sí misma y como la realización perfecta y libre del tercer estado.
Todo lo que ha sucedido (y por tanto lo que sucederá en el futuro) es racional «per se», Hegel dixit. Y su misma realidad triunfante, que no puede ser otra cosa que una sustancialidad lógica, sirve para acreditarlo. Filosofía e historia se concitan en el espíritu del cronista, invaden la universidad y barnizan al poder.
Son su confabulación más mortífera contra las nuevas revoluciones. Porque, si al fin la historia ha encontrado un sujeto de estudio ad hoc, ¿qué necesidad tiene el tercer estado de subdividirse como una ameba secular? ¿No lo es todo y en conjunto? como quería Sieyés. Si así no fuera, esta negación habría de crear un antagonismo dialéctico que dispute el papel principal a la triunfante clase.
Y, entonces, la máquina no se movería (al menos sólo) por el carácter progresivo de las relaciones y los alicientes burgueses, sino precisamente por todo lo contrario. Por la disputa mortal, en el seno homogéneo en apariencia del estamento burgués. Por un reparto del botín arrebatado a la aristocracia y al Antiguo Régimen.
Pero el historiador, oficializada su función, se negará a escarbar en esta «homogeneidad», en espera de que más altas instancias determinen el momento y concedan el permiso. El mundo es así «hasta nueva orden». En la larga espera, la historia será todavía «burguesa» con los nacionalismos, romanticismos o reacciones varias que contemplan el período final del siglo xix. Burguesa e intelectual, erudita y cada vez más elitista, ahora que la clase en revolución ha descubierto los placeres del Olimpo. El discurso alrededor del poder engulle las nuevas metodologías y los más recientes aprecios, incluidas las evocaciones emocionales, la perspicacia y el recurso positivo-determinista.
LA LUCHA POR SER HISTORIA
Sólo que nada se hace de forma gratuita y sin perder jirones por el camino. En la confrontación entre reacción-revolución, un testigo mudo pero mayoritario urge la atención de las plumas. El incómodo «cuarto estado», del que apenas nada se sabía, se desgaja (estaba ya desgajado para observadores menos comprometidos) del carro triunfal y de los desfiles del progreso burgués. Y mientras trabaja y se lame las heridas, la historia empieza a ocuparse de él.
Extravagante afición de una civilización para quien el pueblo no es nada (todavía), y poca gratificación puede ofrecer al estudioso de reyes, príncipes y propietarios. Pero será durante el período espléndido de la gigantesca transformación industrial, de la acumulación urbana y de la aparición de las masas (la orteguiana revolución por excelencia) con sus preocupaciones económicas cotidianas y agobiantes, cuando de la mano de sociólogos, políticos, moralistas y (finalmente) historiadores el pueblo entre la crónica de sucesos y acontecimientos, con rango merecido.
En la Inglaterra victoriana de las pésimas condiciones laborales, en la Francia napoleónica (del tercer Napoleón) que inspirará a Comte, el padre de la sociología, en la Alemania prusiana de la seguridad social..., durante el último cuarto del ochocientos, la entrada es ya irrupción de lo popular. Y la historia que, gracias a Kant, se había atrevido a pensar, encontrará con Marx la oportunidad de comparar. De allí surgirá la lucha por el derecho a ser objeto histórico. En la palestra, la clase en el poder, avalada por su modelo racional de producir y por la capacidad económica que con él ha desatado. Para cuyo disfrute empieza a arrepentirse del «mal» ejemplo que ha dado (con su revolución) a los que vienen.
Frente al inmovilismo, recién adquirido de la burguesía, «los que vienen detrás» reclaman un sitio, impensable en una estructura dada o inmóvil por definición. La lectura se hace dinámica y se piensa más en diacronía que en sincronía, cuando el prometedor futuro aún está por jugarse en un duelo dramático. El historiador duda y se tambalea... (los encantos del poder y la incertidumbre de la ciencia a ambos lados), cuando la posibilidad se concreta y el socialismo real puede financiar su propia crónica. Pero el poder que todo lo desnaturaliza y fagocita, termina por dogmatizar también la nueva dialéctica (nada a mi izquierda) con la misma arrogancia con que la aristocracia anatematizaba a la burguesía, y ésta al proletariado.
El historiador sirve ahora, por su derecha o por su izquierda, el menú que le demandan los nuevos dirigentes. El discurso sobre la adoración del progreso sirve para ambas márgenes enfrascadas en llegar antes a la desembocadura del desarrollismo. Nuevas épicas, nuevos cantos históricos. Nuevas potencias, nuevas energías, nuevos descubrimientos tapan la boca de las disidencias en el Este y el Oeste, hasta que la ficción creada sobre el espejismo de un avance continuo estalla en las mismas páginas de la historia escrita. Con cada salpicadura va una denuncia de impotencia. A la vuelta de 1973, el historiador enmudece y se esconde con vergüenza tras el muro de seguridad de su aula, o de su meticulosa investigación erudita. Ninguna contricción, ninguna disculpa, ningún «nos hemos equivocado...». La crisis ha venido y la historia no sabe cómo ha sido.
El historiador sirve ahora, por su derecha o por su izquierda, el menú que le demandan los nuevos dirigentes. El discurso sobre la adoración del progreso sirve para ambas márgenes enfrascadas en llegar antes a la desembocadura del desarrollismo. Nuevas épicas, nuevos cantos históricos. Nuevas potencias, nuevas energías, nuevos descubrimientos tapan la boca de las disidencias en el Este y el Oeste, hasta que la ficción creada sobre el espejismo de un avance continuo estalla en las mismas páginas de la historia escrita. Con cada salpicadura va una denuncia de impotencia. A la vuelta de 1973, el historiador enmudece y se esconde con vergüenza tras el muro de seguridad de su aula, o de su meticulosa investigación erudita. Ninguna contricción, ninguna disculpa, ningún «nos hemos equivocado...». La crisis ha venido y la historia no sabe cómo ha sido.
La historia, perpleja y traicionada, entra en una de sus depresiones más profundas, la del relativismo, la ambivalencia y el refugio de la erudición positivista. Se hace prudente, ambigua, clandestina, y reconoce su fracaso, sin discusión enriquecedora. Así se vacían las humanidades, se maldefiende el pensamiento, se autoderrota la cultura. Y el poder (que no paga a traidores) prescinde del concurso del débil amanuense... quizá arrepentido de no haberlo hecho mucho antes. Trasto inútil que se margina, el historiador enmudece y vacila. Trata de equilibrarse mostrando su torpe catálogo de servicios; pero el estado tecnológico no está para bromas ni antiguallas.
Alguna sinecura fosilizada y el desempleo para los más débiles, como destino a medio plazo. ¿Quién podría dar crédito al que no ha sabido poner la advertencia en su punto? ¿Cómo fiarse del eterno adulador progresista, cuando ha desaparecido cualquier fe?
NADIE QUIERE PASAR A LA HISTORIA
La tecno-estadística, el publicismo, la contingencia o el puntualismo, son los nuevos llamados. Juristas y programadores pugnan por el califato, y hacen sus previsiones mulantes cada veinticuatro horas como cautos meteorólogos del poder. El asesor de imagen, el planificador de campañas, el diseñador de gráficos... queman en sus piras las energías inmediatas del inmediato poder. El nuevo Estado aborrece la historia, le trae malos recuerdos y descubre sus fallidos proyectos. Oda a la información y sublima la informática, que carece de moral y riesgo alguno porque da con exactitud, bien que nada más, aquello que promete. Nadie aspira en el Estado a ser historia, nadie quiere pasar a la historia. Prefieren ser presente perpetuo, pasar a la ucrania... Y tal vez así «eternizarse», en el reino de lo atemporal, lo inmóvil, lo permanente admitido. Aquellos ilusos que aspiraban a estudiar el «paso de una estructura a otra» y explicar sus errores, temer sus equivocaciones, y prometer sus correcciones... han sido arrojados a las tinieblas de los campus, al polvo de los legajos, al revistero minúsculo y secreto. Sus hábiles sustitutos, maestros en el uso de la retórica leguleya y en dominar situaciones imprevistas, no quieren complicaciones administrativas y les buscan dorados exilios internos, en la confianza de que son una especie a extinguir. El tiempo que tanto aprecian se encargará de ellos. Mientras tanto, las cosas se van haciendo sin su concurso (y sin el de filósofos y poetas) cada vez más parcelarias, funcionales y deshumanizadas. «Nadie que sepa historia entre aquí», parecen parodiar los frontispicios de los parlamentos, los gobiernos, los ministerios... Es decir, nadie que crea que puede decirnos en qué nos equivocamos y cómo debemos llevar las cosas. A ser posible que tampoco el pueblo («eso» que nos vota cada cierto tiempo) sepa historia. Cuatro reglas, tres idiomas y algo de tecnología es suficiente para el sentido común postmoderno. Y la clase política, aislada del pensar histórico, lejos de la confrontación con la realidad (que pedía Devvey), preocupada en su minusculidad, desentendida de todo lo que no la haga crecer un centímetro o engordar un gramo, arroja por la ventana los hechos, su significado y sus consecuencias.