Monday, May 24, 2010

MODERNIZACIÓN SIN MODERNIDAD: LAS FORMAS PATERNALISTAS ILUSTRADAS EN EL CHILE DECIMONONICO.




1. MODERNIDAD Y MODERNIZACIÓN

La idea de un mundo "moderno" se afianza, como es sabido, en la polémica francesa entre los "anciens" y los "modernes", a finales del siglo XVII. Alrededor de esta polémica se constituyen la idea ilustrada del progreso, que será un elemento central de la filosofía política e histórica del siglo XVIII, y la definición de la sociedad como un sistema perfectible, que se sujeta progresivamente a paradigmas más racionales de acción.

Los historiadores del siglo XVIII, al tratar de determinar los "orígenes" del mundo moderno, tendieron a colocar la ruptura en el Renacimiento. Esta concepción encontró una magnífica expresión, en el siglo pasado, en J. Burckhardt, para quien el mundo moderno se caracterizaba por el triunfo de los intereses laicos sobre la visión religiosa, por el surgimiento de una ética política intra mundana, por el descubrimiento del hombre como sujeto histórico, por el desarrollo de la ciencia de la naturaleza y el interés por el conocimiento del mundo y por la aparición de una pintura de intención realista y no simbólica.

La caracterización cultural del mundo moderno fue complementada por la visión histórico económica de Marx, quien trató de determinar las condiciones de la llamada "acumulación originaria", que equivaldría al establecimiento de las condiciones para el surgimiento del capitalismo. De este modo, el mundo moderno en un sentido global quedó conformado paralelamente con la constitución de una modernidad económica, definida por el capitalismo y por una modernidad cultural. La sociología alemana de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX hizo grandes esfuerzos por mostrar la relación entre estos dos ámbitos: obras bien conocidas de Sombart y Weber, en particular, trataron de escudriñar las condiciones culturales de la transición al capitalismo. Para ellos era, resulta claro, el vínculo entre un "espíritu del capitalismo" y el desarrollo de las nuevas instituciones económicas. Del mismo modo, estas preocupaciones condujeron a un análisis del papel de la religión en esta transición, a partir de la comprobación admitida del carácter intra mundano y desencantado de la visión moderna del mundo. Weber, Tawney, Troeltsch, Sombart darían respuestas diferentes a la cuestión del papel del protestantismo, el judaísmo y el catolicismo en el surgimiento del mundo moderno.

Los historicistas alemanes, como Ranke, y el mismo Marx, aunque desde una perspectiva radicalmente opuesta, subrayaron también como elemento central del proceso de consolidación del mundo moderno el surgimiento de los Estados Nacionales. Maquiavelo podría ser visto como el primer representante de una concepción moderna del Estado y como quien vislumbró la existencia de una instancia política autónoma. El análisis de las condiciones de formación de un espacio político homólogo al mercado laboral, con ciudadanos independientes y con una separación entre la esfera económica y la política, fue tema de estudios ya clásicos como los de C. B. Macpherson y Karl Polanyi.

Por supuesto, las diversas versiones del proceso de transición al mundo moderno y el papel relativo de los aspectos culturales, económicos y políticos difieren substancialmente entre sí. Pero debe destacarse que el proceso que a grandes rasgos cubre el período entre el Renacimiento y el siglo XIX condujo a una diferenciación creciente entre sectores modernos y tradicionales, tanto en los países metropolitanos como en las colonias. En la misma Europa, el pensamiento laico y moderno resultó crecientemente contrapuesto a una mentalidad tradicional, presunto rezago del mundo medieval, y que encontraba su expresión central en las culturas campesinas. Del mismo modo, los comportamientos económicos del sector capitalista, descritos y explicados por la "economía política" criticada por Marx o por los economistas marginalistas, aparecían como regidos por leyes diferentes a las de las economías campesinas tradicionales. Todo esto contribuyó, a comienzos del siglo XIX, para el surgimiento de una serie de movimientos culturales y políticos que en algunos aspectos tenían una connotación antimodernista. El descubrimiento del folclore en los países europeos periféricos, la revaloración de las tradiciones medievales y el énfasis en las lenguas étnicas condujeron a una explosión de nacionalismo, contrario aparentemente al universalismo capitalista moderno.

Mucho más decisiva fue la percepción del creciente distanciamiento entre los núcleos económicos del mundo, en proceso de rápido avance, y el estado de los países coloniales o que recientemente habían salido de ese status. En Europa, fue casi unánime la visión de que este desfase solamente podría suprimirse mediante la destrucción radical de las formas tradicionales de vida. Quizás en ningún autor se encuentra esta idea expresada con mayor énfasis y convencimiento que en Marx, para quien la evolución inglesa representaba el paradigma del desarrollo capitalista, que se expandiría a todo el universo, destruyendo los modos de producción precapitalistas que constituían obstáculos al progreso.

Puede sostenerse que el triunfo de la modernidad representa la congruencia de tres procesos revolucionarios que transformaron la sociedad europea (y las colonias de poblamiento como los Estados Unidos) a ritmos diferentes entre el siglo XV y el siglo XX. En primer lugar la revolución económica, que generó por primera vez un sistema productivo en proceso continúo de crecimiento, capaz de sostener un aumento permanente y no cíclico de la población. Los elementos centrales de este proceso fueron el establecimiento del capitalismo, la vinculación estrecha entre el desarrollo tecnológico y el proceso económico, la creación de la industria fabril, la creciente utilización tecnológica de los conocimientos científicos y el surgimiento de una economía basada en el mercado de trabajo asalariado y en la propiedad privada de la tierra y los recursos productivos.

En segundo lugar una revolución política, que configuró los estados nacionales modernos, con un Estado con pretensiones de soberanía, vinculado a una ciudadanía abstracta como fundamento de esa soberanía. Las diferentes doctrinas del pacto social condujeron a la formulación de una teoría política democrática, que se convirtió en la doctrina por excelencia de la sociedad capitalista moderna y, eventualmente, de las sociedades denominadas socialistas. Esta revolución destruyó cualquier fundamento conceptual del poder, diferente a la voluntad del pueblo, independientemente de las diversas interpretaciones, liberales o colectivistas, que se le dieran a esta voluntad. En muchos sentidos puede sostenerse que esta revolución está inconclusa en un grado mayor que las otras dos, por las dificultades que creó en el funcionamiento de la democracia la muy desigual distribución de poder económico y cultural dentro de la sociedad, lo que llevó a redefinir la democracia para entenderla como "democracia económica", "democracia social" o "democracia participatoria" y condujo a atribuir al Estado funciones redistributivas esenciales.

En tercer lugar, se produjo una revolución cultural de grandes consecuencias. Entre el siglo XVI y el siglo XX se ha efectuado un paulatino desplazamiento de las formas de comunicación social. El papel de la Iglesia y de la familia en la transmisión de la tradición cedió ante la importancia creciente del sistema escolar formal, y en la medida en que se expandió la alfabetización, ante el surgimiento de una industria cultural. Esta industria, conformada inicialmente por el sistema editorial de libros, sobre todo en lenguas nacionales (configuradas en muchas partes, partir de un mar de dialectos locales, por la misma imprenta: piénsese en la Biblia alemana e inglesa), tuvo un primer salto con el surgimiento de los diarios. A partir de ese momento, la comunicación escrita se convirtió en uno de los aspectos centrales del intercambio social, y la alfabetización dejó de ser una herramienta concreta de determinados sectores sociales para convertirse en elemento esencial de la ciudadanía. Los grupos iletrados fueron entonces definidos como atrasados portadores de la cultura "popular", entendida esencialmente como una reliquia del pasado y objeto de investigación por los folcloristas.

En el siglo XX, ante la relativa lentitud de la transformación modernizadora de las sociedades periféricas en sociedades capitalistas modernas, se plantearon proyectos globales de modernización acelerada. El más masivo de todos ha sido el hecho a nombre del socialismo y de la crítica del capitalismo, aunque mantuvo en general los objetivos modernizadores centrales de éste. El éxito inicial de estos esfuerzos, y los conflictos geopolíticos derivados de la consolidación del mundo socialista como alternativa al mundo capitalista, contribuyeron al surgimiento de una teoría alterna del desarrollo inscrita dentro de parámetros no revolucionarios. Esta teoría condujo a la formulación, en las décadas de 1950 y 1960, de diversas visiones del proceso de "modernización" de los países periféricos. En general, y simplificando arbitrariamente estas conceptualizaciones, se describió el proceso de transformación como una lucha entre sectores modernos y capitalistas en conflicto con instituciones y grupos tradicionales. Aunque era empíricamente admisible la existencia de dualismos en la sociedad y la economía de los países atrasados, la teoría de la modernización tendió a simplificar linealmente los procesos de cambio, a desconocer que en los países atrasados (y no sólo en ellos) la existencia de instituciones y situaciones llamadas "tradicionales" -como las formas de trabajo no asalariado, la supervivencia de campesinado, el dominio político violento sobre amplios sectores de la población, la existencia de ideologías autoritarias, el papel represivo de la Iglesia, etc. - era en buena parte producto del desarrollo del sector identificado como moderno. Del mismo modo, se tendió a subrayar, ignorando todos los aspectos contradictorios de esta relación, la identidad entre el sector moderno y los centros mundiales de la economía, convirtiendo a los empresarios industriales y agrarios y sus aliados transnacionales en los agentes centrales de un proceso de modernización que se consideraba deseable y que iba, obviamente, en el sentido de la generalización de las relaciones capitalistas. En todo caso, el auge de estas teorías tendió a reducir el problema de la modernidad y del "mundo moderno", en un sentido más amplio, a un proceso de "modernización" definido en términos relativamente estrechos y fundamentalmente económicos, por las burocracias de las entidades de ayuda internacional.

Las anteriores páginas presentan en forma excesivamente esquemática procesos muy complejos, ignorando aspectos centrales. Sin embargo, resulta conveniente tenerlas en cuenta como base parcial de la exposición que sigue, relativa a los aspectos centrales de los procesos de transformación modernizadora en Chile. Para efectos prácticos, considero procesos de modernización los que conducen al establecimiento de una estructura económica con capacidad de acumulación constante, y en el caso de Chile, capitalista; de un Estado con poder para intervenir en el manejo y orientación de la economía; a una estructura social relativamente móvil, con posibilidades de ascenso social, de iniciativa ocupacional y de desplazamientos geográficos para los individuos; a un sistema político participatorio y a un sistema cultural en el que las decisiones individuales están orientadas por valores laicos (lo que en general) incluye el dominio creciente de una educación formal basada en la transmisión de tecnologías y conocimientos fundados en la ciencia.

Allí se ampliaba algo esta descripción, en la siguiente forma:

El desarrollo de una economía capitalista, independientemente de las anomalías y deformaciones que pueda adoptar en países periféricos, supone la aparición de un mercado de mano de obra asalariada y de un proletariado, la eliminación de las restricciones legales que sustraen la propiedad de la tierra del mercado, la creación de un mercado nacional, el surtimiento de un sector industrial basado en el empleo de maquinaria y energía mecánica. Para las economías dependientes, el proceso de transformación capitalista de la economía requiere la ampliación de los vínculos con el mercado mundial y la destrucción de formas de producción tradicionalmente orientadas al auto­consumo. El proceso de consolidación de un Estado modero exige la ruptura de formas particulares de ejercicio del poder público, la eliminación de estructuras regionales políticas independientes, el establecimiento de sistemas tributarios eficientes, confiables e impersonales, la conformación de una burocracia y un sistema policial capaces de imponer las decisiones del Estado. El proceso de modernización del sistema social incluye el crecimiento del sector urbano, la eliminación de diferencias legales entre la población, el debilitamiento de la dependencia individual de estructuras estamentales, étnicas y familiares y el surgimiento de un sistema de clases sociales formalmente abiertas. Las transformaciones culturales pueden incluir el debilitamiento de la función de la religión, el surgimiento de un sistema masivo de educación pública, la incorporación acelerada de tecnologías de comunicación provenientes de los centros económicos avanzados, el cambio de valores sociales y percepciones acerca del trabajo, la riqueza, el empleo del tiempo, la función de la ciencia, etcétera.

II. MODERNIDAD Y TRADICIÓN EN CHILE: SUS ANTECEDENTES

El territorio chileno ingresa en el mundo a través de la conquista por España. Que esto haya sido así tiene al menos dos consecuencias de signo contrario: por una parte condujo a una temprana incorporación al mundo cultural occidental, pero por otra hizo que, como ha sido señalado por varios autores, los elementos del mundo moderno que transformaron la Europa post renacentista llegaran doblemente debilitados a Chile, por la supervivencia de tradiciones culturales indígenas y por la muy parcial europeización de España, que asumió como cruzada la lucha contrarreformista, cerrándose a aspectos centrales del mundo moderno. En particular, el desarrollo del capitalismo fue relativamente débil y tardío, el sistema científico-académico se mantuvo aislado del resto de Europa, y la estructura política mantuvo rasgos extraordinariamente autoritarios.

Los primeros esbozos de una ideología modernizadora se presentaron en la elite criolla de la segunda mitad del siglo XVIII. Su percepción del atraso hispánico, y del atraso adicional en el que estaba nuestro territorio, estuvo vinculada desde el comienzo a la adopción de un pensamiento protoliberal, cercana al liberalismo europeo. El desarrollo de una economía capitalista, la igualdad legal de la población, la expansión de la educación, la ampliación de las oportunidades de dirección administrativa para los criollos, estuvieron entre los primeros componentes de un proyecto modernizador identificado con el pensamiento ilustrado y que se inscribía, sin muy seria ruptura, dentro de la tradición parcialmente europea de las elites criollas.

Facilitaba también, aparentemente, la perspectiva de una rápida modernización de la del territorio el hecho de que aquí a diferencia de otras regiones hispanoamericanas, se había realizado un proceso muy acelerado de mestizaje, que para entonces había destruido la autonomía cultural de las principales naciones indígenas y creado, tempranamente en comparación con otras regiones hispanoamericanas, una identidad lingüística (ya más del 90% de la población hablaba exclusivamente el español) y una religiosidad relativamente homogénea.

Elemento central de este primer esfuerzo modernizador fue el esfuerzo consciente por crear una práctica científica local y por transformar las instituciones académicas superiores. Esto se expresó en la conformación de la Expedición Botánica, en la reforma de los planes de estudio universitarios y en el intento por desplazar a los clérigos de la enseñanza universitaria para reemplazarlos por laicos, así como en una crítica general del saber tradicional. A pesar del carácter elitista de este primer esfuerzo de "modernización", reforzó tres corrientes de gran significación posterior: a) contribuyó a generar un esbozo de identidad nacional, contraponiendo los americanos y los españoles, que tuvo implicación en la aparición de tendencias a la independencia nacional; b) subrayó la importancia de una ciencia aplicable a las necesidades del país, entendidas en términos de producción y explotación de los recursos naturales, y c) promovió entre los grupos dominantes la visión de que el pensamiento y las instituciones tradicionales, vinculados a España, constituían una fuente de atraso, y que era conveniente abrirse al ejemplo, más liberal y capitalista, de otras regiones, como los Estados Unidos, Francia e Inglaterra.

No entro en detalles en el análisis de algunos procesos de modernización centrales del siglo XIX, que están descritos con más precisión en el artículo antes citado. Aquí baste señalar algunos puntos centrales. El hecho de que la independencia se hubiera logrado en un momento en el que Inglaterra aparecía como el modelo por excelencia del desarrollo, y los Estados Unidos como el más exitoso ejemplo del proceso de crecimiento de un pueblo recién liberado, hizo que desde entonces se identificara con el logro de los objetivos de independencia nacional el establecimiento de una economía capitalista y de un sistema político liberal y basado en la soberanía popular. Como esta opinión fue común a todos los sectores de la elite y a los dirigentes de los dos partidos que se configuraron a mediados del siglo pasado, los objetivos del proyecto modernizador no se vieron alterados substancialmente por las vicisitudes de las luchas políticas del siglo XIX ni por la inestabilidad del periodo. Para 1850 este proyecto modernizador hacía parte del ideario fundamental de los grupos dirigentes del país y sus defensores podían alegar que al menos en el plano político se encontraba muy avanzado, en la medida en que se había creado un Estado independiente, cuyo sistema institucional se basaba en principios constitucionales y jurídicos similares a los de las más avanzadas naciones de Europa: legislación escrita, separación de poderes, funcionarios electivos mediante un sistema electoral limitado, derecho civil y penal tomado de Francia. En términos económicos, a partir de la década del 50, se adoptó sin restricciones el modelo librecambista, con su apertura al comercio internacional y los esfuerzos por establecer un mercado interno de tierras y de trabajo.

La coincidencia de objetivos entre todos los sectores de la elite no evitó algunas divergencias fundamentales, que condujeron a identificar al partido liberal con los esfuerzos modernizadores más radicales, apoyados en la autonomía del Estado con respecto a la Iglesia, en el uso de la escuela como eje del esfuerza cultural de transformación de la mentalidad popular, en la movilización de sectores populares y en la difusión de prácticas democráticas, y en la importación de "modelos" políticos y jurídicos europeos. Entre tanto, el partido conservador escogió un proyecto de modernización capitalista que pretendía conservar las estructuras de autoridad y de mentalidad tradicionales del país: el peso de la Iglesia, el dominio político de los propietarios, la ausencia de movilización popular, el uso de la educación para consolidar la formación religiosa y para promover el aprendizaje de técnicas laborales, y en general la búsqueda de instituciones que correspondieran a la "realidad" nacional, entendiendo por esto las que no innovaran substancialmente el orden social. Por supuesto, en ambos partidos hubo diferencias internas importantes; en particular en el partido conservador siempre existieron franjas para las cuales el proyecto modernizador capitalista era de escasa importancia o incluso nocivo para el país, en la medida en que disolvía los valores tradicionales o creaba la amenaza de movimientos "demagógicos".

A pesar de este acuerdo esencial, el modelo de desarrollo liberal adoptado por empresarios y políticos tropezaba con serias dificultades. Es cierto que en las condiciones de la época no era pensable ningún proyecto de desarrollo económico que no partiera de la vinculación a los mercados internacionales. Sin embargo, las limitaciones de la nueva República de Chile para una exitosa vinculación al mercado mundial eran muy fuertes. El ordenamiento laboral en el campo, basado ante todo en la existencia de haciendas con trabajadores no asalariados o en campesinos independientes, restringía la movilidad de la mano de obra y limitaba la magnitud del mercado. Los capitales disponibles eran escasos y se encontraban en formas líquidas. Las tecnologías eran muy atrasadas y existían barreras culturales al crecimiento de la intensidad del trabajo. Sin embargo, entre 1850 y 1890 se logró una elevada tasa de crecimiento del comercio internacional y un aumento todavía mayor de la capacidad importadora del país. Esto reforzó algunos procesos de corte modernizador: se consolidaron los grupos comerciales, se crearon las bases para un sistema bancario, se adoptaron políticas orientadas a ampliar las exportaciones, sobre todo en el terreno de las comunicaciones fluviales y ferroviarias y se adoptó una política educativa más agresiva y con algún énfasis tecnológico. En el campo político, se produjo, a partir de 1860, un proceso de consolidación de las elites de corte liberal, las cuales hicieron suyo el estado Portaliano y fomentaron una laicización de la sociedad hispano-barroca criolla.

Sin embargo, poco se modificó una estructura social y económica interna basada en el poder de los hacendados y en la sujeción de los inquilinos. Esta estructura permitía la dominación política de las poblaciones campesinas y su exclusión de las formas de modernización cultural que se esbozaban en los sectores urbanos: los campesinos de las zonas de hacienda se fueron haciendo más y más atrasados a medida que cambiaban las condiciones generales de la economía.

Dos procesos paralelos comenzaron a transformar el campo chileno: por una parte un amplio movimiento de colonización europea en el sur de chile, con inmigrantes alemanes los cuales fueron el pilar para crear nuevamente la unión territorial entre Valdivia y Chiloé y concretar este circuito económico con la zona central ya en caminos de apertura librecambista, también la incorporación de territorio mapuche, durante la segunda mitad del siglo, el cual se mantenía independiente y no concentraba ninguna estructura política determinada, y subsistía en la zona fronteriza del Biobío, con un mercado local de intercambio regional con ese sector del territorio chileno. A esto hay que agregar, en 1879, el inicio de la conquista por medios bélicos, de los territorios bolivianos de Antofagasta, y peruanos de Arica, Iquique y Tacna, el cual, gracias al influjo de la producción salitrera, promovió el avance de muchos compatriotas y del empresariado, chileno como extranjero, en la extracción de este mineral.  Por otra, la gran propiedad se expandió basada en formas tradicionales de sujeción de la población rural y en un sistema legal y de asignación de baldíos que daba todo su apoyo a los grandes propietarios de la zona central sobre todo el sector, agro-ganadero comprendido entre Santiago y Concepción. La inmensa mayoría de la tierra que salió del dominio público sirvió para acrecentar la sesgada distribución de la propiedad rural existente desde el período colonial.

Mientras el gobierno estuvo en manos del partido liberal, se presentó un álgido conflicto entre el proyecto liberal y la Iglesia, principalmente durante el período de 1870 a 1890. En efecto, el liberalismo tendió a ver en la Iglesia un obstáculo al progreso, sobre todo al adoptar ésta universalmente posiciones antiliberales y antimodernistas. Este conflicto condujo, como ocurre con frecuencia en estos casos, al reforzamiento de los elementos tradicionalismos, que lograron obtener un gran apoyo entre los sectores populares del país, vinculados todavía a estructuras productivas no capitalistas y formados en procesos de socialización dominados por la Iglesia y la familia.

De este modo, durante toda la república Portaliana, tanto en su faz conservadora, y luego posteriormente la liberal, se estableció un ordenamiento político y cultural autoritario y centralista, bastante hostil a algunos aspectos asociados con la modernización económica, social, política y cultural del país, el cual maquillaba superficialmente algunas formas tradicionales de la sociedad, pero permitía totalmente algunos patrones de paternalismo y conservadurismo en las mismas estructuras de poder que sujetaban la sociedad decimonona oligárquica.

Sin embargo, al mismo tiempo los sectores dirigentes del país continuaban compartiendo el anhelo del desarrollo capitalista, lo que dio al Estado y al proyecto político regenerador, más que un contenido anti modernizador, un aire contradictorio de "modernización tradicionalista", gradual y lento, que no pretendía eludir todo conflicto con las tradiciones culturales del país o con sus estructuras políticas. Mientras se apoyaba el crecimiento económico y en particular del comercio internacional, el incremento de la escolaridad, vista como importante para la producción, y ciertas formas de conocimiento tecnológico, se rechazaban elementos centrales del pensamiento científico y se trataba de mantener el país aislado de las formas de pensamiento laico o liberal. La estructura social, aunque se modificaba con el crecimiento de las ciudades y la expansión del campesinado, se apoyaba en la creciente concentración de la propiedad rural y en el apoyo dado por el Estado a los propietarios en los conflictos que los enfrentaban cada vez más a colonos o arrendatarios. Del mismo modo, el sistema político mantuvo, en sus aspectos formales, una estructura altamente autoritaria y de baja participación, mediante un sistema electoral restrictivo, un centralismo muy fuerte. En cierto modo, y en síntesis, se instauró un orden capitalista, “desde arriba” gracias al aparato estatal, oligárquico, una forma de “modernización” ya utilizada, pero con otros parámetros y en otras circunstancias históricas, por la Corona Española Ilustrada dieciochesca. Así  el “todo para el pueblo pero sin el pueblo” seguía enraizado en las políticas públicas del siglo XIX, con otros objetivos, la apertura económica el sistema mundo capitalista, y con dirigentes, elites, oligarquías de corte republicanas, las cuales promovían incesantemente el progreso, pero al mismo tiempo, la mantención de sus privilegios de clase.