Por Flavio Fioriani
Publicado en Mundoclasico.com (ISSN 1886-0605) el 04/09/2003
Durante todo el siglo XIX la inmigración europea fue considerada en Argentina un factor crucial para el surgimiento de una sociedad y de una comunidad política modernas. Una política de poblamiento habría producido una transformación epocal de la geografía social del país. Uno de los padres de la independencia como Bernardino Rivadavia ya había subrayado en 1814 hasta qué punto, después de la conquista de la libertad política, la exigencia de poblamiento estaba determinada por la necesidad de “destruir las degradantes habitudes españolas y la fatal graduación de castas, y de crear una población homogénea, industriosa y moral”.Así fue determinado el canon con el que son presentados los beneficios culturales y étnicos de la inmigración blanca y europea que constituirá la parte más consistente de la población que llega por millones al país entre 1870 y 1914. Con una especie de fe apriorística en los efectos positivos del injerto (como a menudo ha sido definido con una metáfora de significado considerablemente denso) de una civilización madura en el cuerpo de una sociedad de antiguo régimen. Si la herencia colonial es el problema, Europa representa la solución. La inmigración, por tanto, debía ser promovida por un estado que tiene la tarea de gobernar los procesos de transformación social y económica. La llegada de los inmigrantes es vista como el contrapunto de la capacidad de las élites dirigentes para guiar el país por el camino de la modernización y el progreso.La masiva inmigración europea y el desarrollo económico redibujan el perfil de la sociedad argentina entre el final del siglo XIX y el comienzo del XX, hasta tal punto que entra en el léxico común la definición de “sociedad aluvial”, que toma forma a través de sedimentaciones sucesivas y en la cual los extranjeros están por todas partes (ciudad y campo). La capital Buenos Aires es vista como la “nueva Babel” de una sociedad magmática, en crecimiento, en vías de definición.El aluvión inmigratorio tiene pocos términos de comparación, sobre todo en la ciudad-puerto. Veamos los datos proporcionados por los censos nacionales: en 1895 el país cuenta con 3,9 millones de habitantes; en 1914 salta a 7,8 millones. En 1914, un tercio de la población argentina ha nacido en el extranjero. En 1895, la proporción de inmigrantes respecto a la población nativa es la más alta del mundo.Un fenómeno social de tal alcance no podía más que suscitar las reflexiones de los intelectuales que identificaban en él las razones y la llave del futuro y del éxito de Argentina o de su fracaso. Al fenómeno se le asigna una función insustituible porque lo que está en juego es el desafío de la modernidad.En 1883, en pleno crecimiento económico, Domingo Fausto Sarmiento publica el primer volumen deConflictos y armonías de las razas en América. El ya anciano autor de Facundo plantea una cuestión de crucial relevancia: “¿Somos nación?”, se pregunta Sarmiento, “¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento? ¿Argentinos? ¿Hasta dónde y desde cuándo...?”. Tales interrogantes no nos dicen sino que Sarmiento se ve obligado, a pesar suyo, a confesar el fracaso del esfuerzo destinado a crear, a través de la inmigración, una comunidad política “civilizada”. Es más: en oposición al clima de optimismo y a las enfáticas consideraciones de los que veían en la llegada de millones de europeos la completa salida de Argentina de la barbarie del antiguo régimen, Sarmiento se interroga sobre las consecuencias de los efectos rompedores de la presencia masiva de extranjeros en la geografía y en la sociedad.Estas cuestiones se refieren directamente al problema de la identidad de Argentina. “¿República de ciudadanos o sociedad de habitantes?”. Porque lo que se está determinando es una verdadera escisión entre un país político y un país económico (predominantemente extranjero y que intenta quedar como tal). Parece, por tanto, que se asoma de nuevo, en versión actualizada, el espectro de la barbarie posterior a la independencia: de la pesadilla del espacio despoblado en el cual es la sociedad la que explica la política y no al contrario (la pesadilla de una nación pensada como el esfuerzo por colmar un vacío físico, político, cultural, y hundida en una soledad sin raíces), Sarmiento pasa a consideraciones no menos pesimistas que aquellas que lo habían inducido a escribir su Facundo. Un cambio tan radical, ¿no se arriesga a replantear los mismos problemas originados medio siglo atrás por el determinismo geográfico?Sarmiento desarrolla, por tanto, un análisis sobre la decadencia de un país del que, por entonces, el mundo entero pensaba que marchaba al ritmo incesante del progreso. Es más: él se adueña de las interpretaciones racistas bastante en boga en aquel tiempo para trazar un balance de la historia y de la sociedad argentina centrando su atención sobre las incógnitas de los efectos de la inmigración. Se ha dicho: “¿República de ciudadanos o sociedad de habitantes?”. Porque, en efecto, los extranjeros son bastante reacios a adquirir la ciudadanía argentina, porque la sociedad y la actividad económica ofrecen lo que el historiador José Luis Romero ha definido admirablemente como uno de los rasgos constitutivos del proceso de modernización del país: “la aventura del ascenso”.Por otro lado, en el terreno político el régimen oligárquico todavía no había abierto las puertas a la participación electoral de las masas argentinas: son muchos los que señalan los fraudes y las manipulaciones electorales que dejaban al desnudo la fragilidad de un sistema de representación que no avanzaba al mismo ritmo que el vertiginoso crecimiento de la sociedad civil y económica y que no disponía todavía de canales institucionales válidos para regular sus conflictos.Conflicto y armonías termina, por tanto, por ser una amarga reflexión sobre la sociedad y sus tumultuosos procesos de transformación y de transculturización conducida bajo el signo del determinismo social. Excavando como un paleontólogo en la corteza geográfica y social del país, Sarmiento concluye que “la raíz del mal estaba a mayor profundidad de lo que los accidentes exteriores del suelo lo dejaban creer”. (OC, XXXVII, p.23).El concepto de “raza” habría sustituido, como categoría explicativa, a aquella pluralidad de razones históricas que Sarmiento había presentado admirablemente en Facundo (donde, al menos, la vieja cultura heredada de la colonia encontraba una ocasión de rescate en la cultura/ civilización representada por la ciudad). Las ciudades argentinas de finales de siglo se presentan como un mosaico lleno de contrastes y son percibidas por Sarmiento como “reductos raciales” trastornados por el “aluvión inmigratorio”. Una vez más, la dicotomía civilización / barbarie, en la que el conflicto histórico había adoptado la fisonomía de un conflicto racial. De ahí desciende la melancólica aceptación de la inferioridad racial de América Latina respecto a la “magnificencia cultural y social” de los Estados Unidos. Porque en Argentina, país fragmentado, el interés del habitante, en virtud del determinismo geográfico y cultural, no se transforma en “virtud cívica”. Citamos una vez más a Sarmiento: “Es que con esos enjambres de inmigrantes de todas las nacionalidades, vienen oleadas de barbarie no menos poderosas que las que en sentido opuesto agitan a la Pampa; la población crece sin que el Estado se consolide con el rápido incremento de ciudadanos. [...] Buenos Aires no es una ciudad sino una agregación de ciudades con sus lenguas, sus diarios, sus nacionalidades distintas; y ya el lenguaje ha consagrado las frases: la comunidad alemana, la comunidad francesa y en las provincias la colonia italiana, la colonia inglesa. Aquí no hay casi pueblo. Hay ricos propietarios nacionales y trabajadores artesanos, comerciantes extranjeros”. (Carta de Sarmiento al Ministro de Asuntos Exteriores de Venezuela, 1870).En el mismo horizonte de ideas se colocan las consideraciones que Juan Bautista Alberdi desarrolla en La vida y los trabajos industriales de William Wheelwright en la América del sud (1876). Esta es la historia (casi un apólogo) de un personaje de biografía ejemplar: la de un inmigrante cuyo activismo culmina con un contrato industrial para construir vías de ferrocarril. Wheelwright es un extranjero que se mantiene alejado de la política, un verdadero héroe del progreso, innovador, heraldo de paz y de energías, hombre que encarna una ética espiritualista. En suma, el arquetipo de aquella inmigración selectiva deseada por todos. Un hombre que resume el ideal alberdiano de la fórmula conocida por todos: “gobernar es poblar”. Wheelwright es la quintaesencia de la ética del habitante, resultado de aquel esfuerzo encaminado a atraer “los pedazo vivos” de la civilización europea”, encarna la ética de la libertad que para Alberdi es el principio que preside toda sociedad civil y civilizada.Wheelwright no es sólo paradigma de inmigración seleccionada, sino que, sobre todo, testifica en carne y hueso la escisión entre lo público y lo privado que caracteriza la modernización de Argentina. Porque para Alberdi (él es el redactor de la Constitución argentina de 1853, que, en su preámbulo, declara que se asegurarán los beneficios de la libertad “para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”) América no es capaz de dar vida a las virtudes civiles y políticas arraigadas ya desde tiempo atrás en otras latitudes. La legitimidad del estado y de la nación habrían derivado únicamente del transplanto de la civilización europea a tierras americanas.Estos juicios confirman en buena medida la opinión general: un caótico proceso de transformación económico-social no dio lugar a la deseada fusión entre los inmigrantes y su nueva patria, y esto da testimonio de una construcción incompleta de Argentina como nación moderna.Conviene recordar, sin embargo, que entre 1883 y 1912 el parlamento promulgará tres leyes de incalculable significado político que habrían vuelto parcialmente reales los deseos de cuantos hemos tratado hasta ahora: la ley de educación común obligatoria (1883), la ley de servicio militar obligatorio (1901) y la ley que instituye el sufragio universal masculino y obligatorio (1912): leyes encaminadas a nacionalizar a los inmigrantes y a transformar a habitantes laboriosos en ciudadanos responsables con el sufragio y la instrucción pública. El estado es candidato, por tanto, a formar al nuevo ciudadano: una empresa en la que deberán participar el maestro y el alumno, el oficial y el soldado, el representante político y el elector. A finales de siglo, sin embargo, como en toda América Latina, el evolucionismo de impronta spenceriana se afirma como canon con el que sociólogos, filósofos, políticos e intelectuales en general rechazan el positivismo en el espacio-naturaleza americano. Y es en el reconocimiento de los obstáculos que se oponen a la marcha hacia el progreso donde la inmigración vuelve a ser considerada un factor de gran importancia. No sólo porque el evolucionismo de impronta spenceriana se convierte en el factor central de un militante progresismo biologista, sino porque, sobre todo, la ideología positiva desarrolla un papel importante tanto en su capacidad de organizar un nuevo discurso sobre la identidad nacional como porque se articula en instituciones (educativas, sanitarias, jurídicas) cuya tarea principal es homogeneizar la fisonomía social, el cuerpo de una nación que se considera todavía en vías de formación.En el fin de siglo argentino, el positivismo llega, por tanto, a ser el canon dominante, capaz de explicar los efectos no deseados del proceso de modernización y de individuar los obstáculos que se cruzan en la marcha hacia el progreso. A este respecto, hay que recordar que la aparición del movimiento operario, cuyos dirigentes y militantes son en su mayoría extranjeros, es acompaña por el nacimiento de corrientes, opiniones y movimientos políticos que dan lugar a episodios de abierta y virulenta xenofobia.Lo que ha cambiado es que del interrogante planteado por Sarmiento ahora se pasa a una concepción más difusa de los rasgos negativos de la población extranjera y las interpretaciones de corte biológico-psicológico no dejan de ofrecer un apoyo “científico” a las actitudes de rechazo del inmigrante (identificado como el perturbador de una armonía social feliz y en vías de extinción). Sin embargo, es opinión difundida entre los estudiosos que los comportamientos xenófobos no se tradujeron en cambios bruscos en la política inmigratoria: en aquellos años, la llegada de extranjeros alcanza su punto máximo y la xenofobia aparece como una argumentación de corte apologético en defensa de un ordenamiento en torno al cual el consenso se hace menos seguro.De todas formas, es evidente que si una sociedad que exhibe un indudable progreso material, altas cuotas de movilidad ascendente e incontestables procesos de modernización y secularización es analizada al mismo nivel que un organismo regulado por las mismas leyes que gobiernan la evolución del mundo natural, a veces se bordean concepciones basadas sobre el determinismo racial. Los inmigrantes son considerados dentro de un paradigma organicista de la sociedad y, por tanto, como una confirmación de la “multitud” que define la presencia de las masas en el escenario de la historia.Será el neuropatólogo José María Ramos Mejía (creador del Departamento de Higiene y de la cátedra de Neuropatología, y más tarde director del Consejo nacional de Educación hasta su muerte) quien dedicará un profundo análisis a la amenaza constituida por estas multitudes urbanas y aluviales que están ocupando el escenario y reclaman el sufragio universal.Las consideraciones que dedica a la inmigración tienen ciertamente rasgos de darwinismo social (“en el mundo social... sucede lo mismo que en el resto de la naturaleza, cuya armonía quiere que la fauna de una región encierre, además de los grandes cuadrúpedos, seres de talla o de fuerza menor”), pero incluye elementos significativos de un integracionismo paternalista que considera a los extranjeros como una contribución imprescindible para la construcción de una nación moderna. Tiene plena fe en la capacidad de integración a través de la obra pedagógica de las instituciones sobre la psicología del inmigrante a través del trabajo. Todo esto, bajo una visión que intenta disciplinar una magmática realidad social. Al mismo nivel de otros positivistas como Agustín Álvarez (La transformación de las razas en América, 1898) y Carlos Octavio Bunge (Nuestra América, 1903), la nacionalización del homo oeconomicus que es el inmigrante se confía, más que al ejercicio del sufragio, a la escuela, a los libros, a la prensa.En la época del Centenario, se determina una divergencia que se condensa en dos imágenes contrapuestas: la convencional de la inmigración como agente de civilización (persistencia de la visión de Alberdi) y la más reciente que ve en el emigrante un factor de disgregación de la identidad nacional (en el ámbito de una revisión de los postulados liberales, racionalistas y progresistas). Y es significativo que en esta última el juicio sobre la inmigración forme parte de una respuesta más general a una realidad percibida como confusa, magmática, en la que los extranjeros son ya parte integrante de un espacio social que se ha dilatado hasta tal punto que hace desaparecer, en la percepción de muchos, la Argentina tradicional que Sarmiento había señalado como expresión de la barbarie y el caudillismo.En la reacción nacionalista que surge en torno a los años 1910-20, mitos culturales y literarios articulan una secuencia de imágenes y de valores que representan un brusco cambio de rumbo respecto a los que habían presidido el nacimiento de Argentina como nación independiente. Porque la inmigración está inevitablemente asociada a la modernización y a la secularización de los comportamientos. Pero, de agente del progreso, el extranjero (el Wheelwright alberdiano) se transforma en portador de una nueva barbarie. O, para ser más precisos, de una homologación en las costumbres, en los comportamientos sociales y en la cultura que denuncian hibridación y cosmopolitismo. En este cuadro, el término criollo se contrapone a la europeización, al “gringo” y al inmigrante, y adquiere de nuevo connotaciones positivas. El inmigrantes es el símbolo del progreso que, una vez asociado a la noción de orden, ahora deja de ser, por el contrario, un valor unívoco y autosuficiente. Y es significativo que uno de los exponentes más cualificados de aquella generación de gentleman-escritores, Lucio Mansilla, declare en sus Memoriasde 1904: “Quiero ayudar a que no perezca del todo la tradición nacional. Se transforma tanto nuestra tierra argentina, que tanto cambia su fisionomía moral y su figura física, como el aspecto de sus comarcas en todas direcciones. El gaucho simbólico se va, la aldea desaparece, la locomotora silba en vez de la carreta, en una palabra nos cambian la lengua, que se pudre...”.Para que el juicio sobre la inmigración asuma las connotaciones de un verdadero rechazo de los efectos materiales e inmateriales inducidos por el proceso de modernización social y cultural, es necesario, sin embargo, acudir a Leopoldo Lugones y su confutación (desarrollada en las conferencias tituladas El payador de 1916) de la función de la inmigración no con la revalorización del filón hispano-católico ni del filón indígena, sino con la revalorización del tradicionalismo criollo a través de la figura del gaucho. Exponente de un nacionalismo cultural militante, Lugones propone la inversión de los términos con los que hasta aquel momento se había señalado la peculiaridad del progreso argentino (supremacía del inmigrante sobre los nativos y del agricultor europeo sobre el gaucho).Los nacionalistas condenan la élite liberal porque es responsable del fracaso del proyecto de nación por haber buscado la ruptura con el pasado español y colonial, entregando el país al imperialismo británico y favoreciendo la disolución de la identidad argentina con la inmigración (eran señalados como responsables los intelectuales que habían propuesto la inmigración como absoluta panacea para los males del país y como parte de un proyecto de europeización que en aquel momento era fuertemente criticado). Pero también es cierto que la imagen de los padres fundadores de la Argentina moderna (la que había surgido gracias también a la inmigración que habían deseado Sarmiento y Alberdi) continúa detentando una posición hegemónica, porque, entre otras cosas, sirve para sostener el mito de la excepcionalidad argentina en el contexto americano (el mito de la Argentina blanca y “europea”).Quiero concluir estas breves consideraciones señalando la persistencia del nudo de la inmigración europea en la reflexión sobre la identidad nacional argentina, incluso después del final del flujo inmigratorio de masa, con el ejemplo del escritor Eduardo Mallea, exponente del grupo de intelectuales reunidos en torno a la revista Sur. Espacio privilegiado de su obra, la metrópolis Buenos Aires es descrita por Mallea como un lugar contaminado por un imperante cosmopolitismo que ha barrido irremediablemente la memoria de un país de estilo patricio y el prestigio de familias de linaje colonial. No son, sin embargo, los inmigrantes, sino sus hijos (verdaderos representantes de una multitud anónima, materialista y heterogénea) los que se han adueñado de las calles de la capital. Son los nuevos ricos de la clase media uno de los dos términos de la contraposición que Mallea establece entre “argentinos visibles y argentinos invisibles”. Es inútil añadir de qué parte está Mallea: la metáfora sobre la invisibilidad que es propia de su condición y de las clases patricias es, en términos simbólicos, no menos agresiva que el repertorio discursivo del nacionalismo militante. En el desorden de la metrópolis ruidosa, cosmopolita y blanca, Mallea escribe su Historia de una pasión argentina (1937) y vive su condición de invisibilidad como un exiliado en casa propia. Más bien, en su patria.Falta preguntarse qué habría dicho Sarmiento de esta multitud de argentinos, hijos de padres emigrantes, que en una sola generación han rescatado la condición de invisibilidad política de sus padres con la reciente adquisición de la ciudadanía política.Traducción de Eva Moreda
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Esta comunicación fue leída en el congreso 'Patrimonio musicale europeo e migrazioni verso l'area rioplatense (1870-1920)' organizado por el Dipartimento di Studi anglo-americani e ibero-americani de la Università Ca’ Foscari de Venecia (Italia) los días 26 y 27 de mayo de 2003 para clausurar el proyecto 'European Musical Heritage and Migration' promovido por el Istituto per lo Studio della Musica Latinoamericana (IMLA) y patrocinado por la Unión Europea dentro del Programa Cultura 2000