GONZÁLEZ SÁNCHEZ, CARLOS ALBERTO. “BARROCO Y CONTRARREFORMA. ENTRE EUROPA Y LAS INDIAS”. En Revista Destiempos, México, Distrito Federal Marzo-Abril 2008, Año 3, Número 14, Publicación Bimestral, pp. 152-155
El término Barroco, conforme a las interpretaciones historiográficas del tercio final del siglo XX, lo empleo para aludir a un concepto de época, a la cultura de un periodo de tiempo definido que se refleja en las múltiples facetas (económicas, políticas, sociales, religiosas, mentales, etc.) de la vida; porque existió un hombre barroco que desplegó una manera peculiar de afrontar y entender la realidad. Hemos superado, pues, una visión del fenómeno, procedente del Setecientos, peyorativa y, como una ruptura radical de los parámetros renacentistas, o la expresión estilística de una civilización católica, exclusivamente aplicada a las artes plásticas[1]. Si bien, poco después de los tratadistas alemanes B. Croce (1925) hablará de una Edad Barroca con unas características constitutivas que generan una mentalidad propia; y E. d’Ors (1934) de un prototipo decadente y recurrente en la evolución histórica de las sociedades.[2] No obstante, y hasta la irrupción del modélico estudio de Maravall (1975), no se definirá del todo la noción de época o de una etapa de la historia, entre 1600 y 1680, con su fase más representativa de 1600 a 1650, desplegada en Occidente y en sus áreas de expansión colonial, cuya fisonomía viene dada por la crisis secular que la distingue y, preferentemente, por las soluciones que le ofrecen los grupos sociales activos (el Rey, la aristocracia, la jerarquía eclesiástica, la alta burguesía y los ricos labradores).[3]
Esta cronología, sin embargo, cabría ampliarla entre el último tercio del siglo XVI y la primera mitad del XVIII. En España su fase de plenitud coincide con el reinado de Felipe IV, aunque puede tener desde 1570, cuando se invierte la coyuntura económica y al calor de la Reforma católica, una etapa temprana, y de 1680 a 1750 otra tardía, extremada y de lenta disolución. Al igual, su geografía cultural algunos la restringen a Europa occidental, con resonancias en la oriental, y a las regiones del mundo (América) especialmente conectadas a ella. Es más, y como veremos, Braudel lo vincula directamente a la Contrarreforma y a los países que la lideraron: Italia y España.
Maravall, por tanto, centrará sus inquietudes intelectuales en la identificación de una cultura conservadora, dirigida, masiva y urbana, que, ante los reveses inherentes a los contratiempos del siglo, persigue la reafirmación del sistema monárquico-señorial en el que se asientan las prerrogativas de las elites y, a través de actitudes disciplinadas y homogéneas, la sumisión del resto de la comunidad a sus intereses. Cierto es, siquiera para la primera mitad del XVII en Europa, que hubo una crisis, real y en las conciencias, o, al menos, una serie de cambios bruscos y reajustes, con sus efectos negativos (demográficos, económicos y sociales en primer lugar), que, como en otras fases históricas similares, provocaron inseguridades, alteraciones gubernamentales y exasperación religiosa; pero, por suceder después de las optimistas expectativas del Renacimiento, se perciben de una manera más virulenta. Ello no impide que, tal vez, el modelo hermenéutico maravalliano se exceda en una concepción del Barroco, demasiado arcaizante y conservadora, en la que sobresale un organigrama atento a la neutralización de las ideas capaces de cuestionar el sistema establecido. Objeciones a esta versión caben varias. De entrada, la primacía de los estamentos privilegiados como promotores culturales no implica que todos los creadores trabajaran a sus órdenes y al amparo de su poder económico; ni que el arte, las fiestas, la literatura y el teatro fueran siempre vehículos de una propaganda interesada en difundir una imagen ideal y mediatizada de las cosas. Evidentemente la crítica y la sátira coexistieron con la manipulación, recurriendo a artífices mercenarios, de las conductas y el imaginario. Por ello, hoy día se tiende a rechazar una civilización gregaria y unitaria y, en cambio, se prefiere otra más diversificada, llena de contrastes en sus manifestaciones y en la que interviene la voluntad de los consumidores. Por su parte, Rodríguez de la Flor aboga por una ampliación y nuevas determinaciones del concepto, parámetros que conjuguen anomalías y desviaciones, acatamientos e infracciones; dice, dentro de un horizonte de racionalización productiva propio de la cultura barroca hispana y de la capacidad de su sistema expresivo “para marchar en la dirección contraria a cualquier fin establecido; en su habilidad para deconstruir y pervertir aquello que podemos pensar son los intereses de clase, que al cabo lo gobiernan y a los que paradójicamente también se sujeta, proclamando una adhesión dúplice”. [4]
El Barroco, sea como fuere y en parte debido a la crisis, transcurre en un mundo hecho de apariencias y lleno de amenazas, incertidumbres, contradicciones, desengaños, violencias y paradojas; de hombres que, de tanto convivir con la muerte, con miserias espirituales y materiales, derrochan pesimismo y melancólicos sentimientos de caducidad, cansancio vital y derrota causantes de desesperación, anulación de las cosas mundanas, hedonismo o renuncia estoica[5]. 10 De ahí que impere la huida hacia adelante para superar el desánimo, la desesperanza y el miedo o, dicho de otra manera, la sustitución de la realidad hostil por una pararrealidad, menos desagradable y más atractiva, exhibicionista y teatral, organizada en apariencias y, mediante la saturación de los sentidos, gobernada desde la emoción. Había, claro está, que mejorar la imagen que la sociedad tenía de sí misma, ofertándole un modelo realista, distinto al renacentista, en el que se gustara, reconociera y, en última instancia, se convenciera de la bondad de los valores e instituciones que la regían. La finalidad no era otra que, impresionando a los ojos y los oídos, elevar la condición humana y, a la vez, minimizar la disidencia y enaltecer la obediencia y la satisfacción. En este clima barroco, algo apocalíptico y catártico, cualquier cosa, la vida en suma, se teatraliza. El arte, las creencias, el dinero, la muerte, la pobreza y el poder devienen espectáculos cotidianos que, resaltando la inconsistencia y vanidad de lo terreno, aleccionan, conmueven, distraen, evaden de una aparatosa realidad y deleitan.
La religión, el único medio de salvación en una atmósfera asfixiante, va a tener una función compensatoria y didáctica de primer orden. Aliada a las componendas del Trono, se ajustará a los esquemas de la confesionalización ―el método, sobrado en violencia, de imposición del credo oficial― y de un premeditado disciplinamiento social que, en beneficio de la Iglesia y del Estado, busca las prácticas religiosas y los comportamientos cívicos ideales de una comunidad homogénea y unitaria. A decir de E. Orozco, si no todo el Barroco, como querían Weisbach y Braudel, es catolicismo militante, tampoco se puede entender sin la Contrarreforma; porque, una parte importante de sus manifestaciones y de su sensibilidad adquieren consistencia en la regeneración que experimenta la Iglesia de Roma debido a las expansivas corrientes ascéticas y devocionales que impregnan la época[6]. Cultura barroca y Reforma Católica forman un binomio de difícil disociación. No obstante, y de ahí la respuesta de Orozco a su obra, Maravall considera desmedido el protagonismo dado al fenómeno religioso frente a los factores ideológicos y socio-políticos, a las estructuras de poder que él coloca en la cúspide de los determinantes.
Lo variopinto de las interpretaciones esbozadas no hace más que poner de relieve la complejidad del tema y los múltiples puntos de vista desde los que se puede enfocar. Nadie tiene la razón y todos la tienen en idéntica proporción. Mas siempre, y de acuerdo a mis investigaciones, me ha parecido muy equilibrada la de Orozco, porque, sin negar la opción de su colega “oponente”, no hace otra cosa que llamar la atención sobre la importancia de la religión en el Barroco, y dentro de ella de la espiritualidad contrarreformista, circunstancia de la que, frecuentemente, prescindía Maravall cuando seleccionaba discursos ideológicos representativos y a la hora de brindar explicaciones ideológicas. Ciertamente, y refiriéndome ya a la cuestión que va a centrar mi atención, entre los libros que circulaban en el siglo XVII, en España y en los que deja ver la documentación disponible, son mayoría (en torno al 60%) los de asuntos religiosos. Los adiestrados en estas lides saben que entonces la lectura era fundamentalmente un ejercicio intensivo y sagrado, pues la vida no tenía otra meta que Dios y la salvación del alma. Algo muy parecido ocurre con el material tipográfico que se enviaba a Indias y en el que allí circulaba, concretamente en los registros de navíos de la primera mitad del Seiscientos aproximadamente el 65% de los impresos anotados corresponden a disciplinas religiosas, porcentaje que se repite (el 60%) en la estructura temática que deparan los 600 inventarios post mortem de inmigrantes españoles, residentes en Nueva España y Perú entre 1600 y 1680, que en su momento manejé.[7]
[1] Weisbach, Werner: El Barroco, arte de la Contrarreforma, Madrid, Espasa-Calpe, 1948.Wölfflin, H.: Renacimiento y Barroco, Barcelona, Paidós, 1986.
[2] Croce, Benedetto: Storia della Etá barroca in Italia, Bari, Laterza & Figli, 1929. D´ors, Eugenio: Lo Barroco, Madrid, Aguilar, 1934.
[3] Maravall, José Antonio: La cultura del Barroco, Barcelona, Ariel, 1975. Una asequible introducción al Barroco, y a la que remito para una revisión historigráfica más amplia y a estados de la cuestión, es la que hacen Rodríguez San Pedro, Luis E. y Sánchez Lora, José L.: Historia de España. Los siglos XVI y XVII. Cultura y vida cotidiana, Madrid, Síntesis, 2000. Otras visiones son las de Díaz-Plaja, Guillermo: El espíritu del Barroco, Barcelona, Apolo,1983; García Cárcel, Ricardo: Las Culturas del Siglo de Oro. Madrid, Historia 16,1999; Rodríguez San Pedro, Luis E.: Lo Barroco. La cultura de un conflicto, Salamanca, Plaza Universitaria, 1988; y Valverde, José Mª: EL Barroco. Una visión de conjunto, Barcelona, Montesinos, 1980.
[4] Rodríguez de la Flor, Fernando: Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), Madrid,
Cátedra, 2002, p. 19. Del mismo autor: Pasiones frías: secreto y disimulación en el Barroco hispano, Madrid, Marcial
Pons, 2005; y La península metafísica. Arte, Literatura y Pensamiento en la España de la Contrarreforma, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1999.
[5] El neoestoicismo es uno de los frentes del pensamiento político dominantes en el siglo XVII, que tuvo en Indias una repercusión notoria y poco conocida. Una buena aproximación al tema es la de Schmidt, Peer: “Neoestoicismo y disciplinamiento social en Iberoamérica (siglo XVII)”, en Pensamiento europeo y cultura colonial, Kohut, K. y Rose, S. eds., Madrid, Iberoamericana, 1997, pp. 181-204. No dejan de ser valiosos Abellán, José L.: Historia crítica del pensamiento español, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, vol. 3; y Maravall, José A.: Estudios de historia del pensamiento español, Madrid, Cultura Hispánica, 1984, 3 vols.
[6] Orozco, Emilio: Mística, plástica y barroco, Madrid, Copsa, 1977. La obra que este autor dedicó al Barroco es extensísima, pero no podemos obviar títulos como El teatro y la teatralidad del Barroco, Barcelona, Planeta, 1969; y Manierismo y Barroco, Madrid, Cátedra, 1975. De suma utilidad, porque recoge una colección de artículos del autor difícil de consultar en las publicaciones originales, es su Introducción al Barroco, 2 vols., Granada, Universidad de Granada, 1988; en uno de sus capítulos está la respuesta a Maravall: “Sobre el Barroco, expresión de una estructura
histórica. Los determinantes socio-políticos y religiosos”, vol. 1, pp. 247-268.
[7] González Sánchez, Carlos A.: Los mundos del libro. Medios de difusión de la cultura occidental en las Indias de los siglos XVI y XVII, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1999. Muy parecidas son las conclusiones a las que, tras examinar un interesante conjunto de bibliotecas privadas coloniales, llega Hampe, Teodoro: Bibliotecas privadas del mundo colonial, Madrid, Iberoamericana, 1996. Una información autorizada procede de Bibliotheca Hispana Nova de Nicolás Antonio (1696), en la que el insigne bibliófilo recoge la producción tipográfica española entre 1500 y 1684, periodo de tiempo donde se contabilizan 3.918 autores, de los que 3.407 son clérigos. Manejo la edición facsímil de Visor Libros, Madrid, 1996. Sobrada información también he encontrado en el magnífico libro de Rueda Ramírez, Pedro: Negocio e intercambio cultural, op. cit.