Monday, May 24, 2010

“BARROCO Y CONTRARREFORMA. ENTRE EUROPA Y LAS INDIAS

GONZÁLEZ   SÁNCHEZ, CARLOS   ALBERTO. “BARROCO Y CONTRARREFORMA. ENTRE EUROPA Y LAS INDIAS”. En Revista Destiempos, México, Distrito Federal Marzo-Abril 2008, Año 3, Número 14, Publicación Bimestral, pp. 152-155


El  término  Barroco,  conforme  a  las  interpretaciones  historiográficas  del  tercio  final  del siglo  XX,  lo  empleo  para  aludir  a  un  concepto  de  época,  a  la  cultura  de  un  periodo  de  tiempo definido que se refleja en las múltiples facetas (económicas, políticas, sociales, religiosas, mentales, etc.) de la vida; porque existió un hombre barroco que desplegó una manera peculiar de afrontar y entender   la   realidad.   Hemos   superado,   pues,   una   visión   del   fenómeno,   procedente   del Setecientos,  peyorativa  y,  como  una  ruptura  radical  de  los  parámetros  renacentistas,  o  la  expresión  estilística  de  una  civilización  católica,  exclusivamente aplicada a las artes plásticas[1]. Si bien, poco después de los tratadistas alemanes B. Croce (1925) hablará de una Edad Barroca con unas características constitutivas que generan una mentalidad propia; y E. d’Ors (1934) de un prototipo decadente y recurrente en la evolución histórica de las sociedades.[2] No  obstante,  y  hasta  la  irrupción  del  modélico  estudio  de  Maravall  (1975),  no  se definirá del todo la noción de época o de una etapa de la historia, entre 1600 y 1680, con su fase más representativa de 1600 a 1650, desplegada en Occidente y en sus áreas de expansión colonial, cuya  fisonomía  viene  dada  por  la  crisis  secular  que  la  distingue  y,  preferentemente,  por  las soluciones  que  le  ofrecen  los  grupos  sociales  activos  (el  Rey,  la  aristocracia,  la  jerarquía eclesiástica,  la  alta  burguesía  y  los  ricos  labradores).[3]

Esta  cronología,  sin  embargo,  cabría ampliarla entre el último tercio del siglo XVI y la primera mitad del XVIII. En España su fase de plenitud coincide con el reinado de Felipe IV, aunque puede tener desde 1570, cuando se invierte la coyuntura económica y al calor de la Reforma católica, una etapa temprana, y de 1680 a 1750 otra tardía, extremada y de lenta disolución. Al igual, su geografía cultural algunos la restringen a Europa  occidental,  con  resonancias  en  la  oriental,  y  a  las  regiones  del  mundo  (América) especialmente  conectadas  a  ella.  Es  más,  y  como  veremos,  Braudel  lo  vincula  directamente  a  la Contrarreforma y a los países que la lideraron: Italia y España.

Maravall,  por  tanto,  centrará  sus  inquietudes  intelectuales  en  la  identificación  de  una cultura   conservadora,   dirigida,   masiva   y   urbana,   que,   ante   los   reveses   inherentes   a   los contratiempos  del  siglo,  persigue  la  reafirmación  del  sistema  monárquico-señorial  en  el  que  se asientan  las  prerrogativas  de  las  elites  y,  a  través  de  actitudes  disciplinadas  y  homogéneas,  la sumisión del resto de la comunidad a sus intereses. Cierto es, siquiera para la primera mitad del XVII en Europa, que hubo una crisis, real y en las conciencias, o, al menos, una serie de cambios bruscos  y  reajustes,  con  sus  efectos  negativos  (demográficos,  económicos  y  sociales  en  primer lugar),  que,  como  en  otras  fases  históricas  similares,  provocaron  inseguridades,  alteraciones gubernamentales   y   exasperación   religiosa;   pero,   por   suceder   después   de   las   optimistas expectativas del Renacimiento, se perciben de una manera más virulenta. Ello no impide que, tal vez, el modelo hermenéutico maravalliano se exceda en una concepción del Barroco, demasiado arcaizante  y  conservadora,  en  la  que  sobresale  un  organigrama  atento  a  la  neutralización  de  las ideas  capaces  de  cuestionar  el  sistema  establecido.  Objeciones  a  esta  versión  caben  varias.  De entrada, la primacía de los estamentos privilegiados como promotores culturales no implica que todos los creadores trabajaran a sus órdenes y al amparo de su poder económico; ni que el arte, las fiestas, la literatura y el teatro fueran siempre vehículos de una propaganda interesada en difundir una imagen ideal y mediatizada de las cosas. Evidentemente la crítica y la sátira coexistieron con la  manipulación,  recurriendo  a  artífices  mercenarios,  de  las  conductas  y  el  imaginario.  Por  ello, hoy día se tiende a rechazar una civilización gregaria y unitaria y, en cambio, se prefiere otra más diversificada, llena de contrastes en sus manifestaciones y en la que interviene la voluntad de los consumidores.   Por   su   parte,   Rodríguez   de   la   Flor   aboga   por   una   ampliación   y   nuevas determinaciones del concepto, parámetros que conjuguen anomalías y desviaciones, acatamientos e  infracciones;  dice,  dentro  de  un  horizonte  de  racionalización  productiva  propio  de  la  cultura barroca hispana y de la capacidad de su sistema expresivo “para marchar en la dirección contraria a  cualquier  fin  establecido;  en  su  habilidad  para  deconstruir  y  pervertir  aquello  que  podemos pensar son los intereses de clase, que al cabo lo gobiernan y a los que paradójicamente también se sujeta, proclamando una adhesión dúplice”. [4]

El Barroco, sea como fuere y en parte debido a la crisis, transcurre en un mundo hecho de apariencias  y  lleno  de  amenazas,  incertidumbres,  contradicciones,  desengaños,  violencias  y paradojas; de hombres que, de tanto convivir con la muerte, con miserias espirituales y materiales, derrochan  pesimismo  y  melancólicos  sentimientos  de  caducidad,  cansancio  vital  y  derrota causantes de desesperación, anulación de las cosas mundanas, hedonismo o renuncia estoica[5]. 10  De ahí  que  impere  la  huida  hacia  adelante  para  superar  el  desánimo,  la  desesperanza  y  el  miedo  o, dicho  de  otra  manera,  la  sustitución  de  la  realidad  hostil  por  una  pararrealidad,  menos desagradable  y  más  atractiva,  exhibicionista  y  teatral,  organizada  en  apariencias  y,  mediante  la saturación de los sentidos, gobernada desde la emoción. Había, claro está, que mejorar la imagen que la sociedad tenía de sí misma, ofertándole un modelo realista, distinto al renacentista, en el que  se  gustara,  reconociera  y,  en  última  instancia,  se  convenciera  de  la  bondad  de  los  valores  e instituciones  que  la  regían.  La  finalidad  no  era  otra  que,  impresionando  a  los  ojos  y  los  oídos, elevar  la  condición  humana  y,  a  la  vez,  minimizar  la  disidencia  y  enaltecer  la  obediencia  y  la satisfacción. En este clima barroco, algo apocalíptico y catártico, cualquier cosa, la vida en suma, se teatraliza. El arte, las creencias, el dinero, la muerte, la pobreza y el poder devienen espectáculos cotidianos  que,  resaltando  la  inconsistencia  y  vanidad  de  lo  terreno,  aleccionan,  conmueven, distraen, evaden de una aparatosa realidad y deleitan.

  La  religión,  el  único  medio  de  salvación  en  una  atmósfera  asfixiante,  va  a  tener  una función  compensatoria  y  didáctica  de  primer  orden.  Aliada  a  las  componendas  del  Trono,  se ajustará a los esquemas de la confesionalización ―el método, sobrado en violencia, de imposición del  credo  oficial― y de un premeditado disciplinamiento  social que, en beneficio de la Iglesia y del Estado, busca las prácticas religiosas y los comportamientos cívicos ideales de una comunidad homogénea  y  unitaria.  A  decir  de  E.  Orozco,  si  no  todo  el  Barroco,  como  querían  Weisbach  y Braudel, es catolicismo militante, tampoco se puede entender sin la Contrarreforma; porque, una parte  importante  de  sus  manifestaciones  y  de  su  sensibilidad  adquieren  consistencia  en  la regeneración  que  experimenta  la  Iglesia  de  Roma  debido  a  las  expansivas  corrientes  ascéticas  y devocionales que impregnan la época[6]. Cultura barroca y Reforma Católica forman un binomio de difícil disociación. No obstante, y de ahí la respuesta de Orozco a su obra, Maravall considera desmedido el protagonismo dado al fenómeno religioso frente a los factores ideológicos y socio-políticos, a las estructuras de poder que él coloca en la cúspide de los determinantes.  

 Lo  variopinto  de  las  interpretaciones  esbozadas  no  hace  más  que  poner  de  relieve  la complejidad del tema y los múltiples puntos de vista desde los que se puede enfocar. Nadie tiene la   razón   y   todos   la   tienen   en   idéntica   proporción.   Mas   siempre,   y   de   acuerdo   a   mis investigaciones, me ha parecido muy equilibrada la de Orozco, porque, sin negar la opción de su colega “oponente”, no hace otra cosa que llamar la atención sobre la importancia de la religión en el  Barroco,  y  dentro  de  ella  de  la  espiritualidad  contrarreformista,  circunstancia  de  la  que, frecuentemente, prescindía Maravall cuando seleccionaba discursos ideológicos representativos y a la hora de brindar explicaciones ideológicas. Ciertamente, y refiriéndome ya a la cuestión que va a centrar mi atención, entre los libros que circulaban en el siglo XVII, en España y en los que deja ver  la  documentación  disponible,  son  mayoría  (en  torno  al  60%)  los  de  asuntos  religiosos.  Los adiestrados  en  estas  lides  saben  que  entonces  la  lectura  era  fundamentalmente  un  ejercicio intensivo y sagrado, pues la vida no tenía otra meta que Dios y la salvación del alma. Algo muy parecido  ocurre  con  el  material  tipográfico  que  se  enviaba  a  Indias  y  en  el  que  allí  circulaba, concretamente en los registros de navíos de la primera mitad del Seiscientos aproximadamente el 65% de los impresos anotados corresponden a disciplinas religiosas, porcentaje que se repite (el 60%)  en  la  estructura  temática  que  deparan  los  600  inventarios  post  mortem  de  inmigrantes españoles, residentes en Nueva España y Perú entre 1600 y 1680, que en su momento manejé.[7]







[1] Weisbach, Werner: El Barroco, arte de la Contrarreforma, Madrid, Espasa-Calpe, 1948.Wölfflin, H.: Renacimiento y Barroco, Barcelona, Paidós, 1986.
[2] Croce,  Benedetto:  Storia  della  Etá  barroca  in  Italia,  Bari,  Laterza  &  Figli,  1929.  D´ors,  Eugenio: Lo  Barroco, Madrid, Aguilar, 1934.
[3]  Maravall, José Antonio: La cultura del Barroco, Barcelona, Ariel, 1975. Una asequible introducción al Barroco, y a la que remito para una revisión historigráfica más amplia y a estados de la cuestión, es la que hacen Rodríguez San Pedro, Luis E. y Sánchez Lora, José L.: Historia de España. Los siglos XVI y XVII. Cultura y vida cotidiana, Madrid, Síntesis,  2000.  Otras  visiones  son  las  de  Díaz-Plaja,  Guillermo:  El  espíritu  del  Barroco,  Barcelona,  Apolo,1983; García Cárcel, Ricardo: Las Culturas del Siglo de Oro. Madrid, Historia 16,1999; Rodríguez San Pedro, Luis E.: Lo Barroco. La cultura de un conflicto, Salamanca, Plaza Universitaria, 1988; y Valverde, José Mª: EL Barroco. Una visión de conjunto, Barcelona, Montesinos, 1980. 
[4] Rodríguez  de  la  Flor,  Fernando:  Barroco.  Representación  e  ideología  en  el  mundo  hispánico  (1580-1680),  Madrid,
Cátedra, 2002, p. 19. Del mismo autor: Pasiones frías: secreto y disimulación en el Barroco hispano, Madrid, Marcial
Pons,  2005;  y  La  península  metafísica.  Arte,  Literatura  y  Pensamiento  en  la  España  de  la  Contrarreforma,  Madrid,
Biblioteca Nueva, 1999.
[5]  El neoestoicismo es uno de los frentes del pensamiento político dominantes en el siglo XVII, que tuvo en Indias una repercusión notoria y poco conocida. Una buena aproximación al tema es la de Schmidt, Peer: “Neoestoicismo y disciplinamiento social en Iberoamérica (siglo XVII)”, en Pensamiento europeo y cultura colonial, Kohut, K. y Rose, S. eds.,  Madrid,  Iberoamericana,  1997,  pp.  181-204.  No  dejan  de  ser  valiosos  Abellán,  José L.:  Historia  crítica  del pensamiento  español,  Madrid,  Espasa-Calpe,  1981,  vol.  3;  y  Maravall,  José  A.:  Estudios  de  historia  del  pensamiento español, Madrid, Cultura Hispánica, 1984, 3 vols.
[6] Orozco,  Emilio:  Mística,  plástica  y  barroco,  Madrid,  Copsa,  1977.  La  obra  que  este  autor  dedicó  al  Barroco  es extensísima, pero no podemos obviar títulos como El teatro y la teatralidad del Barroco, Barcelona, Planeta, 1969; y Manierismo y Barroco, Madrid, Cátedra, 1975. De suma utilidad, porque recoge una colección de artículos del autor difícil  de  consultar  en  las  publicaciones  originales,  es  su  Introducción  al  Barroco,  2  vols.,  Granada,  Universidad  de Granada, 1988; en uno de sus capítulos está la respuesta a Maravall: “Sobre el Barroco, expresión de una estructura
histórica. Los determinantes socio-políticos y religiosos”, vol. 1, pp. 247-268.
[7] González Sánchez, Carlos A.: Los mundos del libro. Medios de difusión de la cultura occidental en las Indias de los siglos XVI y XVII, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1999. Muy parecidas son las conclusiones a las que, tras examinar un  interesante  conjunto  de  bibliotecas  privadas  coloniales,  llega  Hampe,  Teodoro:  Bibliotecas  privadas  del  mundo colonial,  Madrid,  Iberoamericana,  1996.  Una  información  autorizada  procede  de  Bibliotheca  Hispana  Nova  de Nicolás Antonio (1696), en la que el insigne bibliófilo recoge la producción tipográfica española entre 1500 y 1684, periodo de tiempo donde se contabilizan 3.918 autores, de los que 3.407 son clérigos. Manejo la edición facsímil de Visor Libros, Madrid, 1996. Sobrada información también he encontrado en el magnífico libro de Rueda Ramírez, Pedro: Negocio e intercambio cultural, op. cit.