Thursday, May 13, 2010

RELACIÓN DEL DESCUBRIMIENTO DEL LAGO LLANQUIHUE ESCRITA POR BERNARDO EUNOM PHILIPPI





(Es el documento más antiguo que poseemos)

Excursión al Lago Quetrupe Pata o Llanquihue.

El gran lago que se conoce en Chiloé con el nombre de Quetrupe Pata
y en Valdivia con el de Llanquihue, fue primitivamente conocido por los españoles, pero cayó en olvido desde la época en que los valientes araucanos conquistaron este  territorio en el siglo XVII. Mas, a pesar de que en 1797 los españoles tomaron de nuevo posesión tranquila del lago, los pobladores ignorantes de la vecindad no se atrevieron a penetrar en sus regiones por temor a los antiguos enemigos, o amedrentados por las fábulas que se contaban, muy propias naturalmente, para atemorizar a las gentes tímidas.

Se decía que era tan grande, que alcanzaba hasta Buenos Aires; muy tempestuoso, de marcas regulares, habitado en una de sus orillas por monstruos y en la otra parte por los indios pehuenches y araucanos.
Emprendí este viaje, partiendo de la costa continental situada al norte de la isla de Chiloé, costa que, aunque completamente despoblada, es muy importante para esta provincia, pues aquí es donde los chilotes hacen su fortuna con el comercio de tablas de alerce.

En verdad, casi toda la población masculina de Chiloé, abandona su tierra natal a principios de verano, para embarcarse en piraguas o lanchas que los conducen a loj lugares donde se encuentran los alerzales. Levantan allí una morada provisoria la cual, como salida por encanto de la tírra. desaparece luego después, sin dejar rastros tan pronto vuelven a sus hogares isleños llevándose las tablas con que la hubieran construido. Llaman astilleros a estos lugares improvisados y el de Melipulli (hoy Puerto Montt), de donde partí, constaba entonces de 27 a 30 casuchas con una población de más de doscientas almas.

Permanecen muertos estos sitios desde la mañana hasta la noche y, fuera de algunos escasos cuidadores qus se quedan en ellos, no se ven, durante el día, más que perros y cerdos en sus alrededores. Al atardecer regresan los trabajadores, unos tras de otros, cargados (23)

con las tablas elaboradas durante el día. Son éstas de 9 pies de largo por 9 pulgadas de ancho y entre medía y una pulgada de grueso y no deja de ser considerable la carga que un solo trabajador puede llevar sobre sus hombros en un recorrido que lfcga hasta una milla alemana. Aunque es un tanto extraña la expresión que esta gente; emplea para designar el trabajo, dicen que "van a las minas" lo cual, sin :rabargo es fiel y significativo, ya que estos parajes son efectivamente sus minas y las tablas de alerce su dinero.

En Calbuco se da el nombre de real, moneda del país, a una tabla, aunque bien es cierto que se dan 4 tablas por ese precio. Es también característica la expresión de "ir a las minas", porque al presante se labran o sacan la mayor parte de las tablas de los alerces viejos, caídos y ya med'o enterrados en el suelo. Se ha trabajado con tan poco cuidado esta madera, que hoy, sólo a mucha distancia se ven vivos estos majestuosos árboles y los labradores de tablas obligados a buscar y trabajar los troncos abandonados. Muchas veces, sólo con el propós:to de rozar el campo pegan fuego a grandes extensiones de bosques, con lo que además de quemar las plantas útiles, destruyen los retoños de los alerces. 

Este árbol tiene una corteza blanda y filamentosa que se emplea como estopa para calafatear las embarcaciones y que tiene la ventaja de hincharse con el agua. El fuego la prende con una facilidad increíble, subiendo rápidamente a la copa del árbol y destruyendo las ramas para dejar intacto el tronco.El alerce pertenece a los árboles gigantes; he medido varios que tienen un diámetro de 15 pies, lo que explica que, a pesar del poco cuidado que se toma para trabajarlo, perdiendo una cantidad indecible de madera, un solo
ejemplar proporcione entre 500 y 700 tablas. No es muy alto con relación a su espesor y creo no haber visto ninguno que; alcance a más de 150 pies de altura. Se levanta, es verdad, muy recto hasta el punto en que nacen las primeras ramas, pero allí pierde inmediatamente el grueso para formar la corona. Nunca he visto bosques formados únicamente de alerces, sino que la mitad por lo menos, de árboles con follaje de coniferas llamadas mantos o pinos.

Parece que es muy lento el crecimiento del alerce, pues en un paraje incendiado hacía 14 años, n'nguno de los nuevos árboles había alcanzado la altura de dos hombres. De unos troncos que tuve ocasión de examinar, saco la conclusión de que el ponderado árbol creció antiguamente hasta cerca del mar, (24)

donde hoy ya no se encuentra.Hay poco que decir sobre la manera empleada en elaborar las tablas. Se empiezan por cortar los troncos en piezas de 9 pies de longitud las cuales se rasgan en varias secciones por medio de cañas o astillas que proporciona la misma hacha cuando se derriba el árbol, desechándose la parte superior o copa porque no se deja partir. Basta generalmente la presencia del menor inconveniente en la estructura de la madera para que el trabajador lo abandone y busque otro que no pres nte dificultades en la confección de tablas.

El monte está formado principalmente por quilas (especie de bambúes) que lo hacen casi impenetrable y es característico eI modo cómo los chilotes se abren una senda para llegar hasta las "urnas". Derriban algunos árboles y arbustos los cuales al caer, aplastan coa su propio peso a otros de menor tamaño y principalmente a las quilas. Caminan entones, apoyados en una larga rara o palo cualesquiera sobre los troncos de los árboles derribados.

Cuando quedan espacios entre dos trovos derrumbado», llenan estos espacios con palos o estacas de manera que los pies no tocan jamás el suelo en distancias algunas veces de varías millas. S sobresale la curva de algún tronco que impida el paso, lo rebajan de tal manera que, sin dividirlo, lo hacen conservar la firmeza necesaria para poder andar sobre él.

Después de babrr visto todo esto, he hecho preparativos para la expedición contratando al guia Francisco Maldonado quien hubiera estado catorce años antes en el lago, pon:éndonos en marcha el 27 de Enero de 1842.

Eramos siete individuos, fuera del guía, a saber: mi amigo Richard Kenderdine, de Manchester; Charles Herbst, sirviente; Monroy, soldado; y tres peones provistos de hachas y máchele» quienes debían abrirnos la senda y transportar nuestras gruesas capas y pellones que iban a senrirnos de cama, más las provisiones compuestas especialmente de dos almudes, más o menos, de harina tostada.

A poca distancia del mar se sube en tres tiempos a una altura de 500 metros por un camino arreglado con trozos de madera que facilitan el tránsito. Una vez arriba, se camina por una extensa planicie que se extiende sin interrupción hasta el lago mismo.

En un principio encontramos la senda formada por los árboles ya descritos varios arroyos con agua escasa que no por esta circunstancia llevaban el nombre de ríos. El más grande, denominado Rio de la Arena, no tiene me (25)

dio pie de hondura pero, a juzgar por los árboles caídos que interrumpen su curso, es de presumir que arrastra gran caudal durante el invierno. Hasta este punto llegaba el camino de árboles debido a que el trabajo de las ''minas'' no se extendía tampoco más allá. Por esta razón nos vimos obligados a abrirnos paso con hacha y  machete para poder seguir adelante, sin que previamente hiciéramos nuestra comida de medio día que consistió siempre en harina tostada hecha mazamorra con agua fría condimentada con sal y ají. Tan sencillo alimento es la comida cuotidiana de los trabajadores ds tablas que lo preparan algunas veces en las concavidades de las maderas elaboradas y cuya operación llaman "ulpiar".

Tan pronto como hubimos satisfecho nuestro apetito y señalado el sitio con dos cruces caladas en dos árboles que teníamos por delante, nos pusimos otra vez en marcha. Maldonado iba a la cabeza; yo le seguía, bastándo-
nos nuestro esfuerzo para abrirnos la senda cuando era necesario. De esta manera los compañeros  encontraban siempre el camino expedito. Pronto descubrimos los alerces gigantes vivos, cuadro que admiraron los ursinos chilotes, exclamando una y otra vez: "¡Por Dios qué alerces! Estos no se acabarán jamás!" Internándonos una media milla más en la selva, encontramos el Río Negro que lleva con justicia su nombre por cuanto sus aguas son negras.
Tiene, como los demás arroyos que hemos cruzado, lecho pedregoso y desemboca al Oeste. A las 5 de la tarde llegamos a un lugar en donde, el suelo húmedo indicaba la presencia de agua. Aunque ya nos había dicho Maldonado que no encontraríamos este líquido antes de muchas horas; ordené hacer alto, encender fuego y buscar agua. No hallándola, hice varios agujeros en el suelo húmedo que pisábamos, los que en el espacio de media hora se llenaron de agua turbia con la cual preparamos nuestra harina. Pasamos la noche bajo un tronco de alerce caído que nos protegió de la lluvia que amenazaba desde temprano y su estopa nos habría proporcionado blando lecho para dormir tranquilamente si no hubiera sido por minadas de pequeños insectos que no nos dejaron cerrar los ojos durante toda la noche. La lluvia continuó a la mañana siguiente, pero nos sum:nistró agua clara para el desayuno. Puestos de nuevo en movimiento, encontramos luego una senda abandonada y trabajada hacía ya años por los españoles. A pesar de estar enmalezada y casi borrada,
nos fue fácil recorrerla, ya que pudimos andar largos trechos por enema de los árboles caídos, hasta llegar a la "Mancha del Alerce Quemado". Así lla- (26)

mó Maldonado a ana extensión de terreno de algunas millas que él mismo había incendiado años atrás, durante un día de viento. Este panorama fae, naturalmente triste para nosotros.  Por donde mirábamos, no veíamos otra cosa que troncos quemados de color gris, con unos cuantos muñones ennegrecidos por el carbón. En este lugar habían crecido de nuevo solamente los alerces.
En algunas partes el suelo cubierto con grandes plantas de heléchos entre las que se asomaban también alerces jóvenes. Este lugar hicimos nuestra comida, procurándonos agua que obtuvimos cavando hoyos en el suelo. Ya declinado el día y al aproximarnos otra vez a un espeso bosque, pensamos llegar esa misma tarde al lago, siguiendo el curso de un arroyo. Al menos en aquella parte nos pareció que se dirigía hacia el Norte y que se había abierto un profundo cauce por dentro de un bosque tupido de quilas.  Trepamos por fin su ribera oeste y, una hora antes de ponerse el sol, hicimos alto para descansar.

Habiéndosenos apagado el fuego durante la noche, el frío molestó nuestro sueño, pero nos hallábamos bien comidos y descansados para continuar nuestro viaje al día siguiente. Apenas habíamos andado dos horas, cuando descubrimos, a través del verde de los árboles, la superficie del lago, pisando, pocos momentos después, la débil pendiente de la pedregosa orilla del mismo. La magnífica vista me indemnizó ampliamente el cansancio del viaje.

El agua de este lago es clara como la del Ginebra en Suiza. Su superficie es de siete leguas, más o menos de largo, por otras tantas de ancho de tal modo que no pude distinguir la orilla del frente.  Tiene como aquél, los nevados Alpes por un lado, la Cordillera de los Andes que se levanta desde sus riberas orientales con un volcán cubierto de nieve hasta la mitad de su altura y que se interna en sus aguas. Como a tres millas alemanas de distancia, vimos tres ríos frescos de lava, que en la lilt'ma erupción, arrasando los bosques de la
pendiente, se habían arrojado al lago. Las orillas eran quebradas en todas direcciones y sólo en algunas partes desnudas por el agua que hubiera lavado  los derrumbes provocados por ella misma. Tras de habernos deleitado ante el grandioso panorama y enjugado nuestros paladares con el agua fresca y clara del Llanquihue, empezamos a flanquear sus orillas siguiendo hacia el Oeste.

A poco andar, un precipicio interrumpió nuestro camino y, al treparme sobre unas rocas blandas y arenosas, para buscar alguna senda, pude observar que mis compañeros no pensaban en otra cosa que en comer los tallos de las refrescantes hojas de nalca, que se encuentran aquí en ejemplares de tamaño (27)

gigantesco. (Panke Tinctoria Molina). Habiendo renunciado a seguir el camino por este lado, volvimos un poco hacia atrás; nos abrimos trabajosamente una brecha a través de las quilas, y media hora más tarde, bajamos de nuevo a la orilla. El camino era también por este parte muy incómodo, pues el suelo estaba casi totalmente cubierto de piedras redondas del tamaño de un puño, las cuahs no permitían apoyar con firmeza los píes, o bien cubierto de rocas que era preciso rodear. Más incómodos aún eran los árboles caídos que impedían el paso, obligándonos a desandar grandes distancias, caminando en ocasiones por sobre el agua misma del lago. Rara vez descubrimos playas de arena volcánica negra. Después de haber andado en esta forma cerca de media legua por la ensenada que se interna hacia el Sur, encontramos un segundo rodado reciente. Convencidos de que era mejor seguir por el  agua, que en algunos sitios nos llegaba hasta el cuello, pronto tuvimos que renunciar también a esta tarea por cuanto no rae siguieron más que algunos de mis compañeros.

Maldonado con la ayuda de alguno de ellos, arreglaron entonces una balsa con la que me condujeron a un punto más occidental di lago, donde se forma el río Maullín. La desembocadura de este río es más ancha cerca del mar, hallándose cubierto en muchos sectores de extensos pajonales donde anidan grandes cantidades de pájaros, como cisnes de cuello negro, gaviotas, patos, etc.

El resto del día lo pasamos preparando lo necesario para construir una nueva balsa. Estaba yo decidido a llegar a Osorno por este camino, pero como era posible que en esta tarea perdiéramos la vida, tomé oportunamente las precauciones del caso, tales como escribir cartas, etc.

Amanecimos contentos. Pronto estuvo lista la balsa compuesta de troncos amarrados por medio de lazos. Al embarcarme en ella ninguno de mis acompañantes tenía el valor de seguirme. Les ordené entonces volverse con la mayor parte del equipaje, reteniendo solamente un almud de harina tostada, algo de sal, ají, una tetera, tabaco, añil y otras menudencias para el caso de encontrar indios, dos machetes, un hacha y una hachuela. Fuera de esto, cada uno de mis dos únicos compañeros, llevó consigo un poncho, su escopeta y un
par de tiros de reserva.

Después de habernos distribuido por iguales partes el equipaje entre los tres, nos embarcamos, invocando el nombre de Dios, sobre los cinco tron- (28)

cos de que se componía la balsa. Mientras Kenderdine cuidaba el equipaje, Herbst y yo dirigíamos, por medio de largas varas la embarcación. A fin de evitar la corriente, nos internamos bastante en el lago de tal modo que pronto perdimos el fondo, pero al cabo de una hora logramos llegar a la otra orilla. Desarmamos la embarcación para llevarnos los lazos y proseguir nuestra marcha a lo largo de la ribera, andando, ya sobre las piedras sueltas, ya con el agua hasta las rodillas. El lago forma aquí ocho ensenadas profundas con otras tantas puntillas que se prolongan hasta una milla adentro lo cual significaba que siguiendo la playa, no avanzábamos en nuestro camino. En la segunda ensenada resolvimos acortarlo, atravesando el terreno, lo que nos fue sumamente fatigoso y difícil. Estaba el suelo cubierto de matas tan tupidas de quilas, que durante largos trechos podíamos arrastrarnos sobre el impenetrable tejido de sus ramas, cayéndonos a menudo al suelo cuando disminuía la espesura, para volver en seguida a levantarnos trabajosamente con nuestro equipaje. Por este motivo cambié nuestro rumbo norte por noreste, a objeto de ganar nuevamente la orilla del lago. En todas partes, sin embargo, seguímos encontrando las mismas tupidas quilas y ningún arbusto de otra clase, obligados a caminar sin descanso hasta entrada la noche sin encontrar agua. La oscuridad nos obligó por fin a tomar reposo. La horrible sed no nos permitió cerrar los ojos, pero sí oír con agradable sorpresa el mugido de una vaca. En vano tratamos de encender fuego a las quilas que llegaban hasta la altura de un árbol, siendo esto quizás si una suerte ya que un gran incendio habría sido muy peligroso para nosotros mismos. Con la esperanza de apoderarnos al día siguiente de la vaca, concillamos por fin el sueño y pasamos la noche mejor de lo que hubiéramos pensado.

Partimos al salir el sol y trabajamos sin descanso para abrir la senda. Pronto escuchamos nuevamente los rugidos del animal; imitamos su voz, consiguiendo así atraerla hacia nosotros. Cuando la divisé, trepado sobre una pequeña prominencia, escarbando el terreno con las patas y el único cuerno que le quedara, me deslicé cuidadosamente hacia ella de modo que no avanzara o se precipitara sobre mí y, así, a quince pasos de distancia, le acerté un tiro con mi escopeta cargada de postones. Di en el blanco, pero la herida no fue mortal. Intentando echarse sobre mí, tomó repentinamente la fuga, derribando a su paso las quilas con fuerzas de gigante. Perdida la esperanza de que cayera pronto a consecuencias de la herida y muy apenado al ver desva- (29)

necidos nuestros deseos de haber aumentado nuestras provisiones con esta presa, continuamos siempre adelante nuestro fatigoso viaje. A eso de las nueve de la mañana, dimos con un bajo con muchas huellas de animales vacunos y en seguida con un lugar de aguas barrosas con las que apagamos nuestra gran sed y preparamos nuestro almuerzo. Un ligero descanso para proseguir la marcha y llegar por fin de nuevo, a las 4 de la tarde a la orilla del lago. Estoy seguro que en todo el día no anduvimos una legua alemana. Pero no desmayé. Continuamos caminando sobre las piedras rodadas, circundando, con el agua hasta la rodilla, los numerosos árboles caídos. Tenía el volcán en la dirección norte durante un momento en que me hallé solo. A la media hora llegó Charles quejándose de sus piernas hinchadas. Richard no aparecía. Volvimos atrás y lo encontramos sentado, lamentándose y diciendo que no podía seguir adelante. Hicimos fuego; cenamos y deliberamos sobre lo que deberíamos hacer. Por mi parte, hubiera seguido a toda costa adelante, pero debí resolverme en volver atrás. Nuestros zapatos estaban completamente rotos. Mis compañeros se encontraban en un estado tal de ánimo, que difícilmente hubieran podido seguir andando mucho más. Por otra parte,  nuestras provisiones estaban ya casi completamente agotadas y la esperanza de haberlas renovado por medio de la caza había fallado también en absoluto. Sólo disponíamos, en ocasiones, de algunas avellanas que cocíamos en agua y que, una vez privadas de la corteza pegajosa que cubre las semillas, encontrábamos de muy buen sabor. Esta fruta fue también un buen agregado a nuestra cena.

A la mañana siguiente volvimos atrás. Me fue necesario cargar con la mayor parte del equipaje a fin de que mis agotados compañeros pudieran caminar con más facilidad. Seguimos la orilla, andando a menudo por el agua,
una vez durante media hora sin interrupción y dos veces sumergidos hasta el cuello. A pesar de todo, fue feliz el viaje y al medio día estuvimos de nuevo en el mismo punto donde dos días antes hubiéramos abandonado la orilla para penetrar en el bosque. Aquí hicimos alto y encendimos fuego con el objeto de que Kenderdine, que se quejaba del frío y se sentía mal, pudiera secarse las ropas sin desvestirse. Charles había encontrado un pescado, aún bastante fresco, que asamos al fuego, sintiéndonos felices de haber aumentado nuestra comida con esta vianda. Continuamos con los mismos obstáculos nuestra marcha y llegamos, todavía temprano a la desembocadura del Maullín. (30)

Aquí tuvimos la suerte de cazar dos grandes patos que constituyeron la parte esencial de nuestra cena. Mientras Richard Kenderdine se calentaba al fuego, traté con Charles de volver a hacer una nueva balsa. Un ruido del monte que sentimos poco antes de acostarnos, nos trajo la esperanza de cazar al día siguiente cerdos salvajes en los alrededores, sobre todo cuando ya habíamos encontrado huellas de estos animales en el camino.

Desgraciadamente nos convencimos al día siguiente de que tales huellas provenían del puma o león chileno que se había aproximado en la noche hasta pocos pasos de nuestro campamento.

En la mañana del 2 de Febrero nos embarcamos en nuestra nueva casa, construida con cinco trozos de madera, armada nuevamente con nuestros lazos. Pero, habiendo visto pronto que tan frágil embarcación no era capaz de llevarnos a los tres, me desvestí y traté de nadar, pero, era ya tan grande la distancia que me separaba de la tierra que hube de ganar otra vez la orilla. Viendo que la corriente arrebataba la balsa hubo necesidad de deshacerla para salvar los lazos. Mientras esto sucedía y Charles trataba de armar una
nueva balsa, sin ayuda de Richard que se encontraba lejos de nosotros, pasé dos horas de angustia esperando la vuelta de mis compañeros; estaba completamente desnudo, expuesto al calor abrasador del sol y sin protección de ninguna clase ni aún cuando hubiera querido enterrarme en la arena. No podía comprender por qué no venían a buscarme. Creí que me habían abandonado y en mi desesperación iba a tratar ya de nadar hacia la orilla, cuando vi venir solo a Charles, remando en su balsa y dando vuelta por una puntilla; una  hora después pude recuperar nrs ropas y vestirme de nuevo. Era en estos momentos tan fuerte el viento que nos fue preciso agrandar la balsa, trabajo en que ocupamos el resto del día. Nuestra comida consistió en avellanas tostadas en la ceniza, después de lo cual nos acostamos a dormir al lado del fuego, pero la dolencia originada por las quemaduras del sol nos privaron del reposo que necesitábamos. Con el crepúsculo se calmó el viento y llegamos después de una feliz pero lenta navegación a la orilla opuesta, o sea, al antiguo campamento de nuestros compañeros. Pusimos un día entero en atravesar el rio.

Al despuntar el alba, comenzamos nuevamente a anadar avanzando lentamente a causa del gran cansancio de mis compañeros. No sufria yo menos que ellos ya que, a los dolores de las quemaduras se agrego una contusion (31)

del dedo grande del pie. Llegamos este día al mismo lugar en que habíamos conocido el lago. Hicimos alto; cortamos un lazo en trozos pequeños y lo cocimos al fuego durante la noche. AI día siguiente ya era comible y nos sirvió de almuerzo. Penetramos ahora en la selva, andando con tanto cuidado y lentitud, que sólo a las once de la mañana llegamos a la vecindad del ya descrito "Bosque Quemado", donde, entrada la noche, dimos con nuestro antiguo campamento. No nos fue posible encontrar agua, a pesar de haberla buscado por todas partes y haber cavado inútilmente el suelo. Esta contrariedad nos obligó a comer nuestra harina seca.

Con no menos decisión que antes, emprendimos la marcha el 5 de Febrero. Más que las quemaduras del sol me molestaba mi dedo que se había hinchado considerablemente. A las dos horas de viaje, estábamos ya en Río Negro y cuando quisimos almorzar, nos dimos cuenta de que habíamos perdido el yesquero y nos era imposible hacer fuego. Comimos el último resto de harina y tristes volvimos a caminar, sin provisiones de ninguna clase ni elemento alguno para encender fuego.

Al medio día habíamos perdido la senda, o, mejor dicho, encontramos muchos de los trabajadores de maderas. Esta emergencia fue tan feliz que descubrí, colgada en la rama de un árbol, una pequeña bolsa de harina y un cuerno con lo que apaciguamos el hambre que ya nos atormentaba. Buscamos de nuevo la senda, pero en vano. Por fin hallamos varias hachas en un lugar en que un fogón todavía humeaba. Avivé inmediatamente el fuego y esperamos la vuelta de los trabajadores hasta el día siguiente pues, al haber sido
éste día domingo, no habían salido al trabajo. El único alimento de que dispusimos fue otro medio lazo.

Mis compañeros, con la esperanza de que pronto cesarían nuestros padecimientos, se durmieron tranquilos y profundamente. Mis agudos dolores no me permitieron análogo descanso. A las ocho de la mañana del día si-
guiente, oí los primeros golpes de hacha de los trabajadores en el bosque y luego apareció Charles, acompañado de unos chilotes que nos proporcionaron generosamente harina y otras provisiones. (32)

Febrero de 1842.

BERNARDO EUNOM PHILIPPI.

FUENTE:HORN,BERNARDO;KINZEL,ENRIQUE; “PUERTO VARAS 130 AÑOS DE HISTORIA 1952-1983”, IMPRESO EN IMPRENTA Y LIBRERÍA HORN Y CÍA LTDA.