Monday, May 3, 2010

La idea de progreso: del Fausto de Goethe a G. Keller y A. Stifter







Resumen: Se trata de estudiar, por un lado, la representación de algunas de las manifestaciones de la idea de progreso en el Fausto[1] de Goethe y, por otro lado, el modo en que Gottfried Keller y Adalbert Stifter lasreelaboran en el marco de la estética realista de mediados del siglo XIX. 


La idea de progreso 

La idea de progreso surge a mediados del siglo XVIII, en el marco del desarrollo de la sociedad burguesa y de la Ilustración, ligada a una interpretación del devenir temporal y de la historia que se supone superadora de la concepción cristiana. De este modo lo explica Löwith: ‘La confianza cristiana en una felicidad futura ha por cierto desaparecido de la conciencia moderna, pero se conserva la perspectiva de un futuro en tanto que tal, así como de una felicidad futura indeterminada’ (Meyer-Abich/Matussek, 1993: 190).[2]

La idea ilustrada de progreso implica, además de una indeterminación respecto de qué es lo que se debe esperar del futuro, una nueva concepción del hombre y su quehacer en el mundo. Es en este sentido que se puede pensar en un proceso de secularización en el que se pasa de una ‘trascendencia teológica’ a una ‘inmanencia prometeica’ (Meyer-Abich/Matussek, 1993: 204). Son ahora las fuerzas inmanentes a lo humano las encargadas de transformar el mundo. La idea del libre albedrío humano pasa a ocupar así un lugar central (Selbman, 1994: 2)

Ahora bien, el término progreso abarca factores de muy diversa índole: el avance científico y de los conocimientos en general, la industrialización, el dominio técnico de la naturaleza, la urbanización, la evolución social vivida por Europa a comienzos del siglo XIX, que implica el progresivo advenimiento de una sociedad capitalista, las proyecciones acerca del devenir de esa sociedad, el progreso natural en el mundo animal y vegetal y, también, en lo que se refiere al individuo, la maduración del carácter, la formación de la personalidad, que se sustenta en la idea de la perfectibilidad[3] del hombre. 

En este trabajo se procura dar cuenta de una imagen de progreso en la que se entrelazan tres de sus manifestaciones: el progreso como adelanto tecnológico, como organización social y como desarrollo de la subjetividad.

El Fausto de Goethe

Al final del Faust II se representa la última empresa fáustica: se trata de hacer de un terreno costero un lugar habitable, lo cual implica la construcción de diques para ganarle tierras al mar, así como la disección de unos pantanos aledaños. Fausto, ya anciano y ciego, se entusiasma con la obra que dirige y que él mismo ha ideado: “¡Cuánto me deleita el ruido de las azadas! Es la multitud que trabaja a mi servicio, que reconcilia la tierra consigo misma, que fija su límite a las olas, que ciñe el mar con sólida barrera” (Goethe, 1999: 419). 

La empresa material llevada a cabo por Fausto tiene una finalidad utópica: como señala Williams, él no tiene intención de apropiarse de los terrenos, sino que desea formar una comunidad de hombres libres, una comunidad de hombres y mujeres fundada en el trabajo (Williams, 1993: 102, 103). Así dice Fausto: “A muchos millones de hombres les abro espacios donde puedan vivir, no seguros, es cierto, pero sí libres y en plena actividad” (Goethe, 1999: 420).

Williams, lo mismo que Hamm, reconocen en esto una alusión a las utopías aparecidas en la época de gestación del Faust II. Robert Owen, Fourier, pero sobre todo Saint-Simon son autores en los que Goethe habría estado pensando al escribir la última escena del drama.[4]

Como señala Berman, hay, en esta representación, fuertes similitudes con la idea marxista de los burgueses como magos, por un lado, y con Frankenstein de Mary Shelley, por el otro (Berman, 2002: 97). Se trata en todos los casos de figuras “cuyos poderes vitales son deslumbrantes, abrumadores, van más allá de todo lo que [se] hubiera podido imaginar [en épocas precedentes]” y que “luchan por expandir los poderes humanos mediante la ciencia y la racionalidad” (Berman, 2002: 97). 

Ahora bien, el episodio es, con todo, ambivalente. Por un lado, las buenas intenciones se realizan a expensas de la vida de Filemón y Baucis. Estos representan un obstáculo para las ambiciones de Fausto, pues viven en un sitio desde el cual se puede abarcar con la vista el conjunto del terreno en que se lleva a cabo el proyecto industrial. Fausto le confiesa a Mefistófeles que “los ancianos debieran marcharse” (Goethe, 1999: 411). A esto sigue que Mefistófeles y sus tres compañeros saquean e incendian la propiedad de la pareja de ancianos, quitándoles al mismo tiempo la vida. Fausto, mostrando una cierta humanidad, los reprende: “¿Fuisteis sordos a mis palabras? Yo quería una permuta, no una expoliación” (Goethe, 1999: 414). 

Por otro lado, Fausto se equivoca al interpretar el sonido que produce el trabajo de los hombres. Lo que en verdad ocurre es que en ese momento están construyendo su propia tumba, pues es evidente la inminencia de su muerte.[5] 

Así, el proyecto de Fausto relativo a una organización social más justa posibilitada por el desarrollo material e industrial es puesta en duda por el contexto en que es expresada. 

Los dos hechos muestran que el proyecto ideado por Fausto ya no está bajo su control. En esto se basa Berman al decir que “el mundo mágico y milagroso [construido por el mago burgués] es también demoníaco y aterrador: oscila de forma salvaje y sin control, amenaza y destruye ciegamente a su paso” (Berman, 202: 97).

Con Meyer-Abich y Matussek, se puede decir que la escena final del drama sugiere que, para Goethe, la idea moderna de progreso[6] lleva en sí la negación de sus propios postulados, que ‘en el logro efectivo del progreso está en germen su fracaso’.[7] 

Ahora bien, hay un punto en el que el Fausto no resulta ambivalente. Después del episodio de la muerte de Filemón y Baucis, Fausto es acometido por cuatro fuerzas, representadas por “cuatro mujeres canosas”: la culpa, la escasez, la inquietud y la miseria. Pues bien, es significativo que la culpa no logra ingresar a la habitación en que se encuentra Fausto. El hombre fáustico no experimenta culpa. 

Según Korff, para entender la salvación final de Fausto es necesario tener en cuenta que el héroe se halla al final de un camino formativo. El hecho de haber madurado su carácter es lo que, a la luz de la idea de religiosidad sustentada por Goethe, lo salva. La madurez alcanzada por Fausto consiste en que ha aprendido a hacer de cada desengaño una excusa para dar un paso adelante (Korff, 1966: 388). Fausto ha seguido adelante a pesar de todo, a pesar de no haber encontrado nunca la satisfacción buscada, incluso a pesar de cargar con varias muertes sobre su conciencia. 

Un detalle no menor es que al final del drama, Fausto encuentra la felicidad. La felicidad final de Fausto consiste en un ‘autoconocimiento’ en el sentido recién señalado[8]: se trata de comprender que, para el sujeto autónomo moderno, lo central es la acción. Esta, que es “la fuerza que impulsa el progreso humano”, incluye el mal como uno de sus “momentos” (Janés, 2000: 98), y, sin embargo, es gracias a ella que la vida puede resultar plena de sentido. Más allá del imperativo de la acción, no hay límites para el desarrollo de la subjetividad. 

El realismo[9] de Adalbert Stifter y Gottfried Keller


En lo que respecta a Stifter, hay un texto que trata centralmente el problema del progreso material y social. Es “Un paseo por las catacumbas”, publicado en 1844.

Stifter relata un paseo que él mismo ha dado junto a algunos amigos por las catacumbas de la Stephanskirche, en Viena, en el año 1842. En un determinado momento del paseo, Stifter, sumido en profunda introspección ante la contemplación de las tumbas y momias, se convence de la inmortalidad del alma. Ante los restos del pasado acumulados en las distintas salas subterráneas, piensa que debe haber algo que permanezca inmutable al paso del tiempo, pues de lo contrario la vida no tendría un sentido. En ese instante, se escucha que arriba, por la calle, pasa un carruaje. Así lo relata Stifter:

‘Estaba tan metido dentro mío que, cuando, de pronto, oímos que un carruaje pasaba por encima nuestro, sobre el empedrado de la calle, me pareció algo fantástico e, incluso, por el contraste, siniestro’ (Stifter, 1959: 64). 

En seguida, reflexiona del siguiente modo:

‘¿Vale realmente la pena -me pregunté- que quien viaja allá arriba sobre el coche se jacte de estar conduciendo?... ¿Vale la pena que construyamos edificios (...) como si eso realmente tuviera un sentido?’ (Stifter, 1959: 64). 

Si bien “Un paseo por las catacumbas” es un texto extraño -por lo radical- dentro del conjunto de la obra de Stifter[10]; plantea, con todo, un problema que para él era fundamental: el de la relación entre el sentido y la ley universal de la caducidad, del paso del tiempo (tanto en el ámbito de la vida del hombre individual como en el de la historia humana). El progreso material y el tipo de sociedad a la que ha conducido se oponen al mundo ordenado y pleno de sentido que yace resguardado para la eternidad en las catacumbas. 

En la novela Der Nachsommer, de 1857, se postula una solución posible al problema de la modernidad y del progreso -relativo a la pérdida del sentido-: se trata de construir un ámbito familiar en el que las determinaciones históricas y sociales no tengan injerencia.[11] 

En cuanto al desarrollo de la subjetividad, para Stifter el problema central es el de la pasión o el apasionamiento, fomentado por el tipo de vida en la sociedad moderna, sobre todo en la ciudad. En esta línea, sus héroes son por lo general individuos que aprenden que la verdadera y duradera felicidad ha de ser encontrada en una vida moralmente virtuosa en el seno de una pequeña comunidad o en la familia y en un ámbito rural (Lachinger, 1993: 19). Heinrich, en la novela Der Nachsommer, lo mismo que su padre, un comerciante que lleva una vida insalubre en la ciudad, realizan un aprendizaje en este sentido. Una existencia a-histórica y cerrada a las determinaciones sociales es la garantía para que el individuo recupere el sentido verdadero de la vida.[12] 

En lo que respecta a Gottfried Keller, hacia el final de su novela Der grüne Heinrich, el héroe regresa a su ciudad natal. Allí se encuentra con que su madre ha muerto. Un vecino lo pone al tanto de lo sucedido: al parecer, sobre la casa materna pesaba una deuda. La madre de Heinrich la había saldado por medio de un crédito, el pago de cuyos intereses la había sumido en la ruina económica. Ella había intentado obtener un nuevo crédito -prosigue el vecino-, pero no lo consiguió, pues existía toda una red de especulaciones financieras en torno a la casa. Los especuladores que estaban detrás del asunto querían sacarla de allí (Keller: 1996: 589). El interés por la casa residía, entre otras cosas, en el hecho de que se tenía en mente la construcción de las vías del ferrocarril[13], por lo cual el valor de la casa había aumentado enormemente. La madre -concluye el vecino- había muerto sin saber nada al respecto.

La imagen del ferrocarril, así como la de las redes de especulación financiera, entre muchas otras, dan cuenta, en la obra de Keller, del progreso material y económico de la Europa del siglo XIX. Lo caracterizan, en todos los casos, como un proceso ajeno al hombre, un proceso que obliga a los individuos a hacerse a un lado.[14]

Esto está en relación con el hecho de que en el mundo literario configurado por Gottfried Keller las determinaciones externas al sujeto ocupan un lugar central. La subjetividad encuentra en las distintas manifestaciones de la realidad objetiva un obstáculo para su desarrollo. 

Volviendo a la imagen del ferrocarril, resulta de interés señalar que, a decir verdad, el motivo de los especuladores y de la construcción de las vías del ferrocarril sólo aparece en la segunda versión del Grüner Heinrich. Esto obedece a una de las razones centrales por la cual Keller decidió rescribir su novela de juventud. Como muestra Villwock, el hecho de que en la segunda versión Heinrich pueda conservar su vida se debe a que su culpa por la muerte de su madre es menor. La idea de que es el progreso de la sociedad, la industrialización, lo que produce la muerte de la madre de Heinrich lo deja a este absuelto de gran parte de la responsabilidad, si bien no totalmente. 

El motivo de la culpa es central en la novela autobiográfica de Keller. La temprana muerte del padre de Heinrich -motivada, dicho sea de paso, por el progreso hacia una sociedad capitalista-, la relación con su madre, los aprietos económicos de sus años de infancia y juventud, la expulsión de la escuela: son motivos que generan en el protagonista un sentimiento de culpa que, a la larga, le harán imposible relacionarse de un modo feliz con el mundo exterior. 

La culpa, que, en palabras de Muschg, puede ser pensada como resultante de una relación asimétrica entre el deseo y la prohibición (Muschg, 1980: 35), es representada en la novela de Keller como un sentimiento que la sociedad burguesa impone al sujeto desde la primera infancia. Son numerosos los episodios y descripciones que señalan en esta dirección. Valga como ejemplo el siguiente pasaje, en el que Heinrich narra un suceso de su infancia:

‘Abrí [mi cofrecillo] por la mitad y tomé distraídamente una gran moneda que estaba en la parte de arriba; las otras monedas retrocedieron un poco y produjeron un silencioso sonido metálico, en cuya ruidosa pureza, sin embargo, resonó una certera violencia, que me hizo estremecer’ (Keller, 1963: 103).

De este modo se describe un episodio de la vida del pequeño Heinrich, en el que éste toma dinero de los ahorros familiares -que su madre guardaba, previsora, para el futuro-.para poder participar con sus compañeros de un ejercicio militar-festivo y juvenil. Se puede ver cómo en la propia materialidad de las cosas, en este caso, del dinero, se esconden procesos psíquicos y morales. En el pasaje citado, así como en muchos otros, se puede ver cómo Keller busca dar cuenta, por medio de descripciones realistas, del proceso de interiorización de la idea de culpa a la que se ve sometido desde pequeño su héroe. 

Conclusiones

La estética de Stifter y Keller, más o menos próxima al realismo, se inscribe en los albores de la sociedad capitalista y utilitarista moderna, a mediados del siglo XIX, cuando comienza a reconocerse que las exigencias y determinaciones de la sociedad se imponen como algo ajeno a los anhelos espirituales del individuo.

Tal como dejaba entrever la ambigüedad final del Fausto, el progreso se vuelve autónomo, ya no se somete a la lógica del hombre que lo pusiera en marcha. 

La estética realista, de todos modos, debe vérselas con un nuevo tipo de sociedad -producto del progreso- en el que ya no hay un lugar para el individuo prometeico que concibe la realidad como el espacio para su autoconocimeinto -que es, al mismo tiempo, su autorrealización-. Stifter -construyendo una utopía artificial- y Keller -postulando que en la sociedad burguesa el individuo no puede ya armonizar su mundo interior con la realidad- son así deudores de un ‘pesimismo de época’, que puede ser atribuido, con Meier, a la industrialización en aumento, a la creciente regulación económica de los vínculos entre los hombres, al abandono, de parte de la burguesía, de los ideales del liberalismo, así como a la pauperización de la calidad de vida de grandes masas de población.[15] 

Se trata, en todos los casos, de “fuerzas” que, a los ojos del individuo burgués, aparecen ya como ingobernables.[16] 

Bibliografía

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[1] El Faust I apareció n 1808; el Faust II, en 1831 (Martini, 1949: 251, 253).

[2] Consideraciones similares se hallan en Herman o Koselleck. Así, dice el primero: “Sólo con el apaciguamiento de las pasiones sectarias en el siglo diecisiete surgió una nueva y menos catastrófica visión de la historia como redención: la idea de Progreso” (Herman, 1998: 29). Por otro lado, Koselleck afirma que “sólo después de que la expectativa cristiana en el fin perdiera su carácter de continuo presente, se pudo descubrir un tiempo que se convirtió en ilimitado y se abrió a lo nuevo” (Koselleck, 1992: 301).

[3] La idea de “perfectibilidad” tiene una doble faz: por un lado, es un dato originario en el hombre que lo determina a progresar y unirse en sociedad con otros hombres, a convertirse en un ser racional, posibilitando la historia del perfeccionamiento humano; por otro lado, empero, es el signo de la posibilidad de su degeneración, entendida como alejamiento de un “algo” esencial o natural en él. 

[4] Como muestra Hamm, Goethe estaba al tanto de las consecuencias (tanto positivas como negativas) de la industrialización alrededor de 1830, si bien no de un modo directo, sino por medio de lecturas. La obra de Saint-Simon y sus discípulos ocupa en este punto un lugar central. Saint-Simon, vale recordar, veía la base del conflicto social en el antagonismo entre los trabajadores y los ociosos. Sus discípulos, en cambio, consideraban que el conflicto principal residía en la explotación de los trabajadores por los empresarios, al mismo tiempo que atribuían el estado miserable en que se hallaban los primeros a la propiedad privada de los medios de producción. Siguiendo a Hamm, Goethe no cuestiona, como los discípulos de Saint-Simon, el régimen de propiedad, si bien comparte con estos el anhelo de un orden social futuro fundado en el trabajo comunitario entre los hombres y en el que cada cual recibe una ganancia correspondiente a su trabajo (Hamm: 217 y ss.).

[5] En tanto que director del proyecto industrial y social, Fausto le dice a Mefistófeles: “Todos los días quiero tener aviso de cómo adelanta la emprendida obra del foso”, a lo que Mefistófeles, en voz baja, responde: “Si no estoy mal informado, no se trata de un foso, sino de... una fosa” (Goethe, 1999: 419).

[6] Como señala Lange, la unidad del Faust II viene dada por el hecho de que las distintas escenas o mundos representados tienen un mismo grado de realidad, ‘han de ser entendidas metafóricamente, en la medida en que, tal como los personajes y sus respectivos roles, contribuyen a dar cuenta de una constelación espiritual’ (Lange, 1980, 287). En este sentido, pues, la escena recién descripta puede ser entendida como una representación del proyecto filosófico de la modernidad llamado progreso. 

[7] En Goethe, la idea de progreso ‘es la alegoría de una intención que, una vez realizada, resulta insatisfactoria’ (Meyer-Abich y Matussek: 204). En la misma línea interpretativa, Hamm sostiene que esto último es reflejo del hecho de que Goethe ‘nunca fue de la opinión de que el progreso se impondría siempre y de un modo necesario en la historia de la humanidad, [sino que más bien] veía en la historia un proceso contradictorio en extremo, que encerraba en sí la posibilidad del retroceso y del desvío’ (Hamm, 1997: 225).

[8] Martini habla del Faust como un drama del ‘autoconocimiento’ (Martini, 1949: 251).

[9] Para Ketelsen, el concepto de ‘realismo’ es clave para entender la segunda mitad del siglo XIX. Sostiene que se trata de un movimiento literario que se opone al romanticismo por considerarlo demasiado ‘sentimental’ y al movimiento de la Joven Alemania por ser este demasiado ‘declamatorio y apasionado’ (1980: 190).

[10] Para Lachinger, “Un paseo por las catacumbas” es el texto más pesimista de Stifter (1993: 23).

[11] Por razones de espacio, no es posible entrar en detalle al respecto.

[12] Evidentemente, Der Nachsommer es una novela con fuertes connotaciones políticas. Como muestra Ketelsen, la novela puede ser leída como una reacción contra el sacudimiento revolucionario de 1848. Vale aclarar que Stifter era partidario de “moderadas ideas liberales” (Conesa, 1990: 27). Si bien no se opuso totalmente a la revolución, pues “como muchos otros, sentía la presión del régimen [de Metternich], [tan sólo] quería una evolución de éste hacia posiciones más liberales y esperaba que si se lograba una constitución se estaría en el camino hacia un nuevo orden dentro de la razón y de la libertad” (Conesa, 1990: 27).

[13] La primera estación de Zúrich fue inaugurada en 1847.

[14] En Alemania, y, más en general, en Europa, la construcción de las vías del ferrocarril tiene una enorme importancia en el proceso de industrialización (Blasius, 1980: 23). Aunque no sólo implica una base para el gran boom de la economía, sino que significa, también, una transformación de la experiencia y la mentalidad de los individuos. No sólo se trata de que cambia la percepción del espacio (que se acorta) y del tiempo (que se acelera), sino que la idea de progreso misma, esbozada filosóficamente a finales del siglo XVIII, se manifiesta en el mundo objetivo y toma forma concreta en el imaginario, dinamitando así las limitaciones del viejo orden y de la vieja sociedad (Blasius, 1980: 24). Es necesario destacar, por otro lado, que son diversos los elementos que contribuyen a la aceleración del tiempo entendido como duración en términos de la experiencia del individuo-: no sólo los nuevos medios de transporte, también, por ejemplo, el surgimiento de ciudades cada vez más pobladas y repletas de divertimentos, así como el paso a una economía de mercado irrestricta.

[15] Meier sostiene que ‘hacia 1850 se difunde el convencimiento de que hay más sufrimiento que felicidad sobre la tierra’. Y agrega que ‘en estos años, la burguesía alemana empieza a leer a Shopenhauer’ (Meier, 1977: 124), así como que ‘el individuo ya no s siente un ser que se domina a sí mismo’ (Meier, 1977: 21).

[16] Estas “fuerzas”, por otra parte, ya no son religiosas: otro de los rasgos típicos de la época es, a partir de Feuerbach, el de la pérdida de fe en los valores religiosos sustentados por la Iglesia. Vale decir, por otro lado, que la influencia del filósofo materialista en el ámbito alemán fue, mientras duró, extraordinaria (Engels, 1985: 274).